I
“Nunca en la historia se cometieron tantos hechos violentos, sanguinarios, monstruosos, como ahora con el capitalismo. Nunca se había llegado a una barbarie como la actual”, puede escucharse con un profundo aire de consternación. En consonancia con eso, el Premio Miguel de Cervantes, el colombiano Álvaro Mutis, expresó atribulado: “Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre… La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera”. Ahora bien: ¿no hubo otros Auschwitz a través de la historia? En realidad, siguiendo a Hegel, es sabido que “la historia de la humanidad es un altar sacrificial” -siempre anegado de sangre, agreguemos-. No caben dudas que el sistema capitalista, y el desarrollo científico-técnico que el mismo permitió, están ahora en condiciones de destruir completamente el planeta. La violencia sangrienta del látigo de antaño se trocó ahora por “látigos electrónicos”, más eficaces a la hora de infligir dolor, y más certeros (controlan más a las masas los medios masivos de comunicación que los tanques de guerra). Es imposible decir que ahora los humanos somos más despiadados que antes: ahora hay leyes que, medianamente, protegen la vida, regulan la eutanasia, la diversidad sexual, los atropellos varios. Hasta la guerra está regulada por normas (Convención de Ginebra), y por numerosos tratados bi y multilaterales. Lo que sucede es que el grado de capacidad humana es infinitamente mayor que en tiempos pasados. Ninguna civilización del pasado, violenta, invasora, abusiva (los chinos, los persas, los mayas, los zulúes, los romanos, etc.) pudo llegar a tener el poder de terminar con toda la humanidad; el capitalismo actual, liderado por unos pocos capitales del Norte, sí.
No debemos dejar de considerar que la violencia no es un cuerpo extraño que nos invade, algo explicable desde lo psicopatológico: está en la constitución misma del fenómeno humano. Se la encuentra atravesando toda la cotidianeidad. Va indisolublemente de la mano de los conceptos de conflicto y poder. El parapeto que puede minimizar su presencia es la ley; es decir: un código consensuado que establece normas de convivencia. La ley, que no siempre y necesariamente es justa (“La ley es lo que conviene al más fuerte”, decían los griegos de la antigüedad), ordena el mundo. Las leyes, en tanto instituciones que norman la vida, cambian a través del tiempo; no hay leyes inmutables, eternas. Lo que sí, es imprescindible que existan para inaugurar la dimensión humana. Su ausencia es el primado absoluto de la violencia; en la guerra se permite -y se premia- matar, pero en épocas de paz, está prohibido. En la actualidad, si bien se avanzó mucho en materia de legislaciones que regulan el comportamiento humano, la violencia sigue estando siempre presente, a través de distintas manifestaciones y con efectos en todos los casos nocivos. El mundo es infinitamente más complejo que “buenos” (no-violentos) y “malos” (violentos), grosero maniqueísmo al que nos habituó Hollywood. Hay que entender la violencia en el marco de la conflictividad que marca todo el fenómeno humano, con el poder como un eje dominante.
La realidad humana, en términos histórico-sociales, no puede abordarse desde el concepto biológico de homeostasis (equilibrio). Nuestra condición en este campo está marcada por el conflicto, por la lucha, por la desavenencia. Ello es producto de la manera en que esa cría ingresa en el orden simbólico que la constituye como un ser humano, a partir de una tensión originaria que siempre podrá hacer ver al otro -además de compañero- como posible rival. En otros términos, no podemos considerar a la violencia como un elemento “maligno” en sí mismo, casi como una “esencia”, sino en una dialéctica y compleja relación con los otros elementos de la tríada: el conflicto y el poder, distintivos de lo humano.
II
El individualismo y la noción de poder ligado a la tenencia de bienes materiales lleva existiendo muchas generaciones, digamos desde hace algunos milenios, desde que existen las sociedades de clase, cuando empieza a haber acumulación. Del primer faraón hasta el más encumbrado empresario capitalista actual, el que más tiene cosas materiales, más vale. Lo contrario a eso, el esperado “hombre nuevo” (“hombre” como sinónimo de humanidad, ¿no se filtra allí un prejuicio machista-patriarcal, por tanto violento?), es una agenda pendiente, muy balbuceante aún, que dio unos primeros tímidos pasos, pero a la que se le pusieron muchos obstáculos para que siguiera avanzando. Entonces: ¿somos “malos” por naturaleza, o la sociedad nos hace “malos”? Así planteada, la cuestión no pasa de una precaria visión ingenua, el mito del “buen salvaje” de Rousseau. Hay una intrincada relación entre el sujeto y la sociedad. Algo así como la aporía del huevo y la gallina: ¿qué es primero?
El sistema capitalista está absolutamente basado en la violencia, al igual que todas las sociedades clasistas. Es tan violenta, sanguinaria y autoritaria la época esclavista como la actual “democracia de mercado” (cada una a su modo, obviamente), el señor feudal europeo como un mandarían chino, el sumo sacerdote de alguna gran civilización americana prehispánica como el Zar ruso, la sociedad capitalista de un “país bananero” o la de una potencia industrializada del Norte próspero. La violencia recorre la historia, desde los sacrificios humanos a la antropofagia, desde cualquier método de tortura que se haya utilizado a través del tiempo al derecho de pernada, de Heinrich Himmler (líder de las SS alemanas) a Lavrenti Beria (jefe de la policía soviética), pasando por Idi Amín (que comía el hígado de sus derrotados contrincantes políticos) o por el adelantado Pedro de Alvarado, invasor español de buena parte de la actual Centroamérica y de Cuba, quien ganó la nada honrosa reputación de ser uno de los conquistadores más despiadados y crueles.
Aunque hoy las llamadas “democracias de mercado” se llenan la boca hablando de paz, libertad y derechos humanos, la realidad es muy otra. Como acertadamente dice Sergio Tischler: “La verdad del genocidio [de Gaza] en particular y la violencia moderna en general, es que están en el corazón mismo del sistema, constituyen el verdadero “espíritu” del capitalismo. Max Weber trató de sublimar el tema de los orígenes del capitalismo en la teoría de una ética del trabajo y de la salvación individualista en su famoso ensayo “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”. Hizo abstracción de la violencia. El liberalismo como narrativa dominante reproduce esta construcción ideológica. Las palabras clave que nombran el sistema (progreso, civilización, modernidad, democracia, etcétera) omiten, evaden o subliman, esa dimensión ominosa de la dominación. Lejos de derivar la violencia de las relaciones sociales antagónicas que constituyen el sistema, la misma se presenta en el discurso dominante como parte del llamado proceso civilizatorio. (…) La violencia y el genocidio son parte de su lógica identitaria: rechaza y, llegado el caso, aniquila lo que no se subsume en ella. Ese es el verdadero espíritu del capitalismo.”
La élite planetaria (capitalista) que maneja a buena parte de la humanidad después de estos largos siglos de acumulación, desde el Renacimiento europeo en adelante -“El 0,000001% aparece en nuestras listas. El resto nos lee. Revista Forbes”, dice una repulsiva publicidad donde no se esconde esa injusta, terriblemente asimétrica arquitectura global- ha atesorado enorme poder, riqueza y dominio en esta historia de desarrollo de los capitales. Definitivamente está dispuesta a hacer cualquier cosa para no perder ese sitial. Incluso la guerra nuclear limitada -locura extravagante- es una de sus estrategias, tal como se filtró de la agenda que trataría el Grupo Bilderberg en el 2022, reunido en Washington en esa ocasión, poniendo la “gobernabilidad post guerra nuclear” como un escenario posible. La violencia, en muy buena medida, es producto y está potenciada por las sociedades de clase, donde el “tener” es fundamental: “Tanto tienes, tanto vales”, como dijo el andaluz Rafael de León.
Nadie que detente una cuota de poder la desea perder, y hará lo imposible por mantenerla. La posibilidad de la agresividad contra el otro está en la base misma de la humanización; el otro puede ser objeto de amor, modelo a seguir, compañero solidario, o también -es de lo más frecuente- enemigo, ser hostil al que se puede/debe atacar. “Basta decirle a alguien que no tiene razón, que no es quien cree, mostrarle un punto donde se limita la aseveración de sí [en otros términos: indicarle que no es la cosita más linda del mundo, porque no hay tal cosita máxima, salvo para su madre] para que surja la agresividad”, afirma al respecto Norberto Bleichmar, desde una visión psicoanalítica, totalmente superadora de esa romántica e ingenua -y por eso mismo peligrosamente racista- del “buen salvaje”: nacemos buenos y la sociedad nos pervierte.
III
La violencia atraviesa de cabo a rabo la experiencia humana. Se ha dicho que el primer producto humano, el del Homo habilis de hace dos millones y medio de años cuando en la zona de los Grandes Lagos de África bajó de los árboles, empezó a caminar erguido y perdió la cola, es nada más y nada menos que una piedra afilada, un arma. De ahí a los misiles balísticos intercontinentales con cargas nucleares actuales -con capacidad de destruir el planeta completo-, un paso. ¿Será posible terminar con esa fuerza agresiva que pareciera dominar las relaciones humanas? Freud habló de una pulsión de muerte, un constante impulso hacia a la destrucción del otro y la autodestrucción. Para pensarlo, ¿verdad?
La aparición del VIH en África fue denunciada por la ecologista keniana Wangari Muta Maathai, Premio Nobel de la Paz 2001, como un arma bacteriológica desarrollada por las potencias occidentales para despoblar el continente africano -y quedarse con sus recursos naturales-. Aunque suene difícil de creer, los manejos que hace el gran capital para seguir manteniendo su tasa de ganancia autorizan a concebir barbaridades de ese tenor. Del mismo modo se ha denunciado que en el Río Grande, o Río Bravo -que forma frontera entre México y Estados Unidos- la guardia fronteriza de este último país echó cocodrilos al agua, para atemorizar y evitar así el paso de migrantes. Parece que la caridad cristiana, aquello de poner la otra mejilla si nos pegaron en la primera, queda solo para el show religioso. Los sacerdotes católicos, preconizando el tal amor al prójimo, parece que aman demasiado a los niños, porque continuamente hay casos de paidofilia.
Es como con los misiles nucleares: los de Estados Unidos o los de las potencias capitalistas son “buenos”; los de Corea del Norte, o los que está desarrollando Irán, son “atentados a la libertad”. El capitalismo, además de explotador y chupasangre en lo económico-social, es sádico en su faceta ideológico-cultural, mentiroso, arrogante, psicópata. Otro ejemplo más de esta psicopática hipocresía: la reunificación de las dos Alemanias luego de la caída del Muro de Berlín fue un acto de “libertad”. La reunificación de las dos Chinas que pide Pekín -la República Popular, continental, y su “provincia rebelde”, la isla de Taiwán- es una muestra de “autoritarismo guerrerista”, una “invasión injustificable”.
El sujeto actual es -producto del modo de humanización que existe- bastante egoísta. Sobran los ejemplos que lo evidencian; todo lo anterior lo deja en claro. Podrían darse interminables, pero con uno más parece que ya queda claro lo que está en juego: en la pasada epidemia de COVID-19 algunas potencias capitalistas llegaron a almacenar hasta cinco veces más de la cantidad necesaria de vacunas contra el virus, mientras que en el Sur global mucha gente apenas recibió una dosis. Más allá del canto de sirena de la “ayuda” y la cacareada solidaridad de la cooperación internacional (“estrategia contrainsurgente no armada”), la descarnada realidad nos muestra que aún rige el homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre).
Un ladrón puede matar a una persona a sangre fría para robarle la billetera o un anillo; un matón a sueldo puede asesinar por encargo y luego cobrar tranquilo su paga. Un estratega militar puede decidir arrojar bombas atómicas sobre población civil desarmada y no combatiente, un esquirol o rompehuelgas puede infiltrarse entre los trabajadores para sabotear una medida de lucha; un torturador duerme tranquilo por la noche y juega dulcemente con sus adorados hijos luego de haber molido a palos a su víctima. El CEO de una gran compañía multinacional puede, con total tranquilidad, despedir a miles o cientos de miles de trabajadores para no bajar las ganancias empresariales. O también estar de acuerdo con exterminios masivos: “Los ganadores son los países donde la población disminuye. Pensábamos que el crecimiento negativo de la población era un problema. Pero si hay xenofobia y no se deja entrar a nadie, ahí se desarrollará la robótica, la inteligencia artificial y una gran tecnología. Eso aumentará la productividad, y por tanto, el nivel de vida. Sustituir a los humanos por máquinas será más fácil en los países donde su población disminuye”, como dijo el acaudalado Larry Fink, presidente de uno de los fondos de inversión más grandes del mundo. También un “macho de verdad” puede moler a palos a su pareja para mostrar “quien manda”. En otros términos: la violencia está siempre presente. Ahora bien, retomando la pregunta que nos hacíamos más arriba: ¿Será posible terminar con esa fuerza agresiva que pareciera dominar las relaciones humanas?
La respuesta es incierta, y nos habla, ante todo, de un razonamiento especulativo, de una hipótesis, imposible de comprobar aún (y jamás demostrable en laboratorio). Esa “fiera” a la que, con desconsuelo, se refería Mutis, es un producto histórico. El hecho de “tener”, de poseer cosas materiales (valgo más que el otro porque tengo más cosas: el emperador tiene más que el esclavo, el industrial tiene más que el obrero, el que posee un título universitario tiene más que un analfabeto), demuestra que la posesión conlleva una importancia capital en el proceso de humanización. La idea de propiedad privada (recuérdese aquello dicho por Trasímaco de Calcedonia en la Grecia clásica: “La ley es lo que conviene al más fuerte”) viene marcando la civilización desde hace varios milenios. Eso, sin dudas, ha calado muy hondo en la humanización, y si es cierto que puede cambiar, tal transformación implicará siglos. El trabajo es sumamente arduo.
Entonces, una vez más la pregunta que está en juego: esa “maldad” que encontramos en toda sociedad asentada en la noción de propiedad privada no está dicho que sea nuestro ineluctable destino como especie. En las sociedades neolíticas pre-industriales que aún hoy existen -y sin con esto querer abonar el mito del buen salvaje- esa presunta “esencia maligna” no se manifiesta. Al menos eso nos informa la antropología. Así como tampoco la encontramos en muchas de las experiencias comunitarias de base en las balbuceantes experiencias socialistas, donde se aspira a que nadie tenga más que nadie.
Insistamos con esto: es ingenuo, anticientífico incluso, quedarse con la idea de “bondad” y “maldad”. Lo que sí queda claro es que la defensa de “lo propio” (¡eso es la propiedad privada!) lleva a desatar esa “fiera”, propiciando la interminable cantidad de actos sanguinarios que pueblan la vida humana. También el machismo patriarcal se inscribe en esa lógica, donde la mujer es “propiedad” del varón -la señora “de” Fulano-. Si desaparece la propiedad privada ¿podrá al menos amortiguarse esa barbarie? La opción está abierta.