«Si somos incapaces de preservar la especie humana, ¿qué objeto tiene salvaguardar las especies vegetales?»
Wangari Muta Maathai
La «Flor de las Indias», como las llamara Marco Polo (las 1.200 islas e islotes de coral desperdigadas por el Océano Índico conocidas como Islas Maldivas), con sus 250.000 habitantes (hoy día paraíso turístico), están condenadas a desaparecer bajo las aguas oceánicas en un lapso no mayor de 30 años si continúa el calentamiento global y el consecuente derretimiento de casquetes polares y glaciares. Lo tragicómico es que sus habitantes no han vertido prácticamente un gramo de agentes contaminantes.
La globalización es un proceso no sólo económico. Extremando el concepto, donde más podemos verla (sufrirla) es en la perspectiva ecológica que trae el nuevo modelo de producción industrial surgido hace doscientos años. La globalización, en términos estrictos, es ante todo la mundialización de los problemas medioambientales, de los que nadie, en ningún punto del globo, puede sustraerse.
La solución a esa degradación de nuestra casa común, que desde hace algunos años se viene dando con velocidad vertiginosa, es más que un problema técnico: es político, y no hay ser humano sobre la faz del planeta que no tenga que ver con él. Así como nadie escapa a la publicidad comercial, así, mucho más aún, nadie escapa al efecto invernadero negativo, a la lluvia ácida, a la desertificación y a la falta de agua potable; en ningún área del quehacer humano puede verse más claramente la globalización que en el campo de la ecología. Y en ningún campo de acción en torno a grandes problemas humanos se encuentran respuestas más globalizadas que en lo tocante a nuestro compartido desastre medioambiental. Un habitante de las Maldivas, consumiendo 100 veces menos que un estadounidense o un europeo, está tanto o más afectado que ellos por los modelos de desarrollo depredadores que envuelven a toda la humanidad. O nos salvamos todos, o no se salva nadie.
Podríamos considerar el desastre ecológico como consecuencia de factores exclusivamente técnicos, solucionables también en términos puramente tecnológicos (reemplazar los vehículos de combustión interna alimentados por derivados del petróleo por vehículos eléctricos, por ejemplo). Pero la tecnología es un hecho altamente político. Si nuestra forma de concebir la productividad del trabajo se da en el marco del actual modelo de desarrollo (sin dudas contrario al equilibrio ecológico), ello es, ante todo, un hecho político, un hecho que nos habla de cómo establecemos las relaciones sociales y con el medio circundante.
La industria moderna ha transformado profundamente la historia humana. En el corto período en que la producción capitalista se enseñoreó en el mundo -dos siglos, desde la británica máquina de vapor de James Watt en adelante- la humanidad avanzó técnicamente lo que no había hecho en su ya dilatada existencia de dos millones y medio de años. Puede saludarse ese salto adelante como un gran paso en la resolución de ancestrales problemas: desde que la tecnología se basa en la ciencia que abre el Renacimiento europeo, con su visión matematizable del mundo, se han comenzado a resolver cuellos de botella. La vida cambió sustancialmente con estas transformaciones, se hizo más cómoda, menos sujeta al azar de la naturaleza. No por ello saludamos alegres al capitalismo; en todo caso, podemos saludar a la ciencia.
De todos modos, esa modificación en la productividad no dio como resultado solamente un bienestar generalizado. Concebida como está, la producción es, ante todo, mercantil. Lo que la anima no es sólo la satisfacción de necesidades, sino el lucro. Más aún: la razón misma de la producción pasó a ser la ganancia; se produce para obtener beneficios económicos. A partir de esta clave esencial puede entenderse la historia que transcurrió en este corto tiempo desde la máquina de vapor de mediados del siglo XVIII a nuestros días; la historia del capitalismo (europeo primero, norteamericano luego, igualmente el japonés o el de cualquier país del mundo, sea muy desarrollado o precario) no es otra cosa que la obsesiva búsqueda del lucro, no importando el costo. Si para obtener ganancia hay que sacrificar pueblos enteros, diezmarlos, esclavizarlos, e igualmente hay que depredar en forma inmisericorde el medio natural, ello no cuenta. La sed de ganancias no mide consecuencias.
Es así que se «inventan» necesidades, cosas superfluas, que luego terminan normalizándose, y el circuito de la producción y el consumo no se detiene nunca. «Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda» manifestó el gerente de la agencia publicitaria estadounidense BBDO, de las mayores del mundo. Esa «cultura» impuesta ha hecho de la sed de novedades un poderosísimo motivador, por lo que a diario nos encontramos con nuevos productos en todos los ámbitos. La producción humana, hoy día enmarcada enteramente en la lógica capitalista, encuentra ahí un lugar perfecto para desarrollarse, y la creación de «cosas nuevas» destinadas al mercado no cesa, creando de continuo nuevas necesidades que se van tornando imprescindibles. Lo terrible en todo ello es que se depreda innecesariamente la naturaleza en búsqueda de recursos, de materias primas, y dado el consumo monumental, las montañas de basura no cesan y crecen gigantescas, contaminando todo.
Actualmente, dos siglos después de puesto en marcha ese modelo de producción, la humanidad en su conjunto paga las consecuencias. ¿Merecen los habitantes de las Maldivas desaparecer bajo las aguas porque en Los Ángeles, Estados Unidos, hay un promedio de un automóvil de combustión interna por persona que arroja dióxido de carbono, o porque los ciudadanos estadounidenses, económicamente más privilegiados que otros humanos, consumen 150 litros diarios de agua, 120 más de lo necesario? ¿Se merece cualquier habitante del planeta tener 13 veces más riesgo de contraer cáncer de piel a partir del adelgazamiento de la capa de ozono que cien años atrás por el hecho de tener cerveza fría en la refrigeradora? ¿Es éticamente aceptable que un perrito de un hogar del «civilizado» Primer Mundo consuma un promedio anual de carne roja superior al de un habitante del Sur o que tenga servicios psicológicos mientras en otros países faltan vacunas, o comida?
Aunque hay alimentos en cantidades inimaginables, viviendas cada vez más confortables y seguras, comunicaciones rapidísimas, expectativas de vida más prolongadas, más tiempo libre para la recreación, etc., etc., la matriz básica con que el capitalismo se plantea el proyecto en juego no es sustentable a largo plazo: importa más la mercancía y su comercialización que el sujeto para quien va destinada. Si realmente hubiera interés en lo humano, en el otro de carne y hueso que es mi igual, nadie debería pasar hambre, ni faltarle agua, ni sufrir con enfermedades que la técnica actual está en condiciones de vencer. En definitiva, se ha creado un monstruo; si lo que prima es vender, la industria relega la calidad de la vida como especie en función de seguir obteniendo ganancia. Para que 15% de la humanidad consuma sin miramientos, un 85% ve agotarse sus recursos. Y el planeta, la casa común que es la fuente de materia prima para que nuestro trabajo genere la riqueza social, se relega igualmente. Consecuencia: el mundo se va tornando invivible. Peligroso, sumamente peligroso incluso.
La cada vez más alarmante falta de agua dulce, la degradación de los suelos, los químicos tóxicos que inundan el planeta, la desertificación, el calentamiento global (para algunos científicos ya es ebullición global), el adelgazamiento de la capa de ozono, el efecto invernadero negativo, los desechos atómicos presentes en tierra, aire y agua, son todos problemas de magnitud global a los que ningún habitante de la humanidad en su conjunto puede escapar. Todo ello es, claramente, un problema político y no solo técnico. Por tanto es en la arena política -las relaciones de poder, las relaciones de fuerza social entre los diferentes grupos, o mejor dicho, entre clases sociales- donde puede encontrar soluciones.
En el Foro Mundial de Ministros de Medio Ambiente reunido en la ciudad de Malmoe, Suecia, en mayo del 2000 en el marco del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se reconocieron en la llamada Declaración de Malmoe que las causas de la degradación del medio ambiente global están inmersas en problemas sociales y económicos tales como la pobreza generalizada, los patrones de producción y consumo no sustentables, la desigualdad en la distribución de las riquezas y la carga de la deuda externa de los países pobres. Lo tristemente terrible en este caso es que, aunque académicamente se pueda saber todo esto, y expresar en términos de corrección política, en la realidad político-social concreta estas declaraciones no tienen ningún impacto, pues el mundo se sigue manejando en torno a la forma en que se distribuyen los poderes. Está claro que quienes más poder detentan (para el caso: el gobierno de Estados Unidos), terminan haciendo caso omiso de esas muy correctas declaraciones. La asimetría en el poder marca la dinámica global, y esa diferencia puede hacer uso de la fuerza bruta (militar) para mantener el estado de cosas.
No es pensable un uso de fuerza militar por parte de las Islas Maldivas contra la gran potencia norteamericana; pero sí lo contrario. Hasta incluso parecería «normal». ¿Hasta cuándo vamos a permitir eso?
En otros términos, vemos que la destrucción del medio ambiente responde a causas eminentemente humanas, a la forma en que las sociedades se organizan y establecen las relaciones de poder; en definitiva: a motivos políticos. El modelo industrial surgido con el capitalismo y con la ciencia occidental moderna, además de producir un salto tecnológico sin precedentes (quizá más que la aparición de la agricultura, que la conquista del fuego o que la invención de la rueda) generó también problemas de magnitud descomunal. El poder de destrucción -y de autodestrucción- alcanzado por la especie humana creció también en forma exponencial, por lo que las posibilidades de autodesaparecernos son cada vez más grandes. Valga agregar que la totalidad del poder atómico con fines militares generado en la actualidad -alrededor de 12.000 ojivas nucleares, cada una de ellas equivalente a 30 bombas de las arrojadas sobre Hiroshima- posibilitaría generar una explosión tan grande cuya onda expansiva llegaría hasta la órbita de Plutón; proeza técnica, sin dudas, pero que no termina con el hambre ni con tantas penurias solucionables.
En otros términos: el desprecio moderno por el medio ambiente que nos lega el capitalismo surgido en Europa, ahora absolutamente globalizado, se ha instalado con una soberbia aterradora. Los esquemas que utilizaron las primeras experiencias socialistas no le dieron un mejor trato a nuestra común, el planeta Tierra, que lo que le dio el capitalismo. Es de esperarse que China, siempre con su planteo de «socialismo a la china», pueda generar otra cultura medioambiental. Todo indica que va en ese camino.
Esa voracidad empresarial que ve el medio ambiente natural solo como cantera a explotar reafirma que Occidente y la idea de desarrollo que ahí se gestó, están en franca desventaja con otras culturas (orientales, americanas prehispánicas, africanas) en relación a la cosmovisión de la naturaleza, y por tanto al vínculo establecido entre ser humano y casa común, que sería nuestro planeta. El desastre ecológico en que vivimos no es sino parte del desastre social que nos agobia. Si el desarrollo no es sustentable en el tiempo y centrado en el sujeto concreto de carne y hueso que somos, no es desarrollo. Si se puede destruir el lejano Plutón pero no se puede asegurar la vida de los habitantes de las Maldivas porque la idea de desarrollo no los contempla, entonces hay que cambiar ese modelo, por inservible. Es una pura cuestión de sobrevivencia como especie.
A no ser que haya sectores sociales -detentadores de omnímodos poderes, por cierto- que ya estén apostando por una vida fuera de este planeta, contaminado, lleno de «pobres», sin solución en definitiva. Pero los que no hacemos voto por ello, los mortales de a pie, los que creemos que es más importante un habitante de las Maldivas que cambiar el automóvil cada año, los que no queremos morir de un evitable cáncer de piel, o sumergidos por el derretimiento de los hielos polares, tenemos mucho por seguir luchando aún. El problema de nuestra casa común nos toca a todos. Todos, entonces, podemos -tenemos- que hacer algo.
Está más que claro que el capitalismo, más allá de los oropeles con que nos quiere seducir -centros comerciales rebosantes de mercancías que muy pocos pueden comprar; en definitiva: nuevos y variados espejitos de colores-, no ofrece salidas reales a los acuciantes problemas humanos. «Las bombas podrán terminar con los hambrientos, con los enfermos y con los ignorantes, pero no con el hambre, con las enfermedades y con la ignorancia«, expresó Fidel Castro. Si el sistema sigue destruyendo nuestro planeta, ¿dónde iremos?
Marcelo Colussi
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