Si hay una característica que define al reformismo, es su lealtad al Estado capitalista. Sea en los momentos de auge político, cuando la ilusión viene acompañada de retórica incendiaria (léase Podemos), o en las etapas de reflujo y descalabro (léase Sumar), esta fidelidad sigue ahí, firme y decisiva como una espina dorsal. Su reverso no es otro que el colaboracionismo de clase.
Los reformistas pugnan por que el descontento y el sufrimiento queden canalizados dentro de marcos pacíficos e impotentes. Celebran la indignación solo cuando creen poder capitalizarla, pastoreándola por los caminos trazados por las instituciones burguesas. Aspiran a reducir la contestación política a un juego de sombras entre una izquierda y una derecha cuyas diferencias camuflan un acuerdo esencial en torno a los pilares de la sociedad de clases.
Por eso todos han corrido a tratar de dirigir la rabia ante la tragedia de Valencia hacia la inocua consigna de “Mazón dimisión”. Cuando el Estado capitalista en su conjunto demuestra su naturaleza criminal, cuando queda a la vista de todos que nuestras vidas están subordinadas al interés privado de los empresarios y los designios de sus sicarios políticos, los reformistas se desviven por presentar el síntoma como causa, desligando las culpabilidades individuales de las funciones objetivas de los gestores del Estado y personalizando cuestiones sistémicas en individuos o partidos aislados. Corren a señalar el dedo, no vaya a ser que los trabajadores se atrevan a apuntar a la Luna.
Y allí donde la indignación desborda mínimamente estos márgenes, cuando las masas dirigen su rabia contra todos los responsables de su miseria, los reformistas solo pueden ver una amenaza. Al presentar el señalamiento de la corona y el gobierno central como una conspiración ultraderechista –como han hecho los grandes medios socialdemócratas y los voceros de sus partidos–, toman la parte por el todo y regalan a la propia ultraderecha el monopolio de la indignación. Se presentan a sí mismos como una barrera contra la barbarie, pero lo cierto es que la barbarie no es más que la normalidad del orden corrupto y demencial que defienden; el mismo que produce a la extrema derecha y todos sus monstruos.
Bajo el juego de sombras al que quieren reducir la política, y también frente a la ofensiva reaccionaria, las cosas comienzan a moverse lentamente. Tanto en Valencia como en las movilizaciones por la vivienda, el señalamiento al gobierno es el índice de un instinto de clase que no solo no es equiparable a la histeria ultraderechista, sino que indica el único camino para organizar su derrota. Esto pasa por convertir el instinto de clase en conciencia socialista, señalando la raíz de los problemas y desbrozando las toneladas de desinformación, el politiqueo criminal y la avalancha de mentiras a través de las cuales los defensores del orden, con independencia de su color político, ocultan que la miseria y la podredumbre no son casuales, sino sistémicas.
Es simple: hay que apuntar a la clase capitalista y su Estado. Dedicarse a lamer la bota de policías, jueces, militares y politicastros capitalistas por el hecho obvio de que «hace falta una autoridad central» viene a ser como beber arsénico porque «hace falta hidratarse». La criminal incompetencia de estos días es intrínseca a un aparato estatal diseñado para hacer que la rueda del beneficio privado siga girando. Debemos ser claros con nuestros objetivos finales: solo si este aparato es destruido y todo el poder queda en manos de la clase trabajadora podrá detenerse la marcha triunfal de la barbarie. Frente a su juego de espejismos y sus falsas ilusiones, frente al envalentonamiento reaccionario y la hipocresía reformista, avanzar hacia este objetivo pasa, aquí y ahora, por la construcción de una alternativa política revolucionaria.
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