Desde siempre, los marxistas han pensado y han escrito mucho sobre el arte y han profesado una gran admiración por las grandes obras culturales de la humanidad: sabemos que Rosa Luxemburgo era capaz de citar los versos de Schiller de memoria, como Marx los del Fausto de Goethe o los de la Ilíada; Eleanor Marx, su hija menor, además de una brillante sindicalista, era especialista en la obra de Shakespeare, traductora de Flaubert y de Ibsen y una crítica teatral de enorme popularidad. Sabemos también que, en los primeros meses de la Revolución de Octubre, Lenin propuso decorar las plazas de Moscú con estatuas en memoria de los revolucionarios más sobresalientes de la historia, entre los que se encontraban figuras de la cultura como Heine, Cézanne o Chopin. Especialmente el siglo XX ha conocido a multitud de productores, de artistas militantes, como Miguel Hernández, Diego Rivera o Violeta Parra, por mencionar solo a algunos. Tampoco parece fortuita, a este respecto, la célebre hipótesis que esbozara Perry Anderson a propósito del denominado «marxismo occidental»: en un momento de debilidad ante las promesas de revolución incumplidas, los intelectuales marxistas europeos renunciaron a la práctica política, pero en su mayor parte lo hicieron para consagrarse precisamente al campo de la estética (y esto es lo interesante, pues podrían haberse replegado a cualquier otro ámbito del saber). La presencia de una interrogación a propósito de la naturaleza y de las funciones del arte ha sido, pues, permanente en la tradición socialista, normalmente con la idea de hacer justicia a la famosa tesis XI sobre Feuerbach que distingue al marxismo de otras filosofías de tipo especulativo: para poder transformar el mundo en toda su integridad es preciso conocer bien las artes porque es aquello que, según Aristóteles, completa e imita la naturaleza, permitiéndole prolongarse, reproducirse de alguna manera. Es inevitable entonces preguntarse dónde reside la importancia específica del arte para los marxistas, cuáles han sido algunos de los debates más relevantes al respecto y en qué medida puede contribuir o no esta práctica humana a la superación revolucionaria del modo de vida capitalista.
En cuanto a la primera cuestión, cabe pensar que, como corriente intelectual y política de la modernidad, es comprensible que el marxismo se interesase por la disciplina que estudia el arte en la medida en que esta representaba una oportunidad para que las clases burguesas en ascenso consolidaran su hegemonía frente al mundo feudal: tal es la tesis de Eagleton en una obra importante, donde se nos plantea que, una vez que los artefactos se convierten en mercancías en el mercado, no existen para nada ni para nadie en particular, y pueden por lo tanto ser racionalizados, ideológicamente hablando, como si existieran completamente por sí mismos y en todo su esplendor. Esta noción de autonomía —el arte como experiencia irreductible o finalidad sin fin— es la que justamente el discurso de la estética que hemos heredado, y que en lo esencial sigue vigente en nuestros días, trató sobre todo de desarrollar, en un intento del orden burgués por comprender su propia historia y por cohesionarse no en torno a un poder coercitivo, sino en torno a hábitos, a afectos, a sentimientos y a afinidades, a placeres y gustos, elementos todos que harían fortuna en el pensamiento liberal. Al hablar de arte se habla también de la libertad, de la igualdad, de la verdad, de la intimidad y del alma, de todas esas cuestiones políticas que se hallan en el núcleo de la subjetividad moderna; y lo hacen porque, para acudir al mercado a posibilitar el ejercicio de compraventa fundacional de la sociedad capitalista, el individuo necesita, al menos formalmente, saberse igual que aquel otro con quien está intercambiando mercancías, poseedor de una naturaleza común y de una antropología que respalde esas operaciones materiales, y es a través del arte como la noción de autodeterminación y de identidad libre del individuo parece realizarse más plenamente en consonancia con un sistema perceptivo y sensorial enormemente sofisticado. Esto no quiere decir, claro está, que todo el arte, incluso el producido en formaciones sociales precapitalistas, sostenga o haga referencia a una misma imagen del ser humano como individuo que se autodetermina libremente, sino, de hecho, lo contrario: el arte ha servido a diferentes propósitos a lo largo de la historia y ha estabilizado diferentes modos de subjetivación, aun cuando admitamos que todas las sociedades humanas han perseguido de una manera u otra la belleza y la satisfacción de los sentidos. Esquilo escribía para destacar en los torneos trágicos de las fiestas Dionisias (poniendo de paso sobre la mesa los problemas de la vida política ateniense). Cervantes lo hacía porque se hallaba en una situación económicamente insostenible y debía mantener a una familia (de ahí las incoherencias que presenta, según esta lectura, la primera parte del Quijote, escrita a toda prisa), pero para nosotros parece que las producciones de ambos se agrupan sin discusión bajo la misma categoría de «literatura». Lo cual implica, por una parte, que la burguesía, como clase dominante, se ha caracterizado por desplegar una comprensión eternizante y universal de la historia, afirmando en este punto que nociones como la de autor, lector/espectador u obra de arte, aunque con sutiles variaciones, han existido siempre, y que por ese motivo es posible deducir una «naturaleza humana», unos temas y tópicos transversales y una voluntad por expresar «valores» humanos reconocibles en todas las culturas, de las prácticas artísticas; y, por otra, que el materialismo histórico es la ciencia que permite desmentir rotundamente esa premisa, dado que se esfuerza por interpretar las realidades históricas en su radical genuinidad, entendiendo que la producción de ideas y representaciones de la conciencia son sublimaciones necesarias del proceso material de vida de los seres humanos, como se nos enseñaba desde La ideología alemana. En cualquier caso, en lo que nos concierne, que es la cultura de nuestro tiempo, todo lo anterior constituye sin duda una de las mayores ironías de la historia: las condiciones que ofrecen la posibilidad de una crítica socialista del arte en la etapa burguesa —su origen de clase como disciplina autónoma o específica— son las mismas condiciones que reproducen las técnicas y la ideología de la clase dominante.
No obstante, con el arte sucede algo parecido a lo que Marx había identificado en la religión en la Crítica a la filosofía del Derecho de Hegel: por un lado, este fenómeno implica «una conciencia invertida del mundo»; por otro, «es la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real». Del mismo modo que existe un momento de verdad en la religión en cuanto que anticipa un modelo de felicidad ansiado por las masas desposeídas, en el arte late igualmente un anuncio emancipador, un anhelo de transformación radical de lo existente que se expresa por medios simbólicos, elaborando oblicuamente aquello que no puede ser asumido en los términos del discurso dominante. La cultura y el discurso estético burgueses, así como sus prácticas artísticas, han reforzado las condiciones sociales de vida ya dadas a la vez que, como subrayarán desde muy pronto muchos teóricos marxistas, han posibilitado su posible transgresión, o al menos han permitido imaginar un «ser de otro modo oculto», por decirlo con Adorno. La cultura es «afirmativa», por usar la expresión de Marcuse, en el sentido en el que confina los valores humanos al ámbito de lo ideal e impide así la pregunta por su posible realización. Pero, al mismo tiempo que el ideal cultural burgués ha asumido la aspiración a una vida feliz —la aspiración a la humanidad, a la bondad, a libertad, a la solidaridad—, las obras de arte aparecen como protesta contra una sociedad que no ha podido satisfacer esas pretensiones o promesas. Adorno, una vez más, lo expresó con la belleza con que acostumbraba: «nada hay ya de belleza ni de consuelo salvo para la mirada que, dirigiéndose al horror, lo afronta y, en la conciencia no atenuada de la negatividad, afirma la posibilidad de lo mejor». Es ya insigne, en este sentido, la interpretación que hace Fredric Jameson de los zapatos de labriego de Van Gogh: en primer lugar, en el nivel de la reconstrucción de la situación inicial en la que emerge la obra dada —la actividad inicial que toda interpretación materialista exige—, es posible identificar en el contenido del cuadro el mundo instrumental de la miseria agrícola, de la pobreza rural y de los fatigosos trabajos y faenas del campo. En ese mundo frágil de alienación campesina, una esperaría encontrar, en el nivel de la representación, troncos viejos que surgen de un suelo exhausto, rostros carcomidos por el agotamiento, superficies manchadas, referencias que en definitiva traduzcan a la pintura el sufrimiento de esas labores que esclavizan a toda una clase. La pintura «rural» de Van Gogh, sin embargo, hace estallar superficies cromáticas deslumbrantes, con aldeas y casas erigidas en colores chillones y extensiones de tierra brillantes, lo que supone una transformación espontánea y violenta del mundo objetivo del campesinado en «la más gloriosa materialización del color puro en el óleo», dice el autor norteamericano, lo que ha de entenderse como un acto compensatorio que produce todo un nuevo reino utópico para los sentidos, una desesperada compensación utópica de la división capitalista del trabajo.
Esta doble condición del arte (como actividad de reproducción ideológica del orden dominante y como potencial estrategia de liberación del mismo) y su lectura dialéctica impregnarán a buena parte de los intelectuales interesados en la materia. En términos generales, y contra la interpretación mimética aristotélica a la que aludí al principio de pasada, Marx sostenía que el arte es una parte del trabajo humano, es decir, una actividad vital consciente de mediación con la naturaleza, pero que no obedece solamente a fines utilitarios, pues va más allá de la necesidad física. Además de su valor agitativo en el contexto de las luchas políticas o de clase, Marx recalcaba el propósito fundamental del arte como una medida de la plenitud o de la vacuidad de la vida humana, de la capacidad de expresión, de imaginación y de comunicación del ser humano. Es habitual ubicar el interés del marxismo en el arte en relación al debate, muchas veces engañoso o mal conceptualizado, del vínculo entre base y superestructura. Es innegable que una suerte de «marxismo vulgar» ha solido interpretar las expresiones artísticas como reflejos superestructurales de la base económica de cada época, pero a mí me gustaría sostener que el pensamiento marxista serio, incluso admitiendo que el arte es un elemento ideológico indispensable de la reproducción social que actúa legitimando en el plano de las ideas la compulsión muda del capital, es algo más riguroso. Al fin y al cabo, Marx nunca concibió la influencia de las estructuras sobre los individuos a la manera del ventrílocuo que hace hablar a sus muñecos, por lo demás inanimados. La ideología no es nunca el simple reflejo de las ideas de la clase dominante; es en todo caso, como decía Althusser, la relación imaginaria que establecemos con nuestras condiciones reales de existencia —el relato que hacemos sobre nuestra individualidad, nuestro estado y nuestro sentido de la existencia, etc., que no necesariamente tiene que guardar una relación racional o razonable con la «verdad» desnuda que exhibe la determinación económica—, y por lo tanto se trata de un fenómeno complejo, contradictorio, plagado de fisuras y de fallas. Ahí radica, justamente, el potencial político del arte. Muchos han señalado que las producciones culturales, incluso las obras aparentemente más proselitistas, no dan a ver una imagen monolítica y propagandística de la dominación de clase, lo cual requeriría en cierto modo que los productores culturales y los artistas partieran de una posición epistemológica perfecta, pudiendo anticipar lo que el público verá o entenderá en la obra y el efecto que causará en él, y contaran con una representación coherente de la abigarrada totalidad social (lo que, en conjunto, no es sino una manera de negar el inconsciente y, de nuevo, de sobreestimar las capacidades del artista, de considerarlo a fin de cuentas como miembro de una élite intelectual separada de la masa). Lo que las obras exhiben, por el contrario, son las incompletitudes de la ideología, aquellos huecos en los que la hegemonía no termina de resonar y se evidencian las tensiones de la escena política y de las relaciones sociales, partiendo de la idea de que la cultura propone resoluciones imaginarias —más o menos imperfectas— a las contradicciones políticas reales, lo que abre todo un espacio para la denuncia y la subversión que la crítica dialéctica tiene la misión de ocupar. Walter Benjamin, en fin, definió mejor la relación a veces imprevisible entre el sistema económico y los sistemas de ideas con una metáfora cuando dijo en El libro de los Pasajes que la expresión de la base en la superestructura se parece a lo que le ocurre al tipo que se va a dormir con el estómago lleno: su estómago encontrará su expresión en el contenido de lo soñado, pero no su reflejo, aunque el estómago pueda «condicionar» causalmente ese contenido.
Dicho esto, es evidente que, desde el punto de vista de la crítica de la economía política, bajo condiciones capitalistas el arte se ha convertido en una forma de trabajo alienado a través de su reducción a la calidad de una mercancía, de forma que la competencia por los beneficios influye sobre el tipo de producción cultural que se lleva a cabo y, sobre todo en nuestros días, en la sucesión infinita de modas, corrientes, géneros y estilos que aparecen en nuestra esfera pública al mismo ritmo frenético al que se reemplazan por otros más rentables. El arte no es un espacio ajeno a las lógicas dominantes de la economía aunque imponga requisitos particulares que no son los de la industria: existen tendencias a la concentración de capitales, competencia, explotación laboral y precariedad, ejércitos de reserva, desarrollo de las fuerzas productivas. En los Grundrisse, por ejemplo, encontramos un intento de Marx por desarrollar una relación dialéctica entre el consumo y la producción cultural: «¿No es cierto que el pianista, al producir música y satisfacer nuestro sentido tonal, también produce ese sentido en algunos aspectos? El pianista estimula la producción haciéndonos individuos más activos y vivaces o generando una necesidad nueva (…). La producción no provee solo un material para la necesidad, sino que provee también una necesidad para el material». Así, el propio Marx anticipaba el énfasis que la noción de «industria cultural», popularizada por marxistas posteriores, traería consigo a propósito de la generación de necesidades «falsas» o artificiales por una economía de consumo en constante expansión y revolución interna. Inevitablemente, esto nos conduce a la consideración, delineada por Guy Debord y confirmada en la tesis del posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío, de que las sociedades del capitalismo avanzado se han convertido en «sociedades del espectáculo» que se han estetizado, es decir, en las que las relaciones estéticas han abandonado el marco en que habitualmente se las ubicaba, la esfera del arte y de lo bello, para pasar a integrar la producción cotidiana de mercancías en general. Esto, lejos de probar el ocaso del capitalismo, demostraría que nos hallamos tal vez en su fase más pura, donde la mercantilización ha alcanzado incluso el territorio de la subjetividad y de los afectos, y confirma la capacidad de las imágenes para generar ya no solo goce o repulsión en el marco de una contemplación estética concienzuda y dirigida, sino fundamentalmente valor (en el sentido marxista del término) en el marco de una especie de «economía de la atención» flotante donde nuestras reacciones engrasan la rueda de la explotación capitalista del trabajo humano y de la naturaleza, y donde la administración de la sensibilidad se ha convertido en una prioridad política de la dominación de clase. Lo que todo esto quiere decir, en suma, es que nuestras experiencias han cobrado un carácter estético —y lo llamativo, lo estimulante, lo sensorialmente sugerente, etc., se vuelven valores no exclusivos de las obras de arte— mediante el que la institución del arte como tal se desdibuja, pero a costa de reificar nuestra relación con el mundo y de empobrecer o alienar nuestras capacidades como sujetos de conocimiento, esto es, a costa de generar una recepción dispersa o distraída (como la que alimenta el scroll infinito de las redes, etc.) y una insensibilización general por habituación o por abrumamiento. De nuevo, Benjamin lo había anticipado en El arte en la era de su reproductibilidad técnica al afirmar lapidariamente: «La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden». Pero toda cultura que se dedique a presentar la miseria y el sufrimiento como objetos de disfrute —esto es, como objetos que nos producen algún tipo de saturación sensorial—, incluso si declara hacerlo con un fin de denuncia, contribuye en cierta manera a reproducir el mundo tal cual es.
Una distinción parece entonces quedar clara (si bien no puede olvidarse que en todos los casos nos hallamos ante realidades históricas, cambiantes): una cosa es la condición estética de una obra o de una imagen en el sentido cognoscitivo más básico del término y otra cosa es la estetización como proceso de índole social que afecta solo a algunos productos y solo en determinadas circunstancias (aunque en nuestro mundo lo haga a la mayoría de ellos y casi todo el tiempo). Sobre el valor cognoscitivo del arte, el marxismo ha tendido a considerar que el arte ofrecía mecanismos indispensables para el adecuado conocimiento de la totalidad. Esta es la posición de Lukács, para quien ciertos autores y ciertas técnicas ostentan la capacidad de penetrar en las brumas ideológicas que oscurecen las relaciones sociales para presentar una imagen más clara del papel de los individuos, los grupos y las clases en la dinámica histórica completa (como los escritores realistas), mientras que otros procedimientos formales del modernismo estético, ligados a la abstracción o al subjetivismo, distorsionan la posición del individuo en la historia, presentándolo como un sujeto anómico, aislado y derrotado, lo que tiene un coste político inaceptable para el comunismo. Si esto nos parece hoy una teoría normativa es porque, ante todo, se acompañaba de un comprensible pronunciamiento ético: la cultura proletaria, para que sea verdaderamente significativa y potente, debe construirse a partir del optimismo y del humanismo de la cultura burguesa ascendente para superarla, no sobre la desconfianza en todo significado racional y progresista de la historia propia del periodo de consolidación de los fascismos europeos, lo que representa una evidente regresión para los intereses de las clases populares. En un enfrentamiento antológico a este respecto, por lo demás ya superado, Adorno sostuvo por contra que un realismo cimentado en el reflejo solo podría ser posible en un mundo reconciliado en el cual «la sociedad sea ya justa», por lo que en realidad son la despersonalización de Kafka o la esquizofrenia narrativa de Faulkner lo que mejor capta el modo en el que el sistema de producción capitalista consigue que los seres humanos sean separados los unos de los otros y de sí mismos, siendo por lo tanto más «objetivo», si se quiere, el monólogo interior que el ingenuo y pueril narrador omnisciente.
En el fondo, la cuestión a debate no giraba tanto en torno a qué procedimientos formales resultaban más o menos adecuados para retratar la cosificación, ni en torno a qué autores gustaban más o menos, sino en torno a qué elecciones tenía a su disposición el artista en tanto que tal para dar cuenta de la alienación corriente de la modernidad capitalista. En El autor como productor, Benjamin explicaba que lo importante no es tanto la actitud que mantiene una obra con respecto a las relaciones sociales de producción de la época —¿es reaccionaria porque está de acuerdo con ellas o es revolucionaria porque tiende a su superación?—, sino cuál es su posición dentro de ellas. Lo que se nos demanda es un análisis materialista del lugar que la obra ocupa dentro de la sociedad en la que es producida y consumida, no un ejercicio de opinión. Bertolt Brecht decía en alguna parte que la política es el arte de pensar en la cabeza de otras personas; en una traslación al tema que abordamos, interpreto libremente esa consigna como una apuesta por descentrar, al menos relativamente, la atención sobre los gustos privados para enfatizar el carácter sistémico, estructural y supraindividual de las obras de arte. Siguiendo a Benjamin, si el Ulises de Joyce, por ejemplo, se considera una obra revolucionaria no es porque en ella esté cifrado un mensaje pro-comunista, sino porque es una obra literaria cuya construcción «va» de algún modo con la revolución, está dentro de ella dado que «refuncionaliza» en sentido «democrático» la relación entre narrador y lector consagrada por la técnica narrativa de los grandes novelistas del siglo XIX. Esto último suscita forzosamente la pregunta de si existe el arte socialista y, en tal caso, en qué consiste. Me inclino a pensar que el arte socialista no puede provenir de un recetario, que no necesariamente se convierte en socialista en virtud de un «contenido» determinado —por ejemplo, la representación laudatoria de la clase obrera, que sin duda nos puede parecer conmovedora— o de la mera «solidaridad ideológica» con las clases dominadas, y que no se puede identificar simplemente con la realización de tareas propagandísticas o militantes, por muy necesarias que estas sean de cara a la organización y al éxito de la revolución.
Un arte socialista lo es a partir del ejercicio de una función social concreta: el avance de su propia técnica de producción en dirección a la socialización de la vida como apuesta estratégica fundamental del comunismo, por una parte, y la politización del arte, por otra, en contraposición a la estetización de la política que vemos consolidarse no solamente en fenómenos como los autoritarismos y los fascismos, que utilizan ciertos lenguajes artísticos como vía para la propagación irreflexiva de intereses reaccionarios, sino en la (aparentemente menos dañina) concepción contemporánea y creciente de la política como un «show» rimbombante, por decirlo así, que instaura la creencia de que la política institucional, pese a que de facto demuestra cada día la estrechez de su marco para resolver los problemas históricos de su tiempo, envuelve todo el espectro de temas que pueden ser politizados, y de que el parlamento burgués es la arena última y superior de un enfrentamiento entre individuos a los que se les atribuye un estatuto moral, y por lo tanto donde la atención a las estructuras de opresión existentes y a la determinación de estas por el modo de producción brilla por su ausencia. En relación a esa «apuesta estratégica» del comunismo en el terreno de las artes que mencionaba hace un momento, el principio a seguir sería el siguiente: «no abastecer al aparato de producción sin transformarlo al mismo tiempo, en la medida de lo posible, en el sentido del socialismo». No replicar los métodos y las técnicas predominantes pero nutriéndolas con referencias e imágenes «progresivas» o «revolucionarias», sino ir a un nivel más profundo: investigar nuevas formas de realización artística que acrecienten, en la propia forma, el protagonismo social de las clases desposeídas. La politización del arte —esta noción también es de Benjamin— viene a reiterar esta idea, enfatizando la necesidad de que el público pueda someter a juicio crítico la percepción que pone en juego en la contemplación de las obras, ya sean estas de la «alta cultura» o de la «baja cultura», y cómo coadyuva o no esa percepción a su propia dominación; o, lo que es más importante en nuestro tiempo, que se plantee qué sucede en el nivel de la experiencia perceptiva cuando la distinción entre alta o baja cultura ha perdido por completo su pertinencia a partir de la aparición de la industria cultural y de la reproducción masiva de productos culturales. La politización de la estética consiste, entonces, en el análisis de la relación entre la experiencia y el orden social de los Estados modernos. La estética se politiza en la medida en que se analiza el potencial político de la experiencia: qué tipo de sujetos producen las diferentes experiencias estéticas y cómo estas los anquilosan o los liberan.
De todos modos, hay un sentido humanista que me parece interesante considerar a la hora de hablar de arte socialista o, lo que me gusta más, de «comunización del arte»: en sus escritos sobre el tema, el poeta César Vallejo defendía la existencia de un patrimonio común de la humanidad que es intrínsecamente igualitario y, por eso, en un sentido, socialista. Las pirámides de Egipto, las piezas de Bach o los óleos del Renacimiento expresan sentimientos e ideas que son comunes a todo el género humano, en la medida en que la humanidad se diferencia de los animales por su refinamiento espiritual (y esto cabría someterlo a debate). La actitud socialista hacia el arte consiste en poner a disposición de todos el patrimonio artístico de la humanidad que las clases dirigentes han querido históricamente custodiar para sí, en un vergonzoso ejercicio de deleite privado. Pero una cosa es el arte ya producido y otra el arte por venir. Hay que tener en cuenta que la posición del intelectual no ha de ser exclusivamente la de un bienhechor o la de un mecenas ideológico, aunque para la conquista del poder sea una condición sine qua non la comparecencia de una intelectualidad orgánica en el sentido gramsciano, sino que el intelectual o el artista deben encontrar su lugar en la lucha de clases partiendo de su ubicación en el proceso de producción. En cierto sentido, creo que la apuesta de algunas de las vanguardias modernistas mantiene su actualidad por cuanto la obra de vanguardia no busca la confianza del receptor ni satisface sus expectativas por recibir un mensaje. Se puede pensar que esta apuesta por desbarajustar lo que los hermeneutas llaman el «horizonte de expectativas» del espectador desafía en algún sentido la mecánica del intercambio capitalista: en una economía de mercado capitalista, el consumidor espera recibir el valor de uso que ha adquirido (aunque este no sea más que una máscara del valor de cambio, como sabemos); el espectador espera que el arte que contempla le brinde un servicio: que lo deleite, que lo entretenga, que lo conmueva o, en última instancia, que le comunique algo comprensible. Al contrario, la obra de vanguardia experimenta con el displacer del que mira, lo obliga a posicionarse con respecto al estatus mismo de la obra como hecho artístico y como objeto producido. Esta exigencia del pensar —que en un ejercicio de mala fe, de renuncia del propio pensamiento, lleva a algunos a determinar, con visible mal humor, que ese cuadro «lo podría pintar mi hijo de cuatro años» (y otro tipo de afirmaciones del estilo)— interrumpe el curso de la transmisión ideológica. Al decepcionar o frustrar al consumidor, la obra permite tomar conciencia de la posición no natural del propio espectador en cuanto tal. En ningún caso propongo sin más la recuperación de los proyectos modernistas de vanguardia, lo cual representa una imposibilidad histórica y un absurdo: Sartre decía con acierto que quizás hubo tiempos más bellos, pero que este es el nuestro; a él nos debemos consagrar descartando cualquier tipo de nostalgia paralizante o de melancolía, sentimientos que tienden a distorsionar nuestra praxis. Lo que posee relevancia es el hecho de que el estudio de estas cuestiones nos puede inspirar para intervenir en el presente con el fin de hacer que el arte deje de ser un mecanismo más o menos sofisticado de alienación y de reproducción ideológica, acaso de modo análogo a como los jacobinos se inspiraron en la experiencia de la Antigua Roma para desplegar su moderno sentido republicano de la política, diferente con mucho del antiguo. No es una tarea fácil, y requiere el concurso de todas nuestras inteligencias: la de los artistas, en primer lugar, pero también la de los trabajadores de la cultura: galeristas, curadores, productores, montadores y técnicos ganados a nuestra causa; la de los intelectuales, la de los militantes, la de los espectadores. Requiere además la existencia de directrices claras, de unidad de acción y de un partido organizado. Aunque no tengo la respuesta definitiva y admito que me cuesta encontrar ejemplos concretos y tangibles de esos procedimientos mediante los cuales sea posible revolucionar los medios técnicos del arte en un sentido favorable a la involucración activa de las masas en las cuestiones relativas a su propia emancipación, se me ocurre que podríamos empezar por trabajar a partir de un principio que ha sido vital y determinante para la crítica marxista de la ideología: el de distanciamiento.
Un día, mientras limpiaba su habitación, Tolstoi se dio cuenta de que no podía recordar si ya había quitado el polvo al diván o no, puesto que las tareas de limpieza se componían de movimientos rutinarios, habituales e inconscientes, y solo si alguien estuviera mirando conscientemente, el hecho de haber limpiado el diván o no podría establecerse de forma segura. Este olvido momentáneo representa a juicio de algunos autores marxistas el verdadero propósito de la obra de arte, que no es otro que convocar a ese «alguien» que mira a conciencia: «El arte es, en este contexto, una forma de restaurar la experiencia consciente, de romper con los hábitos de conducta mecánicos y amortiguadores (la automatización, como la llamarán más tarde los formalistas checos), y de permitirnos renacer al mundo en su frescura y en su horror existenciales». Quien mejor encarnó este espíritu fue Brecht, cuyo teatro épico venía a llamar la atención, mediante la disonancia respecto de nuestras costumbres cotidianas en cuanto que espectadores, sobre la condición histórica de los sucesos. En lugar de empatizar con lo que sucede en la escena y con sus personajes arquetípicos, lo que contribuye a anular nuestro sentido crítico por medio de la identificación con lo que se nos presenta, el dramaturgo nos pedía ubicarnos a distancia, y utilizaba recursos formales y técnicos para que la ilusión del arte fuera reconocida como tal ilusión, y no como una imitación documental y fiable de lo existente: máscaras, iluminación y/o música estridentes, interpretación antinaturalista, parlamentos en tercera persona, explicación de las acciones, discursos al público (la llamada «ruptura» de la cuarta pared), cambios de escenografía, etc. El kitsch del periodo estalinista que conocemos como «realismo socialista» o cualquier otra expresión que se nos ocurra no serán arte socialista si lo que se proponen, a fin de cuentas, es hacer pasar el presente por una realidad natural o permanente (inclusive si esa realidad nos es muy cara), como si las cosas solo pudiesen ser como son. Incluso el socialismo, si tenemos claro lo que es, tiene fecha de caducidad. Así pues, una labor materialista en el ámbito de la cultura debe revelar la otredad inmanente de los sucesos con los que se confronta y su radical extrañeza; son la interrupción, la separación, el desfase, y no la emulación de lo que vemos, lo que renueva y agudiza nuestra percepción histórica. Uno de los aportes más originales del marxismo radica no en su voluntad de refrendar positivamente lo existente, sino, al revés, en su ímpetu negativo: «en su ambición de desmitificar lo que parecen meros pensamientos, posiciones, opciones éticas o metafísicas». El ejemplo por antonomasia de la actitud burguesa opuesta a esta lo representa el museo, denunciado ya por los constructivistas como un lugar de acumulación y deslocalización del patrimonio artístico que anula la capacidad que tiene el arte de desidentificar las realidades, evidenciándolo solo como «trabajo muerto» y no como «trabajo vivo», por usar los términos de Marx. Adorno decía que la afinidad entre los términos «museo» y «mausoleo» va más allá de su semejanza fonética porque es allí donde dejamos morir el arte del pasado: al desarraigarlo, lo neutralizamos. Cuando la institución del museo estetiza las Inmaculadas de Murillo, lo que hace es desconectarlas de su contexto social de surgimiento, obviando que antes de ser colgadas en los museos y celebradas por su belleza eran elementos de un ritual religioso, parte de una liturgia que se celebraba en una capilla o en una iglesia a la que servían propiciando la piedad religiosa y la fe. Si bien antes me pronuncié a favor de la conservación de la herencia artística histórica como un patrimonio común de la humanidad —y es indiscutible que para ese menester espacios como los museos cumplen una función importante—, la intervención socialista en el arte no puede hacerse a expensas de subordinar el cometido fundamental consistente en revelar la naturaleza histórica de los objetos y de su contemplación.
Ante la dificultad de la tarea que tenemos por delante, es preciso que nos dispongamos con todas nuestras fuerzas a imaginar una intervención distinta a la existente. En un sentido general, el único modo de impugnar el relato impuesto a toda costa de que no hay alternativa al realismo capitalista es ejercitar la imaginación política con valentía y con ambición. Si, en contra de lo que nos propone el pensamiento dominante, los materialistas reivindicamos el arte en su doble faceta de trabajo muerto y de trabajo vivo —y no solo como elemento decorativo o de entretenimiento—, es porque sabemos muy bien que, desde el arte más hermoso hasta el más feo, este se levanta sobre una cantidad intolerable de sufrimiento humano y de explotación: «todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie» (Benjamin), y en cuanto tal no debe ser idolatrado como si fuera portador de una esencia independiente de sus condiciones materiales de creación. Pensemos sobre esto: cuando los militantes ecologistas lanzan pintura contra los girasoles de Van Gogh que se encuentran en la National Gallery de Londres, ¿están ejecutando una potencial acción socialista? Podría responderse afirmativamente argumentando que rompen así con la sacralización ahistorizante a la que el museo somete al arte, máxime cuando la reproductibilidad masiva del arte propia de nuestra época relativiza la necesidad de «conservar» los objetos y los despoja de su aura de unicidad; evidencian la complicidad que lo «bello» mantiene con la opresión al actuar como un narcótico que complace los sentidos y posibilita una desresponsabilización colectiva frente al horror del colapso climático o del genocidio palestino (recordemos lo que decía Adorno: «no se puede escribir poesía después de Auschwitz»); y, finalmente, desenmascaran el proceso de reificación del que ha sido víctima una técnica que anteriormente califiqué de «utópica» al convertirse en parte del canon artístico y de la norma, lo que a su vez arroja luz sobre las astutas tácticas de cooptación, de apropiación y de fagocitación de las que se sirve la ideología de la clase dominante para neutralizar toda crítica legítima. Asimismo, podría responderse negativamente, en la medida en que esa acción concreta no consigue mostrar a las claras en qué sentido ese cuadro puede ser más representativo de la estética fósil (Vindel) que cualquier otro producto cultural explícitamente petrocapitalista, como Fast & Furious o Motomami. Y, al mismo tiempo, ¿qué sentido tiene la acción si, como parece, el cuadro está protegido y no sufre ningún daño? ¿Cómo evaluar el beneficio político de aquella si el adversario no se siente en riesgo? Este son el tipo de cuestiones que creo que debemos plantearnos como militantes socialistas si queremos dilucidar en qué consistiría actualmente una intervención de carácter revolucionario en el plano de las artes.
Sea como fuere, y pese a que por desgracia han quedado multitud de asuntos sin abordar, confío en haber dejado suficientemente claro cuáles son, a mi juicio, las potencialidades revolucionarias del arte, que no son inherentes a él, sino que emanan de una comprensión muy específica de la práctica artística. Si he insistido más en ellas que en los límites estructurales que le impone la sociedad capitalista es porque quiero hacerme cargo de un hecho que me parece incontrovertible: el ser humano no va a dejar de producir objetos artísticos y culturales ni de consumirlos, por lo que limitarnos a señalar sus insuficiencias o su naturaleza ideológica resulta, aunque cómodo y tranquilizador, políticamente estéril de cara a nuestros intereses. Creo que es más útil reflexionar acerca de cómo podemos interrumpir la transmisión ideológica inherente a las obras de arte en nuestras sociedades. Siempre y cuando seamos capaces de empujar la producción artística hacia un horizonte socialista —el reto consiste en definir con exactitud qué significa eso: lo expuesto aquí es tan solo el pistoletazo de salida de esa tarea— y de modificar el tipo de recepción que promueven los productos culturales, a saber, la experiencia del observador o del espectador distraído y esquizofrénico (no en el sentido clínico, sino en cuanto que diagnóstico cultural tal y como lo aplicaba Jameson), perdido entre varias pantallas y embriagado de estímulos, hay esperanza en que el arte sea algo más que un aparato ideológico del Estado, que es lo que es la mayor parte del tiempo, por más que goce de autonomía relativa. Es igualmente cierto que mientras no haya una democratización efectiva de los medios de producción y de consumo, mientras persista la división social —no técnica— del trabajo entre trabajo manual y trabajo intelectual, entre arte e industria, entre arte y ciencia, la cultura será una fuente de beneficio económico y «un mero adiestramiento para actuar como una máquina». El arte permite a su receptor individual satisfacer, aunque solo sea idealmente, las necesidades que han quedado al margen de su praxis cotidiana. Al disfrutar del arte, el sujeto burgués, mutilado y agobiado por las exigencias extenuantes del trabajo asalariado, se reconoce como personalidad y compensa en el terreno de sus sentidos aquello que no obtiene de su modo de vida. Esta última es la función específica del arte en la sociedad burguesa, a lo que los comunistas le oponemos una función social distinta: la de imaginar un mundo otro, que niega el orden existente y, en cierta medida, reclama su inutilidad como valor de cambio en un sistema en el que todo tiene una direccionalidad instrumental.
Referencias y bibliografía
La estética como ideología, Terry Eagleton
Teoría e historia de la producción ideológica, Juan Carlos Rodríguez
La ideología alemana, Karl Marx y Friedrich Engels
Crítica a la filosofía del Derecho de Hegel, Karl Marx
Acerca del carácter afirmativo de la cultura, Herbert Marcuse
El inconsciente político, Fredric Jameson
El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío, Fredric Jameson
Manuscritos de economía y filosofía, Karl Marx
Ideología y aparatos ideológicos del Estado, Louis Althusser
Sobre la reproducción, Louis Althusser
Pour une théorie de la production littéraire, Pierre Macherey
El libro de los Pasajes, Walter Benjamin
Grundrisse, Karl Marx
La sociedad del espectáculo, Guy Debord
El arte en la era de su reproductibilidad técnica, Walter Benjamin
El autor como productor, Walter Benjamin
Teoría estética, Theodor W. Adorno
Escritos sobre el realismo, György Lukács
El asalto a la razón, György Lukács
Notas sobre teatro, Bertolt Brecht
El arte y la revolución, César Vallejo
Obra de arte total Stalin, Boris Groys
Mundo soñado y catástrofe, Susan Buck-Morss
Estética fósil, Jaime Vindel
- Este escrito corresponde a la charla impartida en la primera edición de la Universidad Popular, el día 5 de noviembre de 2024 en Madrid.