Todo va muy deprisa. No hace tanto, se nos vendía a Yolanda Díaz, la sucesora nombrada a dedo de Pablo Iglesias, como la gran lideresa de la izquierda española. Su estilo, sonrisa, elegancia, palabras ponderadas y serenas, labor dialogante de ministra de su amado Sánchez, y peluquería, mucha peluquería la pusieron en lo más alto del podio, y los platós de televisión la reclamaban como ejemplo de moderación y, al parecer, de firmeza. Fueron tantas las expectativas que la propia Díaz se atrevió a montar su propio partido con el apoyo del PSOE y su aparato mediático, y la perplejidad de sus mentores de Podemos. Era el as para recuperar a la segunda opción de la socialdemocracia.
Pero, apenas unos meses después de todo eso, qué panorama nos encontramos. Yolanda dimitida de Sumar y agarrada al ministerio por el apoyo sanchista, ese espacio que representó y hoy está dividido con una Izquierda Unida dilucidando cómo y cuándo da el portazo final, y (lo peor para los que hacen política solo y exclusivamente en clave electoral, esto es, búsqueda desesperada de diputados y concejales para cambiar la política desde dentro), una bajada en todas las encuestas que, de seguir así, dejará el sumarismo (con este u otro nombre) en la nada irreversible.
Sumar, nacido como escudero del PSOE, cambia la célebre frase del más célebre de todos «Ni ladran, Sancho, señal que ni cabalgamos».