En agosto se cumple un nuevo aniversario de las masacres de Hiroshima y Nagasaki. Es este el crimen más horrendo de la historia. Sucede que, como lo realizó la potencia intocable de Estados Unidos, de momento no puede ser juzgado. Por el contrario, en la derrotada Alemania, los ganadores de la guerra, encabezados por el país americano, sí se permitieron juzgar los crímenes de los nazis en Nuremberg. Siendo rigurosamente objetivos, tanto la locura germana de la Segunda Guerra Mundial como el uso de bombas atómicas por Washington contra Japón (innecesarias en términos militares, porque la rendición nipona ya era un hecho), son condenables de la misma manera.
La violencia es siempre condenable, aunque haga parte consustancial de la dinámica humana. Es “la partera de la historia”, se ha dicho con razón. La cuestión es cómo la procesamos, cómo la entendemos y valoramos. Lo cierto es que está en la raíz misma de nuestra humanización: la primera obra humana fue una piedra afilada, un arma. Sin embargo, según se la aprecie, pareciera que hay violencia “buena” y “mala”. ¿Por qué los 25 misiles nucleares de Norcorea son un “peligro para la humanidad” y los más de 5,000 estadounidenses protegerían la “democracia y la libertad” en el mundo?
Estados Unidos, como potencia dominante en el siglo XX, se siente con el derecho natural (¿o divino?) de hacer cuanto se le ocurra, de marcar el ritmo de todos los demás países del globo, de imponer su mandato sin obstáculos. Si así fue durante la Guerra Fría, presentándose bravuconamente por doquier aún con su archirrival presente, la Unión Soviética, desaparecida ésta se sintió dominador absoluto de la situación. Nunca antes se había visto un imperio con tanto poderío.
No se puede decir “con tanta malicia”, pues en el ejercicio del poder no cuentan esas consideraciones moralistas: “el que manda, manda. Y si se equivoca, vuelve a mandar”, reza acertadamente un refrán popular. El amo ejerce su dominio, siempre y en cualquier circunstancia. Estados Unidos, habiendo alcanzado un poderío abrumador el pasado siglo -hoy ya en decadencia- se sintió poseído de un supuesto “destino manifiesto” que le obligaba a llevar la “luz de la civilización occidental capitalista” por todos los confines del planeta. Así lo hizo, sin dudas. Ello asienta en una suprema, arrolladora, impetuosa cultura de violencia, totalmente normalizada, asumida como natural sin atenuantes.
De esa cuenta, el país del norte siente como algo normal su sangrienta historia de conquista, invasiones y masacres. Sobre la sangre derramada de miles de nativos de esa tierra se construyó la leyenda del “avance del progreso”, masacrando pueblos originarios y robando descaradamente territorio a México. Eso se naturalizó con los interminables westerns a lo que nos acostumbró Hollywood.
Igualmente considera normal y casi obligado su papel de gendarme en el mundo, desplegando alrededor de 800 bases militares en el planeta, llevando a un grado inaudito la cultura bélica. Las películas se encargan de tornar eso como algo digerible. E incluso “necesario”, ante la “barbarie”: ayer comunista, hoy musulmana o de los narcos latinoamericanos, todas afrentas a la “democracia”. No está de más recordar que toda esa avanzada militar necesita de armas y más armas, que su complejo militar-industrial se encarga de proveer, con ganancias estratosféricas: 35,000 dólares por segundo.
En nombre de la “libertad” -quimera centrada en un hiperindividualismo obsceno que hace de cada yo individual el centro del mundo- la cultura que se generó en la sociedad estadounidense hizo de esa fantasía el núcleo de la vida. Según la Segunda Enmienda de su Constitución se reconoce el derecho de todo ciudadano a poseer y portar armas de fuego, protegiendo así su “libertad”. Por lo pronto, este país tiene más armas en manos de civiles (350 millones de ellas) que población (334 millones). 42% de las armas en poder de civiles en todo el mundo está en manos de estadounidenses, a pesar de que ese país sólo tiene el 4.4% de la población mundial.
De este modo, gracias a esa famosa Enmienda, se logra que en cada tienda de la esquina se pueda comprar un arma, incluidos fusiles automáticos como el AR-15, versión civil del militar M-16, producido por Colt’s Manufacturing Company, el más empleado en las recurrentes masacres que cada semana enlutan a la población. De esa cuenta, alrededor de 100 personas son asesinadas cada día en suelo norteamericano, con las secuelas psicológicas que todo ello acarrea. Lo tragicómico del asunto es que su clase dominante tiene el despreciable descaro de hablar de la violación de los “derechos humanos” en otras latitudes.
Valga agregar como dato adicional -y sumamente demostrativo de la infame violencia racial que sigue presente en el país pese al “adelanto” de haber tenido un presidente negro- que la población afrodescendiente tiene en promedio trece veces más probabilidades que los no-negros de ser tiroteados y asesinados, constituyendo el 70% de la población carcelaria.
La violencia campea por cada rincón del territorio estadounidense. Es el único país del mundo donde población civil, con beneplácito de las autoridades, forma milicias armadas hasta lo dientes para evitar el ingreso de migrantes irregulares a través de su frontera sur, literalmente: cazándolos. Es además el único país que se permitió usar armas atómicas contra población civil no combatiente, y utilizar armas químicas prohibidas en innumerables ocasiones.
Toda su industria cultural (cine, televisión, literatura, música, prensa escrita, medios digitales) refuerza a diario esta cultura supremacista, blanca, patriarcal. La idea de cow boy indestructible, por siempre ganador, se ha enquistado en el imaginario social de la población. Su clase dirigente, representada por los políticos de la Casa Blanca, portadora de esta ideología triunfalista, entroniza la violencia a niveles demenciales. En nombre de su bienestar -que siempre presupone el malestar de los no-iguales- se permite masacrar a quien se le ponga delante. Pero, bueno… las cosas no son eternas. Algo está cambiando ahora en el mundo. La supremacía del dólar comienza a resquebrajarse, y sus armas ya no son las únicas potentes. La historia sigue, y la violencia continúa siendo su partera.
Marcelo Colussi
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