“Nuestra ignorancia ha sido planificada por una gran sabiduría.”
Raúl Scalabrini Ortiz
I
Los cambios en la dinámica histórica de la humanidad nunca se han dado pacíficamente. Lo ya establecido se resiste a cambiar. En la ciencia Física eso se llama “inercia”: “todo cuerpo persevera en su estado de reposo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas netas impresas sobre él”. En el ámbito humano ocurre algo similar: las cosas no cambian espontáneamente, hay que hacerlas cambiar. Es por eso que la violencia está siempre presente en la historia: no porque seamos seres malvados, perversos, satánicos sedientos de sangre, sino que esa es la dialéctica intrínseca del mundo. “La historia es un altar sacrificial”, pudo decir Hegel viendo que los cambios se logran solo a través de la lucha, por lo que habría que agregar: “altar siempre anegado de sangre”. La historia humana se escribe con sangre, con sacrificio, con luchas. “La violencia es la partera de la historia”, agrega Marx. ¿Puede quedar alguna duda?
Las fuerzas conservadoras se resisten a cambiar. Nadie cede su cuota de poder alegremente, sin dar batalla. Los grandes poderes globales actuales pueden preferir una guerra nuclear limitada antes que ceder. De hecho, de la reunión del grupo Bilderberg del año 2022, que tuvo lugar en Washington, se filtró la agenda –no así las conclusiones, máximo secreto, por cierto–. Entre los temas a tratar figuraba la “gobernabilidad post guerra atómica”, lo cual quiere decir que hay quienes, para mantener sus privilegios, piensan en un enfrentamiento termonuclear limitado. Locura total, sin dudas, pero que en la codicia de algunas personas está presente. Es decir: nada cambia en lo humano sin una feroz lucha a muerte.
“El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, dijo certeramente el conductor de la Revolución Rusa, Vladimir Lenin. Reafirmando eso, Ernesto Guevara años después agregó: “La revolución no es una manzana que cae cuando está podrida. La tienes que hacer caer”. Por tanto, el conflicto violento –que, lamentablemente se resuelve con muertos, heridos, dolor, destrucción, mucha sangre– se encuentra en el centro de la historia. No hay cambios político-sociales suaves: nadie, jamás, cede sin combate su lugar de privilegios.
Hoy el discurso dominante de la derecha global pretende hacer pasar cualquier intento de cambio sistémico como una irrupción animalesca de una violencia destructiva, irracional, brutal. En esa visión, es la izquierda (siempre sanguinaria) quien tiene el patrimonio de todo ello. No debe olvidarse, sin embargo, que la instauración del mundo moderno, del capitalismo europeo que cobra mayoría edad y luego se expande por todo el planeta, se hace a través de un tremendamente sanguinario hecho violento: la Revolución Francesa de 1789, donde fueron cortadas las cabezas de al menos mil aristócratas, las cuales se exhibían sangrantes como trofeo ante el pueblo vociferante. La Marsellesa, el himno nacional francés ícono de ese fabuloso cambio político, lo dice de modo inequívoco: “Marchemos, marchemos; ¡que una sangre impura abreve nuestros surcos”. ¿Cambio pacífico?
II
El sistema capitalista ha sabido blindarse perfectamente ante la posibilidad de cambios. En la primera mitad del siglo XX, varias fichas se le escaparon de control; ahí surgieron las primeras experiencias socialistas: Rusia, China, Cuba, Vietnam, Norcorea. Pero desde 1979, con la última revolución triunfante en Nicaragua, no volvió a ocurrir ninguna. Los progresismos que conocimos ya entrado el siglo XXI, más allá de buenas intenciones, no cambiaron nada de raíz, justamente porque no “cortaron cabezas”: ninguno de ellos pudo superar planteos capitalistas. Si desde la Revolución Sandinista no hubo más ningún proceso similar, ello no se debió a que los pueblos sojuzgados aceptaron mansamente su situación de opresión, ni porque las izquierdas “no saben qué hacer”, como a veces –quizá un tanto ampulosamente– se dice, sino al trabajo perfectamente realizado por las fuerzas represivas de la derecha. En este sentido, “represión” no es solo violencia sistemática contra la protesta social con cachiporras, camiones hidrantes o tanques de guerra. Es la lucha ideológico-cultural que, día a día, minuto a minuto, segundo a segundo, con certera precisión, el sistema desarrolla utilizando las más refinadas técnicas de control masivo. De esa cuenta, se ha llegado a la llamada “guerra de cuarta generación” (guerra psicológica sin armas de fuego, pero más penetrante aún que las balas) y a las neuroarmas, arsenales que están al servicio del mantenimiento del statu quo. Armas que, dadas sus características, ni siquiera las percibimos como tales; o que, más aún, hasta pueden resultarnos placenteras, atractivas, pues desconocemos su verdadera agenda oculta, y tienen una forma de presentación “amable”.
En esa lógica, el investigador chino Yuan Hong, en su texto “Nuevo informe revela cómo la CIA planea revoluciones de color en todo el mundo”, publicado en la Revista Global Times, nos hace saber que “La Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos lleva mucho tiempo tramando “evoluciones pacíficas” y “revoluciones de color”, así como actividades de espionaje en todo el mundo. Aunque los detalles sobre estas operaciones siempre han sido turbios, un nuevo informe publicado el jueves por el Centro Nacional de Respuesta a Emergencias contra Virus Informáticos de China y la empresa china de ciberseguridad “360” reveló los principales medios técnicos que la CIA ha utilizado para planear y promover disturbios en todo el mundo.” Aunque se hable de medios no-violentos, hay mucha, demasiada violencia en todo ello.
El sistema capitalista, y más aún su expresión máxima: Estados Unidos, tiene mucho que perder con un planteo socialista, con un proyecto que busque repartir equitativamente los frutos de la riqueza que produce nuestro trabajo, el trabajo de toda la clase trabajadora mundial (obreros industriales, campesinos, asalariados varios, amas de casa sin sueldo). Las élites están dispuestas a todo para mantener sus privilegios; en las afiebradas cabezas de algunos de sus ideólogos, como ya se dijo, hasta guerras nucleares limitadas aparecen como opción para detener la posibilidad de un cambio. De allí que, todas, absolutamente todas las armas son válidas en su tarea de mantener el sistema, de asegurar la continuidad de las cosas como están. Es por eso que, haciendo balances, al sistema –y a la clase dominante de Estados Unidos que es la que marca el ritmo– le resulta más útil implementar esa política conservadora no tanto con cachiporras, camiones hidrantes y tanques de guerra sino con esta modalidad de “acciones no violentas” que desde hace algún tiempo se han comenzado a desarrollar. Eso son las llamadas “revoluciones de colores”.
Hoy día el acento lo ponen en la “defensa de la democracia”. Pero ¿cuál democracia? Lo que levanta el mundo moderno capitalista, y en especial el discurso ideológico estadounidense, es una democracia consistente en el repetido rito de votar cada cierto tiempo, no más. Para hablar de “democracia” –uno de los términos más manoseados del vocabulario político– puede ser pertinente citar una imagen gráfica que nos legara el humorista argentino Quino (Joaquín Lavado) con su inefable personaje Mafalda. En dos cuadros, sintéticamente y con astuta ironía, dice todo lo que intentaremos decir con un texto, quizá farragoso y enrevesado como el presente. En el primero de ellos aparece Mafalda con un diccionario buscando allí la definición del término democracia: “Del griego demos, pueblo, y cratos, autoridad. Gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía”. En la segunda imagen, se muere de risa.
En la forma del Estado democrático parlamentario moderno, ese con el que machaconamente insiste la prédica actual (visión capitalista, eurocéntrica y norteamericana, absolutamente limitada, que desconoce otras formas de democracia, como la directa, la no representativa) se supone que los ciudadanos eligen a sus representantes por medio del voto, y cada cierto tiempo estos gobernantes son reemplazados por otros. La sociedad, entonces, se gobernaría a partir de la decisión de las grandes masas soberanas. Pero a decir verdad los verdaderos factores de poder nunca son elegidos por la población. ¿No es que los movimientos económicos los regula el mercado? Si es así, son muchas las preguntas que se abren y quedan sin respuesta: ¿quién y cómo decide los flujos de oferta y demanda, los porcentajes de desocupación que hay, la acumulación de riqueza y la multiplicación de la pobreza? Con esa rutina de ejercicio electoral periódico que serían las democracias, jamás los pueblos han elegido nada que efectivamente les concierna, ni su situación económica ni las guerras, ni las políticas que los gobiernan ni las pautas de lo que se debe consumir, ni las modas cambiantes ni la comunicación de la que son sujetos pasivos. Como dijo Eduardo Galeano: “si votar sirviera de algo, ya estaría prohibido”.
Desde hace algunos años, esos mecanismos de control social que impulsa el gobierno de Estados Unidos, sin haber abandonado la posibilidad del uso de la fuerza bruta, hoy entronizan la defensa irrestricta de “esa” democracia: es decir, la pantomima de hacerle creer a la población que elige algo, que decide su vida con un sufragio, sin permitirle ver que solo se escoge un nuevo gerente del país, pues el poder sigue estando en la clase económicamente dirigente. Para mantener esa ilusión, y cada vez más, aparecen grupos civiles que bregan por “la democracia”, como si eso fuera la solución mágica a los problemas de la humanidad. Esos grupos, quizá sin saberlo, son parte de esa guerra ideológica, de esos mecanismos sutiles (pero muy turbios, en definitiva) que sirven para que nada cambie. ¿Defender la democracia? Como señaló Luis Méndez Asensio al analizar estas falacias: “El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo”.
¿Qué representan, en realidad, estos movimientos “pro democracia”? No son, en sentido estricto, movimientos populares, espontáneos, transformadores. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas “revoluciones de colores” (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en Túnez, así como los “movimientos de estudiantes democráticos antichavistas” en la República Bolivariana de Venezuela, o las “damas de blanco” en Cuba) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.
Son igualmente notas distintivas de estos movimientos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por cierto, y que, por supuesto, no tienen los movimientos clasistas populares, las huelgas obreras, las protestas en defensa territorial contra el extractivismo, las marchas campesinas, las movilizaciones espontáneas contra el neoliberalismo), difusión siempre de nivel mundial, además de la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos: estudiantes universitarios. Y también es nota distintiva –quizá el elemento básico– el hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias estadounidenses, tales como la USAID, la NED, la CIA o la Fundación Soros, apoyo que en general es negado o escondido (por algo se negará, ¿verdad?).
En esta línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe, entre el 2010 y el 2012, que definitivamente inició como una auténtica protesta popular, con un alto potencial de rechazo profundo a las penurias de la gente, movilización espontánea y con gran energía transformadora, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta ideología de supuesto “apoyo a la democracia” –y probablemente manipulada desde este proyecto de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas–. Digámoslo de un modo más claro: donde entran las agencias estadounidenses, básicamente la USAID fomentando el “desarrollo”, se desinfla todo para el campo popular, se aguada, se neutraliza. En realidad, para eso existen esos organismos (“estrategias contrainsurgentes no armadas”, como las define algún manual del Departamento de Estado).
Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular. La estrategia del gobierno estadounidense ha ido cambiando en estos últimos años y ya no apoya –o no en principio, al menos– regímenes militares dictatoriales como en un pasado, durante todo el silgo XX. Hoy por hoy, ya no se dan golpes de Estado sangrientos, con tanques de guerra en la calle y bravuconas manifestaciones de fuerza, con algún general preparado en la Escuela de las Américas que se hace con la presidencia de facto. “La democracia es el caldo de cultivo del comunismo”, decía el general Pinochet. Eso, en la actualidad, es impresentable en términos políticos. Y además, para la estrategia de Washington, demasiado caro. Por eso optó por esa nueva modalidad de golpes “suaves”, sin derramamiento de sangre, donde la “población”, con su supuesta movilización, cuestiona gobiernos democráticamente electos. O incluso, la “lucha por la democracia”, como expresión no-violenta, cobra un sentido especial: apoyar esa “democracia” contra lo que Washington llama “autoritarismos” les funciona muy bien. A esa nueva política (roll back, de reversión, llamada por sus ideólogos) le son altamente funcionales estos nuevos movimientos sociales (financiados por USAID, a veces sin ni siquiera saberlo). En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos. De ahí es que cobra sentido el título del presente opúsculo: “Luchas que no son luchas: los engaños bien presentados. O: De cómo los poderes nos utilizan”.
III
El ideólogo que le dio forma a este tipo de intervenciones fue Gene Sharp, fallecido en 2018, escritor estadounidense visceralmente anticomunista, autor de los libros “La política de la acción no violenta” y “De la dictadura a la democracia”, quien fuera nominado en el 2015 al Premio Nobel de la Paz. Curioso premio éste: se premia por aportes a la paz (Kissinger, Obama, Sharp) a quienes fomentan la más descarnada violencia, sangrienta o sutil, pero violencia al fin. Paradojas del destino: inspirándose en los métodos de lucha no-violenta de Mahatma Ghandi, Sharp, intelectual orgánico al statu quo estadounidense, sentó las bases para que la CIA y esas otras agencias estatales norteamericanas más algunas fundaciones de fachada, desarrollen sus intervenciones en distintas partes del mundo, siempre en función de la geoestrategia de dominación de Washington. Las mismas, según Sharp, consisten en tres pasos:
- Generación de protestas, manifestaciones y piquetes, persuadiendo a la población (léase: manipulando) de la ilegitimidad del poder constituido, buscando la formación de un movimiento antigubernamental.
- Fomento del desprestigio de las fuerzas de seguridad oficiales (policía o fuerzas del orden), instigación a huelgas, a la desobediencia social, a los disturbios y la provocación de sabotaje.
- Llamado al derrocamiento no violento del gobierno.
Estas estrategias están cada vez más presentes en el proyecto geohegemónico de Washington, como complemento de sus arsenales letales que, por supuesto, también incluyen las armas atómicas, siempre listas para ser usadas si fuera necesario. Estas “revoluciones suaves” últimamente han tomado forma de “lucha contra la corrupción”. Viendo que la corrupción es un hecho que hiere muy profundamente la sensibilidad de la gente, que toca hondas fibras morales (nadie quiere sentir que le roban lo que pagó con sus impuestos), esa estrategia hace algunos años que se viene implementando. Guatemala en el 2015, con el derrocamiento del por ese entonces binomio presidencial, Otto Pérez Molina y Roxana Baldetti, fue un laboratorio para el caso. Tal modalidad operativa fue llevada luego a otras latitudes, sirviendo para detener gobiernos díscolos a la Casa Blanca, enfatizando/agigantando mediáticamente su vínculo con la corrupción (que por supuesto la hay, porque no son gobiernos de izquierda con una ética comunista), logrando así enjuiciar y encarcelar a Lula y a Dilma Rousseff en Brasil, bloquear a Cristina Fernández en Argentina o a Rafael Correa en Ecuador. Supuestamente, estos hechos son producto de las “movilizaciones populares”. Claro que –fundamental aclararlo– son expresiones populares planificadas, movidas muchas veces a través de perfiles falsos en las redes sociales, inducidas por numerosos net centers que trabajan sin descanso, financiadas –en forma encubierta– por dólares de la gran potencia.
Sin dudas estamos ante trabajos muy finos, de psicología social y manejo comunicacional hechas a la más alta escuela, aplicando probadas técnicas de la llamada “ingeniería humana”. De acuerdo a lo que indica el ruso Leonid Savin en su artículo “Ataque de las “quintas columnas”: Estados Unidos prepara una nueva serie de “revoluciones de color”, publicado en la revista Geoestrategia, “Recientemente, el Centro Internacional para Conflictos No Violentos, [International Center on Nonviolent Conflict -ICNC-] con sede en Washington, publicó otro manual sobre cómo llevar a cabo revoluciones de color, llamado “Fomento de la cuarta ola democrática: una guía para contrarrestar la amenaza autoritaria”. Este centro continúa la tradición de interferir en los asuntos internos de Estados extranjeros según el método de Gene Sharp”. Los autores de este texto son Hardy Merriman, Patrick Quirk y Ash Jain.
IV
Con esta lógica de oponer “democracia” a “autoritarismo”, la Casa Blanca puede actuar en cualquier parte del planeta pues “la seguridad de Estados Unidos y sus socios democráticos (es decir, los satélites) depende del estado de la democracia en todo el mundo”, indica Savin. Quien no cumple con “esa” democracia, es pasible de ataques (recuérdese, por ejemplo, los “autoritarismos” de Saddam Hussein o de Mohamed Khadaffi, quienes empezaron a negociar el petróleo por fuera del dólar), y cómo terminaron. Si no hacen lo mismo con los “autoritarismos” de Putin y de Xi Jinping es porque el poderío de estas potencias se lo impide. Pero no dejan de actuar allí, a través de intentos de otras tantas “revoluciones de colores”: manipulación de los uigures o de los independentistas del Tíbet, o la promoción del separatismo en Hong Kong en China, o por medio del fomento de disidentes “democráticos” como Alexei Navalny en Rusia. Esos mecanismos no parecen ni muy democráticos ni muy no-violentos, pero Washington lo presenta como “luchas por la democracia”.
En la preparación del referido manual del Centro Internacional para Conflictos No Violentos participan representantes de la Open Society Foundation de George Soros, del National Endowment for Democracy –NED– , de Freedom House, de la Alliance of Democracies Foundation y una serie de otros centros y organizaciones que a lo largo de los años se han involucrado en la incitación a la insurrección, promoviendo golpes de Estado y apoyando campañas antigubernamentales en todo el mundo cuando era de interés para los Estados Unidos. Valga decir que esta organización, con sede en Washington (600 New Hampshire Avenue NW Suite 1010 Washington, D.C. 20037, USA, +1 202-596-8845IC, fundada por Peter Ackerman –presidente de Freedom House entre 2005 y 2009, alumno dilecto de Gene Sharp–, y Jack DuVall –ex oficial de inteligencia militar– se dedica a organizar revoluciones de color en todo el mundo, creando manuales de acción y formación de líderes y propagandistas para derrocar gobiernos contrarios a los intereses norteamericanos, a los que llaman “autoritarios, no democráticos”. Está vinculada al Departamento de Estado y al Congreso de Estados Unidos. Obviamente, promueven democracia según cierta forma de entenderla: la que le conviene a los intereses estratégicos de la clase dirigente estadounidense.
Ese manual que fomenta la “cuarta ola democrática”, presenta tres partes: la primera de ellas consiste en apoyar los llamados “movimientos de resistencia” (que no son lo mismo que movimientos anti-sistema), la segunda donde se promueve el “derecho a la asistencia” –marco legal internacional para financiar ONG’s por encima de la soberanía de los Estados nacionales– y una tercera estimulando la “solidaridad democrática” –para entrenar militares, paramilitares y otros grupos por medio de la OTAN, más un medio para coordinar sanciones contra países que Estados Unidos considere enemigos–. El fomento de esas “resistencias” no tiene nada que ver con planteos de transformación social reales, sino que son viles mecanismos de cooptación, muchas veces de grupos bien intencionados, pero que son objeto de secreta utilización para los fines geohegemónicos “democráticos” de Washington.
Peter Ackerman, connotado miembro del Centro, afirma en uno de sus libros (“Lista de control para terminar con la tiranía”): “Las últimas décadas han sido testigos de la aceleración de una nueva generación de movimientos y liderazgos en lugares como Argelia, Armenia, Bahréin, Burkina Faso, Egipto. En las batallas entre disidentes y tiranos, las habilidades son el principal factor que determina quién gana un conflicto noviolento. Eslovaquia, Georgia, Guatemala, Hong Kong, Irán, Líbano, Myanmar, Nepal, Nicaragua, Pakistán, Polonia, Rusia, Serbia, Sudán, Togo, Túnez, Ucrania, Venezuela y Zimbabue: la movilización popular noviolenta en muchos de estos países erosionó la fuerza de los tiranos, revirtió el retroceso democrático, redujo la corrupción, reforzó la resiliencia social y promovió los derechos humanos de las mujeres, las minorías, y otros grupos amenazados.” Como se ve, el trabajo de hormiga de los organismos de control social de Estados Unidos está presente a lo largo y ancho del mundo, día a día, minuto a minuto. Es por eso que hay que tener mucho cuidado con lo que pueden parecen movimientos sociales espontáneos. Toda vez que esos grupos levanten la bandera de la “democracia”, debe abrirse la pregunta: ¿es que acaso esa democracia es el camino para la emancipación de las grandes mayorías paupérrimas? En toda Latinoamérica, luego de los aciagos años de las dictaduras militares, casi al unísono, en la década de los 80 del pasado siglo, volvieron las democracias; es decir: los procesos electorales. (También, curiosamente, en todos los países, desde esos años se viven situaciones de delincuencia callejera desatada, que hacen la vida cotidiana cada vez más difícil. Curiosa coincidencia). Hace 40 años que las poblaciones van a votar cada cierto período, pero la pobreza sigue igual o peor que décadas atrás, igual que las violaciones a sus derechos básicos. Estas “democracias” –¡que no son los soviets de la Rusia bolchevique o las asambleas populares cubanas, donde la gente en forma directa decide sus destinos!– son solo cambios de gerente de turno.
Si a esos movimientos, supuestamente espontáneos que “luchan por la democracia”, se les llama “resistencia”, no debe olvidarse nunca que el ejército mercenario preparado por la CIA, habitualmente conocido como “la Contra” y que sirvió para minar la Revolución Sandinista, logrando colapsarla finalmente, tenía por nombre oficial “Resistencia Nicaragüense”. Estemos atentos a esos espejitos de colores. El sistema sabe utilizarlos muy bien. Las supuestas luchas “no-violentas” son las más violentas en su esencia, porque se aprovechan arteramente de las poblaciones, a las que manipulan de un modo repugnante, haciéndole creer que en verdad están desarrollando una lucha transformadora. Es ahí donde cobra todo su sentido el epígrafe del presente panfletito.
Marcelo Colussi
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