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SERGE HALIMI y PIERRE RIMBERT. Un periodismo de guerra fría

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SERGE HALIMI y PIERRE RIMBERT. Un periodismo de guerra fría

Eduardo Arroyo, J'avoue, 2009, © Adagp, Paris, 2018 - ClichÈ : Gal. Louis CarrÈ / Adam Rzepka / Adagp images

Actúan en la sombra, influyen en las opiniones, se infiltran en los servicios secretos, inspiran a los responsables políticos europeos, manipulan las redes sociales, propagan mentiras, aúpan a desconocidos a los puestos más altos de la Judicatura, siembran cizaña, envenenan a inocentes, sabotean instalaciones… Y están en todas partes: en la dirección de los medios de comunicación, en los pasillos del palacio de Buckingham, en el despacho oval de la Casa Blanca. A saber si estarán también en estas páginas… ¿Quiénes son? ¿Los masones? Qué va, peor aún: ¡los espías rusos! Desde la invasión de Ucrania en febrero de 2022, centenares de artículos, documentales, programas de radio y televisión y decenas de libros alertan sobre el poder de los agentes de inteligencia del Kremlin, tan infalibles que fueron incapaces de prever la derrota del Ejército soviético en Afganistán, la disolución de la URSS o la resistencia ucraniana frente a la invasión rusa.

El invierno empezó fuerte. El pasado 19 de diciembre, un dosier de 24 páginas en L’Express proclamaba: “Los espías rusos en el corazón del Elíseo. Del general De Gaulle a Macron: nuestras revelaciones”. Once días después, Le Monde publicó una serie de cinco páginas dobles que llevaba por título “Guerra Fría: en tiempos de los ‘topos’ de la KGB” (1). Tanto uno como otro ponían en la picota una lista de sospechosos de colaboración activa o pasiva con Moscú: las eminencias socialistas Charles Hernu y Claude Estier; el exdirector de Le Monde, André Fontaine; Claude Julien, exdirector de Le Monde diplomatique; ministros centristas como Pierre Sudreau o radicales como Pierre Cot; un dirigente de la Agence France-Presse (AFP); un expresentador de telediarios; un diputado gaullista; el asesor diplomático de De Gaulle en los años 1960, etc. Ante nuestros ojos se abre el paisaje de una Francia gangrenada desde hace décadas por los esbirros del Kremlin.

En la mayor parte de los casos, las “investigaciones” insinúan sin dar pruebas. Del periodista Éric Rouleau se sospecha que fue elegido por el Partido Comunista Francés para redactar un reportaje complaciente en Afganistán: el proyecto “parece que no prosperó. No ha podido encontrarse ningún artículo, complaciente o no, en los archivos de Le Monde ni en los de Le Monde diplomatique”. ¿Era Claude Julian el ‘señor André’, el topo de la KGB? Su fecha de nacimiento no coincide con la que figura en los archivos soviéticos. No por ello L’Express renuncia a mezclar su nombre en una acusación de traición. Pierre Sudreau, héroe de la Resistencia torturado por la Gestapo, gaullista, centrista y, más adelante, partidario de Giscard d’Estaing, aparece como “propagandista” a sueldo de la KGB y, más tarde, como “un individuo dudoso” y “un tonto útil” por la sencilla razón de que “criticó la política exterior de Estados Unidos, sobre todo su influencia en Europa” y “propugnó perseverar en la distensión de las relaciones internacionales”: un pecado capital en 2025, pero que en la década de 1970 era una postura banal. Tan pronto como fueron publicadas, estas “primicias” fueron glotonamente engullidas por la emisión La revue de presse (France Inter) y reproducidas en un artículo en portada del semanario satírico Le Canard enchaîné. Se ve que el asunto es grave. Y en cierto modo lo es, pero no como se da a entender.

Las “revelaciones” casi simultáneas de Le Monde y L’Express —bastante semejantes— se apoyan en las mismas fuentes: en especial, los papeles de Vasili Mitrojin, un exarchivero de la KGB que, en 1992, llamó a la puerta de los servicios de inteligencia británicos con maletas llenas de documentos soviéticos copiados a mano y después mecanografiados. Los servicios secretos de Su Majestad deslizaron algunos elementos a sus homólogos antes de publicar, a partir de 1999, extensos extractos bajo la dirección de un historiador “de confianza”. Así pues, se trata de documentos que ya han suscitado centenares de artículos y varios libros.

En ambas “investigaciones” figura también un venerable testigo de reputación: el periodista Thierry Wolton. Este militante anticomunista convirtió al líder de la Resistencia Jean Moulin en agente soviético en su libro Le Grand recrutement, publicado en 1993. El historiador Pierre Vidal-Naquet calificó por entonces su obra de “investigación fraudulenta”, y a su autor de “falsificador” antes de que Daniel Cordier, ayudante de Jean Moulin durante la Resistencia, refutara a su vez las tesis presentadas punto por punto. Hoy, Le Monde presenta a Wolton como un “precursor en materia de investigaciones sobre las injerencias soviéticas”. ¿Precursor? El historiador Jean-Pierre Rioux —a quien Le Monde confió la crítica del libro— describió el texto como una “visión policial del curso de los acontecimientos. […] en resumidas cuentas, lo contrario al trabajo de un historiador” (10 de febrero de 1993). Dos años después, una comisión de cuatro historiadores de la época contemporánea peritó otra acusación de Wolton, esta vez dirigida contra el antiguo ministro del Frente Popular, Pierre Cot. La comisión consideró que desembocaba en “aproximaciones históricas” y un “análisis falso” (2). Wolton recuperó el prestigio gracias a su obra Une histoire mondiale du communisme, publicada por Grasset entre 2015 y 2017 en tres gruesos volúmenes saludados por la prensa y sutilmente titulados “Los verdugos”, “Las víctimas” y “Los cómplices”. Cuando se da un cambio ideológico, el exceso de matices mata el matiz.

El componente de revelación de ambas publicaciones se basa en sesgos clásicos. Para empezar, los periodistas conceden a los archivos secretos una importancia proporcional a la dificultad de su acceso, postulando que contienen una verdad superior a la de otras fuentes. Ahora bien, los historiadores saben que los servicios secretos —a los que se paga para que sean desconfiados— casi siempre exageran el alcance de sus acciones con el fin de justificar su existencia y sus presupuestos. Y luego viene la asimetría: Le Monde y L’Express presentan el enfrentamiento entre ambos protagonistas —el este y el oeste durante la Guerra Fría— detallando las fechorías de uno y callando las del otro. Pero ¿cómo dedicar decenas de páginas a la influencia soviética en Francia sin hablar de las operaciones de subversión ideológica realizadas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA)? Financiación de sindicatos anticomunistas, revistas y personal universitario; reclutamiento de periodistas e intelectuales reunidos en el Congreso por la Libertad de la Cultura (creado en 1950); difusión en la década de 1970 entre el mundo cultural y político de la doctrina del “hilo rojo”, que supuestamente unía todos los movimientos de lucha armada —desde la Fracción del Ejército Rojo en Alemania a las Brigadas Rojas en Italia— a una internacional dirigida por Moscú para desestabilizar Occidente… Se trata de una historia que ni Le Monde ni L’Express ignoran, pero que eligen callar.

Tercer sesgo: juzgar el pasado a la luz del presente haciendo abstracción tanto del contexto de la época como de las discontinuidades de la política internacional. Sospechar que un periodista o un diplomático espiaba para la KGB porque una vez había charlado con un agregado de embajada soviético es apostar por la incultura histórica de los lectores. El caso es que, aunque en la actualidad los medios de comunicación franceses reducen la Unión Soviética a Stalin y el gulag, entre 1945 y mediados de los años 1970 la URSS gozaba de una imagen bien distinta: aureolada por su victoria sobre el nazismo, ofrecía por entonces un punto de apoyo diplomático, financiero y, a veces, militar a la emancipación de los pueblos del tercer mundo. Los activistas contra el apartheid tan celebrados por todos hoy en día —incluidos los del Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela— a menudo recibieron armas y entrenamiento en Alemania Oriental y en Cuba. Mandela pasó 27 años en la cárcel, mientras que Estados Unidos, Francia e Israel apoyaban y armaban al régimen racista de Pretoria. El “mundo libre” ha fomentado golpes de Estado y alumbrado dictaduras en América Latina; y también apoyó la “guerra sucia” de Francia en Indochina y la lucha en África de otro miembro de la OTAN, Portugal, para que conservara su imperio colonial.

Pero la política exterior del general De Gaulle a veces se distanció de la de Estados Unidos, como al oponerse a la Comunidad Europea de Defensa (CED) deseada por Washington, al reconocer la República Popular China en 1964 o al retirar a Francia del mando integrado de la OTAN dos años después. El KGB pudo ver en ello un logro de sus operaciones de influencia, mientras que la extrema derecha anticomunista denunciaba el gaullismo como un mandado del bolchevismo. A menudo sucede que dos paranoias opuestas acaban por cruzarse y unirse. Cosa que nuestros inculpadores no ignoran: L’Express señala que un individuo identificado en los archivos como “contacto confidencial” “no necesariamente era consciente de que la KGB trataba de manipularlo”. Le Monde añade que “a veces la KGB designaba con un nombre en clave a personalidades con las que nunca había entrado en contacto”. Cien líneas acusan y dos disculpan: la sospecha permanece.

Consciente, sin duda, de la fragilidad del dosier —¿qué gran secreto sobre la política francesa revelaron los sospechosos que un espía no hubiera descubierto al abrir su periódico vespertino?—, el propio Le Monde se pregunta sobre el efecto real de las maniobras de la KGB a las que acaba de dedicar diez páginas: “A juzgar por el contenido de los centenares de documentos consultados por Le Monde, el balance parece bastante pobre”.

¿Tanto para tan poco? En realidad, no: estas dos “investigaciones” reflejan el sectarismo de una intelectualidad ofuscada por el debilitamiento del Viejo Continente y humillada por su cacique estadounidense. Ya no solo apunta a la izquierda, sino también a antiguos aliados del centro y la derecha hostiles al gran rearme occidental. Por medio de unas investigaciones cuyo punto de mira está puesto, sobre todo, en los gaullistas, los cristianos de izquierda y los partidarios convencidos del neutralismo, Le Monde y L’Express —que en los años 1950 y 1960 se mostraron a favor de la descolonización— han roto los puentes con los medios de sus fundadores. Y arrojan sospechas sobre los responsables políticos e intelectuales opuestos a un alineamiento de Francia con el imperio estadounidense.

La posición “neutralista”, hoy vilipendiada, fue durante mucho tiempo la de Le Monde. La existencia del diario llegó incluso a verse amenazada a comienzos de los años 1950 cuando uno de sus dirigentes, René Courtin, conminó a su fundador, Hubert Beuve-Méry, a sumarse sin ambages a la posición estadounidense aduciendo que “en el plano diplomático, la actitud de Le Monde empuja a Estados Unidos a abandonar a Europa y a Francia a la miseria, la desesperación y el bolchevismo”. Por aquel entonces, los halcones atlantistas aseguraban que “todas las columnas de Le Monde se reducen a una: la quinta” (3).

Ahora que Donald Trump abandona la lucha por los “valores occidentales” en favor de la defensa exclusiva de los intereses estadounidenses, las solitarias élites francesas parecen lamentar los buenos tiempos de la Guerra Fría.

 

Le Monde Diplomatique, febrero 2025

 

(1) Artículos de Jacques Follorou aparecidos en Le Monde, 31 de diciembre de 2024, 1-2 de enero, 3 de enero, 4 de enero y 5-6 de enero de 2025.

(2) “Pierre Cot n’était pas un agent soviétique”, Le Monde, 25 de enero de 1995.

(3) Citado por Patrick Eveno, Histoire du journal ‘Le Monde’, 1944-2004, Alain, Michel, París, 2004.

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