El solo hecho de plantearlo así ya invita a un cuestionamiento: ¿“hombre” como sinónimo de “humanidad”? ¿No se filtra ahí un prejuicio machista?
La cultura capitalista, hoy ya difundida por todo el orbe, trae consigo la idea del “éxito” por sobre todas las cosas. Si no se es “exitoso”, se es “perdedor”. Derrotar esos valores, esa cultura consumista y esa apología sin par del individualismo que trajo este sistema (recuérdese esa fantasía de “todo depende de mi propio esfuerzo”, “soy libre y decido mi vida”, “el que quiere, puede”) y que fueron ganando terreno en estos últimos dos siglos, parece una tarea titánica, quizá imposible a primera vista. De hecho, la psicología hegemónica en el mundo capitalista apuesta por esa forma de tratar lo humano: todo depende del esfuerzo personal, con lo que se afirma una presunta “libertad” originaria de cada individuo que, según esa visión, sería inalienable, pretendido valor supremo. “Todo depende de nuestro propio esfuerzo” (¡monumental falacia que ya parece entronizada!).
Desde una mirada más realista -o, mejor aún: crítica- puede observarse que el sujeto humano no es espontáneamente un heroico revolucionario que lo quiere cambiar todo, comprometido a toda hora con la transformación social, sino un ser adaptado, más bien conservador, que vive básicamente en rutinas que le permiten su sobrevivencia. En otros términos: uno más del rebaño. Homero Simpson puede ser su ícono representativo. “Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”, pudo leerse en una pintada callejera durante la Guerra Civil de España en la década de 1930. La idea de “hombre nuevo” que comenzó a impulsarse con el socialismo, en los albores de la revolución rusa y luego con los aportes de Ernesto Che Guevara en Cuba, fomentando una nueva ética basada en la solidaridad, la abnegación total y el internacionalismo, de momento no parece prosperar. La observación objetiva del actual desempeño humano está más cerca de lo descripto por Voltaire, uno de los principales ideólogos de la burguesía revolucionaria de su momento, mentor principal del Iluminismo dieciochesco, quien reflexionaba en su obra magna “Cándido o el optimismo”:
“¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?”
Sin dudas, la puntualización hecha por este autor parece no alejarse mucho de la realidad. Las sociedades clasistas, por lo que puede constatarse (desde el surgimiento de la agricultura en adelante, hace 8,000 años), generan eso: masas que pueden ser manipuladas con bastante facilidad, donde esa descripción de cada individuo parece bastante acertada. El socialismo aspira a algo distinto.
No debemos olvidar nunca que el ideario socialista, los nuevos valores que pretende crear esta novedosa cultura revolucionaria o, dicho de otra manera: los cuadros encargados de conducir ese cambio y los pueblos que serían los realizadores del mismo en tanto masas en movimiento que aportan esa energía decisiva para la transformación, provienen en todos los casos de este mundo, de esta realidad social, de esta historia. Nadie está exento de ello. Nadie puede, bajo ningún punto de vista, estar exento. Por tanto, todo el mundo adolece de estas formas a las que, con criterio objetivo y riguroso, no se le podría llamar simplemente “lacras”, sino elementos de nuestra actual condición humana. Más que “adolecer”, debería decirse “somos producto de ellas”.
Sin repetir exactamente lo apuntado por Voltaire -quizá algo exagerado en su descripción…, o quizá no-, pero sin negar que también existen a veces fabulosas expresiones de solidaridad, de comunitarismo espontáneo de la más profunda honestidad, no puede menos que reconocerse que en todos los habitantes del planeta -hoy día, salvo los pequeños grupos neolíticos con sociedades no estratificadas en clases sociales que por allí persisten- se dan estas formaciones civilizatorias de individualismo, patriarcado, desconfianza/discriminación de lo distinto, autoritarismo, homofobia, espíritu conservador y algún otro etcétera no muy encomiable. No existen los superhombres que hayan superado todo esto. Los “revolucionarios” -categoría difícil de definir, ¿quiénes son en realidad?, ¿los hay?- no están al margen de todo esto. Incluso se ha dicho que Marx (el joven Marx al menos) pecaba de eurocéntrico, pues veía como países “civilizados” solo a las potencias industriales de Europa; sin dudas, así fue, aunque posteriormente amplió su mirada “colonial”. La cuestión a no olvidar nunca es que los seres humanos, todos y todas por igual, somos irremediablemente hijos de nuestro tiempo, es decir: de nuestro ambiente cultural, civilizatorio. ¿Cómo escapar a eso? Es imposible.
Las luchas de poder y esas “lacras” mencionadas están en los humanos. Es con esa madera, con esa materia prima, y no con otra, con lo que podrá emprenderse la construcción de la nueva sociedad. Por tanto, en esa construcción se repetirán indefectiblemente esos patrones. Eso es lo que vemos en las primeras, balbuceantes, muy tímidas, primerizas experiencias del siglo XX, con sus temerosos pasos, abriendo un camino nuevo, inventando sin un bagaje previo, como sí tiene hoy el capitalismo: siete siglos. La historia, definitivamente, pesa mucho. Una vez más entonces, y sin el más mínimo ánimo de justificar sus tropiezos: qué se esperaba de este socialismo inicial, ¿la perfección, el paraíso terrenal? El único paraíso es el paraíso perdido: lo que nos puede esperar es un mundo de mayor justicia, de mayor equidad, lo cual no es poco. La invitación es a construirlo.
Marcelo Colussi
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