Seis meses después de cumplirse cincuenta años de su fundación, Reagrupamiento Nacional se ha convertido en la primera fuerza política de Francia. Sus prioridades ideológicas –el endurecimiento del derecho penal, la lucha contra los inmigrantes y los “subvencionados”– sirven ya de inspiración a las políticas del presidente Emmanuel Macron. Pero la extrema derecha lleva aún más tiempo alimentándose de las renuncias y las concesiones de los partidos de Gobierno.
Reagrupamiento Nacional en el centro del tablero de juego, el orden político roto: ¿cómo hemos llegado hasta aquí? Decidida por Emmanuel Macron tras las elecciones europeas del 9 de junio –en las que el partido de Jordan Bardella recabó el doble de votos que el del presidente–, la disolución de la Asamblea Nacional no solo ratifica el estrepitoso fracaso de un extremo centro convencido de que dirigir un país es como administrar un banco, ni siquiera el del personaje impulsivo y arrogante que se creyó un escudo frente a la extrema derecha antes de abrirle las puertas del poder: “Si ganamos –afirmó en Saint-Denis el 20 de marzo de 2017–, se vendrán abajo al día siguiente. No me cabe la menor duda”.
El capricho de Macron cierra un largo ciclo de hipocresías consistente –para los sucesivos Gobiernos desde el despegue de la extrema derecha– en denunciar los efectos de unas causas que ellos mismos han favorecido. Los primeros éxitos del Frente Nacional, registrados en los comicios locales de 1983, coincidieron, en efecto, con la sumisión de los socialistas en el poder a las imposiciones europeas cuando renunciaron a la política de “ruptura con el capitalismo” prevista en su programa. Aunque nada vincula ambos sucesos, la obediencia tanto de partidos de derecha como de izquierda a las reglas de una globalización que a veces han presentado como “feliz” brindó un terreno fértil a un partido que en las legislativas de 1981 solo se había hecho con 100.000 votos. A medida que las clases dirigentes dejaban en manos de instancias supranacionales porciones cada vez mayores de su soberanía económica, monetaria y jurídica, el debate público –hasta entonces dominado por la oposición entre liberalismo y socialismo– se veía reformulado en términos de fracturas culturales, de seguridad, sociales, identitarias y hasta civilizatorias.
El grupúsculo, fundado en 1972 por partidarios del régimen de Vichy y de la Argelia francesa, fue cobrando fuerza en el caos social producto de la desindustrialización y el paro masivo. Transformó la ira suscitada por una oligarquía liberal o socialista convertida en gestora de la globalización en un resentimiento que apunta hacia arriba –contra sus sucesivos dirigentes, así como contra sus aliados intelectuales y mediáticos– y también hacia abajo, en un odio angustiado contra algunos de los más vulnerables: los trabajadores árabes “que nos roban los empleos” durante la primera oleada de desempleo masivo, y luego los musulmanes “que amenazan nuestros valores” tras el 11 de septiembre de 2001 –más aún después de los atentados terroristas en Francia (2012-2016)–. Entre las condiciones –no suficientes– del éxito de la extrema derecha se cuentan el paro, la precariedad laboral, la desorganización social y las incertidumbres sobre el futuro que engendran. Pero también deriva de una cínica instrumentalización política: como la clase dirigente imagina que el Frente Nacional (FN) y luego Reagrupamiento Nacional (RN) son inelegibles, espera salir reelegida haciendo campaña contra la formación paria, no sin antes haber contemporizado con sus prioridades en materia de inmigración y seguridad (1). El tema de la “lucha contra los extremos”, omnipresente desde el 9 de junio, ha reavivado el viejo estribillo del partido del justo medio, destinado a reservar para el único “bloque central, progresista, democrático y republicano” –como lo describió Macron– el derecho a dirigir el país para siempre jamás.
Lo cierto es que la disolución de la Asamblea Nacional también señala el final de un espectáculo político de sombras chinescas. Una dramaturgia que sigue una lógica cuyas premisas han sido aceptadas por sus actores desde principios de la década de 1990: dado que, en primer lugar, el ascenso de los nacionalismos –en nuestro caso, el del Frente Nacional– es en gran medida el subproducto político de la globalización y de los trastornos y miedos que genera, y que, en segundo lugar, los dirigentes políticos juzgan dicha globalización, pese a todo, inevitable y hasta deseable, la vida democrática debe desarrollarse al ritmo de una prioridad repetida escrutinio tras escrutinio: impedir que la extrema derecha llegue al poder, “levantar un dique” contra ella. Con el paso de los años, el FN, y luego RN, ha constituido una fuente de réditos para los partidos tradicionales, que ya se benefician de un sistema electoral cortado a su medida: hasta 2022, RN solo contaba con un puñado de parlamentarios, y aún en la actualidad no controla el Ejecutivo de ninguna de las 13 regiones francesas. En suma: las formaciones del llamado “arco republicano” [partidos caracterizados por su oposición a las formaciones “populistas” de izquierda o derecha] se han turnado para presentarse contra el FN o RN con la casi certeza de acabar triunfando y con la facultad de desinteresarse por las razones del éxito de la formación de extrema derecha.
Poner de relieve la franja de militantes y cargos del FN abiertamente racistas sirvió de pretexto para eliminar del juego electoral a esa parte creciente de las clases populares –y, más tarde, de las clases medias– que se valen de ese partido rechazado para expresar su rechazo de los partidos. Los votantes del FN o, más adelante, los de RN, preocupaban por momentos a las élites antes de ser arrojados, junto con los abstencionistas, a la irrelevancia política. La exigencia “republicana” de eludir la “democracia” –víctima de los miedos, amenazada por pasiones políticas parcas en matices y, más recientemente, por las noticias falsas y las injerencias extranjeras– permitió que se justificaran los veredictos de los expertos en contra del voto popular. Al margen de las papeletas recabadas por la extrema derecha, el desprecio del voto inmoderado funge de virtud política: para los antiguos alumnos de Sciences Po, la Escuela Nacional de Administración (ENA) o la École Polytechnique, las exigencias de Bruselas, Moody’s y McKinsey se imponen como prueba de modo más espontáneo que el 54,8% de noes en el referéndum sobre la Constitución europea del 29 de mayo de 2005, que los chalecos amarillos, que las protestas del personal sanitario, que las huelgas o que el 70% de franceses opuestos a la última reforma de las pensiones. Durante las últimas décadas, responsables políticos tanto de derecha como de izquierda han demostrado, sin embargo, que podían actuar rápida y resueltamente y apartarse de las normas europeas que habían presentado como intangibles cuando eran sus adversarios los que reclamaban su transgresión, pero solo con el fin de que todo siguiera como hasta entonces. Así, se negociaron nuevos tratados de libre comercio, se rescató a los bancos y se financió la economía durante la pandemia.
El caso francés no es una excepción, habida cuenta de que las grandes orientaciones económicas y sociales de los países occidentales se ajustan al mismo diapasón. La introducción de una competencia universal entre obreros, empleados, directivos y luego servicios públicos ha instaurado por todos lados las mismas oposiciones nacionales entre trabajadores estables y precarios, población activa y parados, concentraciones urbanas conectadas y territorios abandonados, clases cultivadas y población sin estudios (2); y –aunque adoptando formas diversas– el mismo auge de formaciones de extrema derecha que abogan por un capitalismo nacional dirigido por élites locales. No obstante, el desarrollo del FN presentó características específicas: seguir las sinuosidades que han llevado del cierre de una fábrica o una oficina de correos, o de una pérdida de poder adquisitivo, a los 31,4% de los votos emitidos el 9 de junio a favor de un partido xenófobo, supone revisar la conducta de unas élites de todo signo político que, durante cuarenta años, han vivido como si de un feliz advenimiento se tratara la presencia de un hombre del saco que, para seguir con la fiesta, solo había que apartar indefinidamente del juego.
El 24 de abril de 1988, Jean-Marie Le Pen, que acababa de hacerse con el 14,39% de los votos en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, celebró en la televisión el “gran impulso del renacimiento nacional” que iba a derrotar a los “partidarios del declive y la decadencia”. Le pisó los talones al ex primer ministro Raymond Barre, de quien solo le separaron dos puntos, y aplastó al candidato comunista André Lajoinie, que solo consiguió el 6,76% de las papeletas. Desde su fundación en 1972, el Frente Nacional defendió un clásico programa de extrema derecha en el que se mezclaba el rechazo de la Revolución francesa, el anticomunismo fanático, la expulsión de los inmigrantes y la reinstauración de la pena de muerte. Sin olvidar las cuestiones de orden moral: el FN, de orientación patriarcal, mostraba una furiosa oposición a la libertad de abortar y a los derechos de las minorías sexuales. En el aspecto económico, se oponía a la vez al marxismo, a la economía mixta defendida por Valéry Giscard d’Estaing mientras estuvo al frente del Ministerio de Finanzas (1959-1966 y 1969-1974), y luego a su liberalismo económico cuando se convirtió en presidente (1974-1981). El FN aspiraba a conciliar economía nacional (proteccionismo) y desmantelamiento del Estado del bienestar, bajada de impuestos, eliminación de la Seguridad Social y del sistema de reparto para la jubilación, y privatizaciones masivas. Un programa inspirado, a la vez, por el presidente estadounidense Ronald Reagan –en compañía del cual Le Pen se esforzó por fotografiarse– y por el dictador chileno Augusto Pinochet, del cual afirmó que había “salvado a su país”.
El primer éxito a nivel nacional del FN se remonta a las elecciones europeas de 1984 (11%): Le Pen consiguió sus mejores resultados entre los pequeños empresarios y los directivos procedentes de las facultades técnicas y comerciales, así como entre una burguesía reaccionaria a menudo católica y nostálgica de la Argelia francesa. Cuatro años después, al electorado del Frente Nacional se le sumaba una parte creciente (27%) de trabajadores cualificados, comerciantes y empresarios amenazados por la desindustrialización y, con ellos, una proporción significativa (19%) de obreros. Esta amalgama de sectores de la población con intereses divergentes persistirá durante cerca de dos décadas.
Es el contexto, más que su programa, lo que da impulso al partido. Desde la elección de François Mitterrand, la cuestión social de los trabajadores inmigrantes y sus hijos se reformuló en términos de un problema de orden público y de secesión étnico-religiosa. Los muy mediatizados disturbios del verano de 1981 en la ciudad dormitorio de Vénissieux, perteneciente al área metropolitana de Lyon, llevaron a los programas llamados “política de la ciudad” de desarrollo de los barrios, pero los conflictos en las fábricas automovilísticas de 1982-1984, en la que hubo despidos por miles, suscitaron una oleada xenófoba en la prensa conservadora. Una xenofobia que el primer ministro socialista Pierre Mauroy consolidó al hablar, en enero de 1983, de “trabajadores inmigrantes […] agitados por grupos religiosos y políticos”. Un desempleo masivo que afectaba sobre todo a los trabajadores cualificados de origen inmigrante, sumado a la desesperación del Gobierno de izquierda, la insistencia de la derecha en la cuestión del desorden y la delincuencia, así como la fuerte resonancia mediática de los temas relacionados con la inmigración y la inseguridad, alimentaron los primeros éxitos electorales del FN: 11,26% en el distrito XX de París en marzo de 1983 con el eslogan: “Inmigración, inseguridad, paro, fiscalidad: ¡estamos hartos!”. En el otoño siguiente, fue el turno de las elecciones municipales en Dreux, donde el FN se hizo con el 16,72% de los votos. “La única internacional de estilo fascista es roja, no marrón”, señaló, sin embargo, el intelectual moderado de referencia Raymond Aron, del cual se dice que nunca se ha equivocado. Que “cuatro colegas de [Jean-Marie] Le Pen” tengan escaños en el Ayuntamiento de Dreux le parecía “menos grave que aceptar a cuatro comunistas en el Consejo de Ministros”. La izquierda socialista, por su parte, reaccionó a esta progresión más en el terreno cultural que en el social: sus medios de comunicación celebraron la “cultura beur” (inmigrantes de origen magrebí) y el Partido Socialista apadrinó la organización SOS Racismo, muchos responsables de la cual acabarían integrándose en el partido. Uno de ellos, Harlem Désir, llegaría incluso a dirigir el PS al comienzo del quinquenio de François Hollande… antes de convertirse en viceministro de Asuntos Europeos.
El Frente Nacional se convirtió en el espantajo indispensable de los socialistas: les permitió volver a movilizar a una militancia aturdida por el gran giro liberal de 1983-1984 y vieron en él un medio para sembrar cizaña entre el enemigo. “Nos interesa impulsar al FN –explicó en junio de 1984 Pierre Bérégovoy, por entonces ministro de Asuntos Sociales–. Hace que la derecha se vuelva inelegible. Cuanto más fuerte sea, más imbatibles seremos nosotros. Es una oportunidad histórica para los socialistas”. Previendo su apabullante victoria en las legislativas de 1986, François Mitterrand presentó para su aprobación el sistema de representación proporcional, que provocó la entrada de 35 diputados del FN en la Asamblea Nacional. Con el fin de permitir el ascenso del FN y así estorbar los éxitos electorales de la derecha parlamentaria, los socialistas agitaban el capote rojo del derecho al voto de los inmigrantes en las elecciones locales, sin llegar nunca a legislar en ese sentido.
Es más, el FN debió sus primeros bombazos mediáticos al inquilino del Elíseo. En respuesta a una carta de Le Pen en la que se quejaba de su invisibilidad mediática, Mitterrand intervino personalmente en junio de 1982 para que el fundador del FN apareciera en directo en el telediario y, más adelante, en febrero de 1984, para que fuera invitado al programa televisivo L’Heure de vérité, considerado una instancia mediática de consagración política. Por aquel entonces, el presidente socialista solo veía en Jean-Marie Le Pen a “un notable” inofensivo. Poco podía suponer que, en 2022, su feudo electoral de Nièvre votaría por… su hija, Marine Le Pen.
Entre tanto, el partido adoptó los dos rasgos que definirían su marca de fábrica. En primer lugar, aprovecharse de las transformaciones en la esfera mediática para presentar la actualidad como una validación de sus tesis. De la radicalización de la derecha en materia de seguridad bajo la férula de la dupla Pasqua-Pandraud (1986-1988) a los disturbios de Vaulx-en-Velin de octubre de 1990 –descritos en directo por televisión como una “intifada de los suburbios”–, pasando por la primera polémica sobre el uso del velo islámico en un colegio de Creil y la fetua del ayatolá Jomeini contra el escritor Salman Rushdie un año antes, el trasfondo mediático y político alimentó el debate sobre una segunda generación de inmigrantes menos leales a Francia que a sus orígenes árabes y, pronto, al islam. En segundo lugar, el FN contrapesó su dogmatismo nacionalista con una desconcertante flexibilidad táctica. La puesta en marcha del mercado único (1986-1993), respaldado por la derecha y los socialistas, y su coincidencia con el fin de la Guerra Fría le inspiraron a Jean-Marie Le Pen un cambio de rumbo radical. Favorable hasta mediados de la década de 1980 a una moneda y una defensa europea comunes frente a la “amenaza” soviética, ahora denunciaba “una Europa globalista y tercermundista”, a los “federastas” de Bruselas y a los “banqueros apátridas” que se supone se hallaban en el origen del Tratado de Maastricht, al cual se opuso (3). Análogamente, plantó cara a la Política Agrícola Común, los acuerdos de libre comercio, el Tratado de la Constitución Europea de 2005 y, dos años después, el de Lisboa.
En 1992, la actualización del programa económico del FN insistió en la lucha contra el “liberalismo salvaje” y la “noción del nuevo orden mundial apoyado en grandes multinacionales cuyos intereses llevan a la búsqueda de un libre comercio mundial generalizado y desregulado”. En el referéndum sobre el Tratado de Maastricht, el “sí” que se impuso por la mínima (51%) reveló a una clase política y mediática casi unánime lo muy relativa que era la popularidad de una Europa de los mercados que ella creía generalizada. En ese momento, el FN enterró el ultraliberalismo de Reagan y se presentó como el defensor de “numerosos servicios públicos, como comisarías, maternidades o servicios hospitalarios” amenazados por Bruselas. La devoción proeuropea del mundo de los negocios, las clases cultivadas, los medios de comunicación y los partidos de Gobierno ofreció entonces al FN el cuasimonopolio de la crítica radical de una institución cada vez más impopular. A diferencia de la izquierda, no buscaba reformarla en el sentido de una “Europa social”: “La Unión Europea se ha convertido en un sistema totalitario, y el saldo que arroja es un verdadero desastre económico y social: recesión, deslocalización, desprecio de los pueblos, precios disparados desde la instauración del euro, desaparición de nuestra agricultura […] y de nuestros servicios públicos, inmigración masiva, destrucción de nuestra identidad nacional…”, explicaba el “Euromanifiesto” del Frente Nacional de 2009. Marine Le Pen prolongó la anterior orientación al reclamar, hasta 2018, la salida de Francia del euro.
Varios factores ralentizaban periódicamente el progreso de la extrema derecha. En primer lugar, las escisiones o crisis internas. La de 1998-1999 entre Jean-Marie Le Pen y Bruno Mégret privó al FN de numerosos efectivos y contribuyó a su pésimo resultado en las elecciones presidenciales de 2002. Cierto es que llegó a la segunda vuelta, pero solo para conseguir menos del 18% de los votos, apenas un poco más que en la primera… El “techo de cristal” parecía por entonces hallarse especialmente bajo, casi a un nivel redhibitorio. Cinco años después, gracias a una campaña basada en temas de inseguridad, inmigración e identidad nacional tras los disturbios de noviembre y diciembre de 2005, el ministro del Interior Nicolas Sarkozy logró seducir a una parte del electorado del FN, llevando a que Jean-Marie Le Pen se hiciera con solo el 10,4% de las papeletas en su quinta y última candidatura a ocupar la presidencia del Gobierno. A todos les pareció que el peligro había quedado definitivamente atrás. Tanto más por cuanto otro elemento parecía demostrar que, en lo sucesivo, los militantes de izquierda encarnaban mejor la protesta contra las reformas neoliberales y, por consiguiente, la alternancia, como atestiguaba el malestar del FN frente a la multiplicación de los movimientos sociales.
En abril de 2015, el diputado Éric Ciotti, cercano a Sarkozy, sostuvo que “el programa económico de Marine Le Pen es exactamente igual al de Mélenchon y Besancenot”, dirigente este último del Nuevo Partido Anticapitalista. Desde luego, “exactamente igual” no es. Pero los votantes de la derecha y la extrema derecha, cercanos en cuestiones como el islam o la inmigración, cada vez se apartan más en sus respectivas valoraciones sobre el regreso de la jubilación a los 60 años, la supresión del impuesto sobre el patrimonio, una reforma “en profundidad” del sistema capitalista o una “justicia social que toma a los ricos para dar a los pobres”. En cada uno de estos expedientes, los militantes del Frente Nacional que apoyan las reformas exigidas por los partidos a la izquierda de la izquierda y los sindicatos son cerca del doble, en comparación con los de la derecha tradicional (4). Una alianza de las derechas parece imposible; cosa que, por lo demás, Marine Le Pen no desea.
Ahora bien, cuando de lo que se trata es de movilizarse contra las políticas neoliberales puestas en práctica por Gobiernos conservadores –pero también socialistas–, el FN–RN brilla por su ausencia. Verdad es que los sindicatos le repelen, pero es que, además, su causa incomoda a la extrema derecha en la medida en que reúne a “franceses” e inmigrantes, relegando a un segundo plano las brechas identitarias que constituyen su capital comercial.
Ya se trate del gran movimiento social de noviembre y diciembre de 1995 –en parte victorioso–, de la reforma laboral de 2016, del movimiento de los chalecos amarillos en 2018 o de una nueva reforma de las pensiones al año siguiente, el FN–RN no se siente en su elemento. Le resulta imposible luchar contra unas protestas a las que se muestra favorable una parte importante de su electorado, contrariamente al de la derecha. Pero, además de su aversión histórica a los movimientos huelguistas impulsados por unos sindicatos a los que juzga “corporativistas” en la medida en que se inclinan hacia la izquierda, debe permanecer asociado al partido del orden en lo tocante a los posibles desbordamientos de los manifestantes frente a la policía. Para resolver esta contradicción, afirma que las políticas sociales neoliberales que él también combate son producto de los tratados europeos que algunos sindicatos y militantes de izquierda han apoyado, así como los sucesivos Gobiernos que han elegido para poner freno a la extrema derecha (2002, 2017, 2022). El hecho de que, desde 1992, Mitterrand y Chirac hubieran batido el campo en favor del Tratado de Maastricht, tal y como, trece años después, Sarkozy y Hollande darían su respaldo al tratado constitucional europeo, parecía confirmar esta valoración: entre 1981 y 2017 se sucedieron cuatro presidentes de la República y, pese a ser dos de derecha y dos de izquierda, todos mantuvieron la misma postura en cuanto a Europa, por más que esta decidiera sobre un creciente número de parámetros económicos y sociales. Al acuñar el neologismo “UMPS” –resultado de añadir las siglas del Partido Socialista (PS) al del principal partido de derechas (UMP)– el FN–RN venía a señalar la asociación de ambos en la misma mayoría en el Parlamento Europeo, subrayando así la singularidad del partido de extrema derecha sin hacer demasiada ofensa a la verdad.
Misma adhesión a los tratados europeos, misma mayoría en Bruselas y mismo combate contra la extrema derecha en el seno de un “frente republicano” con motivo de las grandes citas electorales: ¿Acaso es de extrañar que el FN–RN aparezca como la gran fuerza de alternancia, y el “voto de contención” como una coalición del statu quo al servicio del gremio de los que siempre acaban ganando? Por no hablar de que dicha estrategia, comprensible cuando de lo que se trata es de cerrarle el camino hacia el poder a una formación extraparlamentaria y fascistoide –como en el caso de la creación del Frente Popular en 1936–, parecía cada vez menos convincente conforme pasaba el tiempo. Por un lado, porque la extrema derecha se banalizaba, limaba sus declaraciones y hasta se declaraba filosemita; y, por otro, porque los partidos coaligados en su contra no dejaban de plagiar elementos clave de su programa. El 16 de noviembre de 2016, François Hollande declaró ante una reunión de las dos cámaras del Parlamento: “Debemos poder privar de su nacionalidad francesa a un individuo condenado por un atentado contra los intereses fundamentales de la nación o un acto de terrorismo, incluso aunque haya nacido francés. He dicho bien: aunque sea francés de nacimiento, dado que se beneficia de otra nacionalidad”. Marine Le Pen se congratuló enseguida de que un presidente socialista hiciera la anterior distinción entre ciudadanos franceses en función de su origen: “El FN tiene un programa realista y serio que hasta es fuente de inspiración para Hollande”. Con Macron, a la extrema derecha le va como miel sobre hojuelas: una policía desbocada, manifestaciones prohibidas, una ley de inmigración, otra contra el “separatismo”, y uso de términos como “asalvajamiento”, “descivilización” o “inmigracionismo”. Esta vez, fue el diputado de RN Jean-Philippe Tanguy a quien le tocó regocijarse: “El hecho de confirmar nuestras tesis hace que nuestro ascenso al poder sea posible, y probable, y deseable a los ojos de los franceses. El original siempre triunfa sobre la copia mala, e incluso la copia excesiva, si es que hablamos de [el ministro del Interior] Darmanin”, el cual había considerado a Marine Le Pen “demasiado blanda” frente al islamismo.
El 11 de septiembre de 2001, la cuestión del terrorismo y el islam radical se instaló de forma duradera en el centro del debate en Francia. En las décadas precedentes, este asunto había ocupado un lugar periférico, y la extrema derecha prefería combatir el supuesto vínculo entre inmigración y desempleo: “Tres millones de parados, tres millones de inmigrantes de más”. Los atentados de Al Qaeda inauguraron una era de inestabilidad internacional generadora de un considerable aumento de los movimientos migratorios, algo de lo que la extrema derecha sabría aprovecharse. En 1980, el número de desplazados en el mundo sumaba 6,4 millones de personas. En 1990, ya eran 17,3 millones. En 2001, eran 19,1 millones, y 41 millones en 2013. A finales de abril de 2024, su número alcanzaba los 120 millones de personas. Los incesantes debates sobre el velo y el burka invadieron progresivamente la actualidad mediática, sobre todo tras los mortales atentados contra una escuela judía, contra la redacción de la revista Charlie Hebdo y la sala Bataclan, los ataques de Niza, el asesinato de Samuel Paty, etc. Durante este periodo, el Frente Nacional ajustó su discurso a una corriente intelectual que, desde los Países Bajos hasta Italia, presenta al islam como un enemigo mortal de la civilización europea. Las cadenas de información continua contribuyeron a ello. Lo que permitió al FN–RN combatir la inmigración procedente del sur ya no arguyendo prejuicios racistas –desdiabolización obliga–, sino la defensa de las libertades y de la “convivencia” –igualdad entre hombres y mujeres, derechos de gais y lesbianas, libertad de expresión y de caricatura, etc.– supuestamente amenazadas por el “separatismo” musulmán en los “territorios perdidos de la República”. La convergencia entre esta ideología y la “laicidad” instituida a modo de nueva religión secular tras las masacres de Charlie Hebdo ha ofrecido al discurso de la extrema derecha una especie de barniz republicano.
La hegemonía ideológica, sin embargo, seguía sin traducirse en posiciones de poder. El terremoto que supuso la crisis de 2008 y sus réplicas sociales tendrían el mismo efecto político. Mientras que, en los años 1980, las repercusiones de la crisis del petróleo habían barrido las grandes fábricas de las áreas metropolitanas, en esta ocasión la debacle diezmó las instalaciones modestas de zonas rurales y de pequeñas ciudades, de los sectores de la madera, los equipos de transporte, el agroalimentario, el farmacéutico… Decenas de miles de trabajadores perdieron su empleo en territorios que no rebosan precisamente de oportunidades laborales a menos que uno se aleje de su domicilio, engrosando los gastos del coche. El Estado, dispuesto como estaba a rescatar los bancos, las aseguradoras y los promotores inmobiliarios, dejó que se desintegrara ese tejido manufacturero que hasta entonces se había resistido a las deslocalizaciones. La fosa entre los grandes centros urbanos –que no tardaron en recuperarse– y el resto del país se ensanchó.
A ello le siguió un sentimiento de abandono acentuado por la austeridad impuesta por Bruselas y defendida por París. En unos cuantos años, escuelas, estaciones de tren, juzgados, maternidades, servicios de urgencias y oficinas tributarias cerraron por centenares en las grandes ciudades, pero, sobre todo, en las ciudades pequeñas y en los pueblos: entre 2011 y 2016, la mitad de las oficinas de correos de Sarthe bajaron la persiana. El Estado desaparecía del paisaje. El Frente Nacional pudo entonces poner en práctica sin dificultades su estrategia de hacer que los pobres compitan entre sí: el dinero público no beneficia a quienes se lo merecen, sino a los extranjeros que se aprovechan de nuestras protecciones sociales, a los suburbios que se niegan a someterse a las leyes de la República… Como explica la historiadora Valérie Igounet, a finales de 2014, “Thierry Lepaon, por entonces secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), se encontraba en una sesión del Comité Confederal del sindicato. Leyó en voz alta un folleto cuyas grandes líneas eran, entre otras, la necesidad del proteccionismo y la defensa de los servicios públicos por parte de un Estado estratega que recuperase una soberanía “malvendida” a Bruselas. La lectura recabó el asentimiento generalizado de sus camaradas. Y entonces dijo: ‘Solo hay un problema. Este folleto ha sido redactado por gente del Frente Nacional. Así que, ¿qué hacemos ahora?’” (5).
Inspirado por las ideas del geógrafo Christophe Guilluy sobre la “Francia periférica” y por los estudios del analista social Jérôme Fourquet, este posicionamiento de defensor de los excluidos de la globalización, despreciados por las clases altas, resulta tanto más eficaz por basarse en una apreciación acertada. De hecho, las élites urbanas a menudo se limitan a considerar la Francia rural como un lugar donde pasar las vacaciones, ignorando lo que preocupa a la misma. Ahora bien, dada la creciente gravedad de las consideraciones medioambientales, esta se está transformando. Durante mucho tiempo elevado a la categoría de ideal –por oposición al urbanita alienado por la rueda metro-curro-piltra–, el modelo de pequeño propietario de una residencia unifamiliar se ve transformado en antimodelo a la luz de la urgencia climática. El futuro pertenece al ciudadano ecorresponsable, que se desplaza en bicicleta, come verdura bio, favorece el comercio de proximidad y… erige su onerosa virtud en imperativo moral. Esta nueva modernidad progresista que la austeridad limita a las grandes ciudades reduce a sectores enteros de las clases populares a la obsolescencia o al desprecio. Solo les faltaba votar mal… El Frente Nacional supo cómo dirigirse a este mundo rural para extender una implantación, que, durante dos décadas, se había concentrado en sus bastiones del sudeste y el nordeste del país.
La indiferencia de Macron frente al mundo rural, su desprecio por “gentes que no son nada”, sus grandes reformas contra las pensiones, el subsidio de desempleo, el Estatuto de los Trabajadores, sin olvidar el impuesto sobre el carburante, provocaron, primero, un levantamiento político y popular contra la pauperización de la Francia rural: el movimiento de los chalecos amarillos –que, inédito por su composición social y su modo de actuar, se topó con la hostilidad de los medios de comunicación, los recelos de la izquierda y la represión del Gobierno–. Y, más adelante, suscitaron la recuperación de la extrema derecha: “Estoy aquí para hablaros en nombre de una Francia que se siente humillada porque le han dicho: ‘no sois nada, sois nadie’ –se exaltó Marine Le Pen en declaraciones a la radio Europe 1, el 29 de noviembre de 2018–. Ya basta. La clase política de nuestro país lleva años ocupándose prioritariamente, cuando no exclusivamente, de todas las minorías posibles e imaginables. Nosotros somos la mayoría y merecemos consideración y respeto”.
¿“Nosotros”? El electorado popular del que habla Marine Le Pen ha elegido la abstención con tanta frecuencia como el voto. Aunque una parte de este dé sus papeletas a la extrema derecha, lo hace también para poner freno a una globalización que ha arrasado el mundo de los trabajadores, los asalariados, la clase media baja. Una apuesta a buen seguro perdedora, ya que, a medida que contamina a la derecha y el centro con sus obsesiones sobre la seguridad y la inmigración, el partido de Le Pen completa su normalización económica, especialmente a propósito de la cuestión europea. Por esa razón, su ascenso al poder aportaría a ese electorado suyo “de humildes, de sin estudios, de excluidos, de mineros, de obreros del sector metalúrgico, de trabajadoras y trabajadores cualificados, de agricultores abocados a una jubilación miserable” –tal y como lo describió Jean-Marie Le Pen el 21 de abril de 2002– las medidas xenófobas a las cuales algunos de ellos tal vez aspiren. Pero esas medidas no harán nada por invertir la dinámica que los ha hecho pedazos. Una izquierda que lo intentara carecería, pues, de rivales; solo tendría ante sí un camino sembrado de trampas a evitar y una página en blanco por escribir. ¿Es esa la apuesta ganadora? En la actualidad, es la única que queda.
Le Monde Diplomatique, julio 2024
(1) Véase “El Frente Nacional bloquea el orden social en Francia”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2016.
(2) Dossier especial “Por qué pierde la izquierda”, Le Monde diplomatique en español, enero de 2022.
(3) Citado por Emmanuelle Reungoat, “Le Front national et l’Union européenne”, en Sylvain Crépon, Alexandre Dézé y Nonna Mayer, Les faux-semblants du Front national, Presses de Science Po, París, 2015.
(4) Le Figaro, París, 8 de abril de 2015.
(5) Valérie Igounet, “La conversion sociale du FN, mythe ou réalité?”, Projet, n.° 354, París, octubre de 2016.
Benoît Bréville, Pierre Rimbert y Serge Halimi