Julio 31 de 2006, 8 y 22 p.m., es una fecha que nunca olvidaremos los cubanos. Fue un golpe rudo e inesperado: Fidel estaba gravemente enfermo. Por la tv se leía la proclama de nuestro Comandante en Jefe al pueblo:
«Delego, con carácter provisional, mis funciones como Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba en el Segundo Secretario, compañero Raúl Castro Ruz.
Delego, con carácter provisional, mis funciones como Comandante en Jefe de las heroicas Fuerzas Armadas Revolucionarias en el mencionado compañero, general de Ejército Raúl Castro Ruz.
Delego, con carácter provisional mis funciones como Presidente del Consejo de Estado y del gobierno de la República de Cuba en el Primer Vicepresidente, compañero Raúl Castro Ruz».
La ciudad quedó en silencio, Cuba enmudeció, la noticia golpeó a todos, era como si el tiempo se hubiera detenido, la ciudad transitó del estupor y el dolor, a la combatividad multiplicada de su pueblo, el sentimiento de pesar tomaba con las horas un carácter íntimo y profundo, el Comandante en Jefe de todos los cubanos revolucionarios padecía en una cama de hospital, y eso lo acercaba mucho más a su pueblo.
La posibilidad real de su muerte era un sentimiento que generaba sufrimiento, un cierto desamparo, pero también unía con esa fuerza que caracteriza a los cubanos en los momentos difíciles.
De inmediato, establecieron contacto conmigo, desde las oficinas de René Greenwald, en México, y desde Washington, para pedir información sobre lo que estaba pasando, opiniones del pueblo, reacciones ante la designación de Raúl Castro al frente del gobierno, actividad de la disidencia, posibilidades de una protesta popular en contra de Raúl.
Me ordenaron que informara sobre cualquier movimiento inusual de uniformados, concentraciones de efectivos militares o policíacos, y que mantuviera contacto diario con Washington acerca del desarrollo de los acontecimientos.
Estaban esperanzados, creían en la posibilidad de que la muerte de Fidel significara el fin de la Revolución, elucubraban sobre una posible lucha por el poder, soñaban con una rebelión militar o al menos una desobediencia manifiesta que les sirviera de pretexto.
Estaban listos, afirmaron, para acudir de inmediato «en ayuda» del pueblo cubano. Pero los días pasaban y no sucedía nada, la contrarrevolución apenas asomaba tímidamente la cabeza.
Drew Blakeney, oficial cia, con cargo de jefe de la Oficina de Prensa y Cultura de la sina, me envió con suma urgencia una citación a su despacho, debíamos vernos de inmediato. Era el 13 de agosto de 2006.
Nos reunimos en un ambiente que rezumaba alegría. Drew estaba eufórico. Quería saber mi opinión sobre el estado anímico de las personas, qué criterios se vertían en la calle, cuál era el estado general, si la gente apoyaría a Raúl Castro o no.
Estaba convencido de que podían generarse pugnas por el poder, me pidió que redactara una proclama a nombre del pueblo cubano, solicitando al gobierno de los ee. uu. la ocupación militar del país; también debía escribir una valoración sobre la situación en La Habana para entregarla de inmediato a su gobierno.
«¿Sabes una cosa?, la proclama la vas a leer tú mismo frente a las cámaras de las cadenas de noticias», dijo.
¿Por qué no le pides a la oposición que redacte la proclama?, le interrogué, como respuesta. A lo que respondió, sin esconder su molestia: «Como ves, no han hecho nada, las horas pasan y ellos actúan con una apatía increíble. Raúl, esa gente no son líderes. Ninguno reúne los requisitos para ese papel.
«Nosotros necesitamos una persona preparada, que sea incondicional, alguien no vinculado a la contrarrevolución, no contaminado con el mundo de la disidencia, alguien de fiar que a nombre del pueblo de Cuba solicite la intervención del Ejército norteamericano para garantizar el tránsito sin caos, porque, como sabes, esa es la única garantía de un cambio pacífico».
¿Y la gente de Miami?, pregunté. «Ni Miami ni La Habana, los únicos que podemos garantizar la paz, la estabilidad y la gobernabilidad necesaria somos nosotros, pero tiene que nacer de los cubanos, tiene que ser un cubano quien solicite la ayuda del gobierno de los Estados Unidos. La primera medida de nuestro gobierno está dirigida a que los guardacostas eviten la salida hacia la isla de exiliados, y la segunda, a ubicar y a controlar a los principales líderes del exilio», explicó.
Habló de los planes inmediatos y futuros, ocupación militar durante tres años; a los tres años, en dependencia de la situación del país, el gobierno de los ee. uu. decidiría si se creaba un gobierno provisional, designado por ellos, sin abandonar las tropas el territorio cubano.
Una Comisión del gobierno, creada en Washington, se encargaría de la reestructuración económica del país, de redactar la nueva Constitución, de crear los nuevos cuerpos armados, de juzgar a los antiguos miembros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Minint, a los dirigentes revolucionarios, a los miembros del pcc y, en general, a los militantes revolucionarios todos.
Drew estaba feliz y optimista esa mañana de agosto. Sentado frente a mí, en la oficina, analizaba: «Nadie que conozca algo de la situación en Cuba puede negar que estas circunstancias con Castro van a aumentar las tensiones en sectores del régimen ligados a los posibles herederos de Fidel».
Estuvimos conversando un rato sobre esa posibilidad, especuló sobre la eventualidad de que alguno de los generales quisiera actuar por su cuenta y hacerse del poder. Luego agregó, con ademán conspirativo, bajando la voz incluso: «Tenemos preparada una sorpresa. ¿Qué crees de un levantamiento popular?»
Lo miré con mal disimulada burla. ¿Un levantamiento popular? ¿Dónde? «En Centro Habana tenemos a una persona valiente dispuesta a inmolarse».
No me hagas reír, Drew, si en estos momentos alguien se lanza a esa aventura en Centro Habana lo linchan. No sé quién será el héroe dispuesto a sacrificarse, pero dudo que logre movilizar a alguien, nadie lo va a seguir, y no creo que exista un loco tal.
«Pues mira que sí», dijo convencido. «existe y está dispuesto a inmolarse si es necesario».
¿Estás seguro de que la gente lo va a seguir?, le pregunté.
«Mira, no necesitamos que se alce Centro Habana, con un grupo que salga a manifestarse ya es suficiente, van a tener a los principales medios de prensa cubriendo la noticia. Después sale tu llamamiento a nuestro gobierno, a nombre de los cubanos».
El levantamiento popular nunca se produjo, el «heroico contrarrevolucionario», Darsi Ferrer, nunca llegó al lugar del levantamiento, las constantes afirmaciones de los medios de la Florida de que existía una persona «dispuesta a inmolarse por la democracia», influyeron en su decisión; nadie le había explicado que debía morir, y él no era un kamikaze.
Ferrer escogió un lugar apartado, a una hora en que el sitio estaba prácticamente desierto, lanzó un manojo de papeles y se fue. Dos ancianos que venían de comprar el periódico pensaron que se trataba de un loco.
El plan de los sueños de Blakeney y sus jefes se fue a bolina, en verdad no había forma de que funcionara. Pero, fueron momentos realmente tensos, no había tenido tiempo de ponerme de acuerdo con mis compañeros, solo había avisado de la citación a la sina, pero nadie conocía los motivos.
Imaginé cientos de veces, ese día, el escenario en que Darsi Ferrer llevaría a cabo la provocación, la prensa le daría un gran sobredimensionamiento al hecho y, entonces, tenía yo que aparecer frente a las cámaras de tv, solicitando la ocupación militar de Cuba; ocupación que significaba la muerte de miles de compatriotas, el inicio de una sangrienta e interminable guerra y la destrucción del país.
No había tenido tiempo de consultar sobre esta situación, pero estaba claro de que nunca cumpliría tal solicitud.
Si se diera el caso, en ese momento y con toda la fuerza de mi vida, gritaría un ¡Patria o Muerte! que estremecería el edificio de la sina.
Publicado en Granma
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