Imbuirse de legitimidad. Ese es el gran reto que enfrenta el movimiento comunista a día de hoy. Dejar de ser vistos como extraños que defienden con excesiva palabrería experiencias históricas de aquí y de allá, para ser vistos como ejemplo de lucha, coraje y dignidad. Se le atribuye a Stalin la frase “¿cuántos tanques tiene el Papa?”. Sea cierta o no la atribución, dicha frase es fiel reflejo del problema principal: ¿Con qué fuerza real cuentan los comunistas para arreciar? En la coyuntura actual, el comunismo es visto por la mayoría social, bien como un fenómeno del pasado, bien como un discurso esgrimido por los “poltroneros” de turno para medrar desde los setenta para acá. Dicha concepción es resultado de la manipulación mediática (una constante con la que habrá que saber librar), de la apropiación del discurso por parte de oportunistas de manual, y en parte –y esta es la parte que nos toca resolver– por nuestra incapacidad de llegar al corazón de nuestra propia gente con suficiencia y credibilidad.
Hoy por hoy, numerosos grupos de comunistas se lanzan a revisar teóricamente la historia del comunismo, acudiendo a la reedición de textos clásicos o a la maquetación de obras célebres de nuestra literatura, tratando de buscar capciosamente errores aquí y allá. Sin embargo, la crisis que enfrenta nuestro movimiento – esa que nos hace parecer marcianos ante nuestra propia gente, no es una crisis fundamentalmente “teórica”, que pueda ser resuelta de forma apriorística, al margen de la vida real. Sino que es una crisis fundamentalmente política, práctica, una crisis cuya principal característica es la falta de legitimidad. Más que reestudiar la historia del movimiento revolucionario internacional para detectar por dónde se desvió cada cual, qué errores se cometieron y de quién fue la responsabilidad – una tarea importante pero ahora mismo no la tarea crucial – debiéramos aprender de los aciertos que tuvo todo ese ciclo en general, que fueron muchos más.
Una de las claves del éxito del movimiento revolucionario en el siglo XX fue ser capaz de vincular estrechamente sus cuadros al tejido social para ganarse –pacientemente– la confianza y respeto del pueblo, del barrio, de una ciudad, etc. A este respecto hay decenas de experiencias, cada una con sus particularidades. Merece la pena destacar una de ellas, que por desconocida no fue menos fructífera, la de un grupo de curitas de campo, de la España rural, que acabarían siendo ejemplo de entrega y altura moral.
“Llegamos [a Colombia] por el puerto de Cartagena. Tan alegre, con tanta pobreza… Era noviembre del 67, (…) Enseguida nos fuimos al barrio. Eran los barrios de la Ciénaga de la Virgen, un lugar que da al mar, pero no en el mismo puerto. Es una zona muy baja, una zona de invasión a la ciénaga, donde la gente le robaba terreno a la ciénaga, con tierrita que usaban para ir rellenando pantanos. No había calles. Todos los días salir a la calle era echarse al agua. Zancudos, enfermedades, siempre pisando agua. Allí conseguimos una casita y allí nos quedamos. El primer día que llegamos íbamos mirando y vimos a un viejito que estaba haciendo su casita: – ¿Quiere que le ayudemos? Y nos pusimos a ayudarle. Y ahí se reunió todo el mundo. Y ahí empezamos a hacernos amigos. Empezamos a buscar trabajo para ganarnos la vida. Pero casi nadie quería darnos empleo: – ¿Padres quieren trabajar? ¿Serán comunistas?
(…) Por fin conseguimos: yo de bulteador, Domingo en una ladrillera y José Antonio en la fábrica de gaseosas Postobón. (…) Como trabajaba por allí mismo… Empezábamos conversando en el barrio de todos los problemas, seguíamos hablando en el puerto… ¡Había tantos problemas de que hablar! Después de unos meses me botaron. Por estar siempre hablando con la gente, ahí de conspirador. (…) Al principio la gente del barrio era indignada con nosotros. No había caso igual en Cartagena. – ¿¡Qué van a decir de nosotros, que nos somos capaces de mantener a los padres?!
Fue más con los hechos que con las palabras que eso fue cambiando. Empezamos a reunirnos con la gente. No era necesaria ninguna investigación para ver que el principal problema era el del agua en las calles. Y les propusimos: – ¿Por qué no sacamos un día a la semana para ir en comunidad a conseguir tierra para ir rellenando esto? Y una vez se hizo la primera calle, todos se fueron organizando para hacer más. Ya después los jóvenes hicieron fiestecitas y se recolectaba para ir a traer la tierra y otros a extender la tierra en la calle. Por ahí fue que el barrio empezó a organizarse.
Cuando alguien construía su ranchito, enseguida nos poníamos a trabajar con él. – No, padre, no, eso no es cosa de ustedes. – ¿Y qué le parece mejor, que nosotros vivamos en una iglesia y ustedes nos den plata o que entre todos nos ayudemos para que todos vivamos mejor?»
Extraído de Manuel el cura Pérez: Camilo camina en Colombia, de María López Vigil, 1989, pp.98-99.