Introducción
Psicología: ciencia de la conducta, del comportamiento humano. Esa escueta definición dice mucho, quizá demasiado. Es la ciencia o, digámoslo más claramente, es la pretensión de constituirse en un saber riguroso, científico, que pueda dar cuenta de por qué somos como somos, de por qué actuamos como actuamos.
Decir “conducta” o “comportamiento” es un intento por abarcar la dimensión infinitamente compleja de lo humano. Si hay algo enmarañado, inasible y evanescente, a veces incomprensible, es nuestro actuar, la forma en que nos desenvolvemos en nuestras relaciones interhumanas. Eso constituyó desde siempre una inquietud abierta para todas las civilizaciones. En mayor o menor medida a través del tiempo todas intentaron dar alguna respuesta, entender el porqué de nuestro accionar, fijar normas que lo regulen estableciendo cómo reaccionar cuando ese conducirse no es lo esperado.
Esa búsqueda, que ha existido continuamente en toda la historia, al menos desde que existe registro de ello, presentó distintas modalidades, tomando forma de saber estructurado y sistemático (científico) recién hacia fines del siglo XIX. A partir de allí, ya con la noción de “ciencia” a la mano, desde Europa se concibió la idea de un saber universal, como son todas las ciencias, que permitiera descifrar los intrincados mecanismos de nuestro comportamiento, estableciendo parámetros generales para entender y actuar sobre ese campo.
Así constituida esa “ciencia de la conducta”, el siglo XX vio su expansión monumental, intentando tomar su mayoría de edad en términos epistemológicos. Hoy, entrado el siglo XXI, se puede decir que la Psicología es un saber ya solidificado, que dejó de ser una ciencia joven en formación. De todos modos, en estos momentos presenta una tan enorme variedad de escuelas, tendencias y perspectivas, muchas veces contradictorias o abiertamente enfrentadas entre sí, que ello abre preguntas sobre su rigor como campo del saber, cuestionando de ese modo su validez.
Sin dudas, más allá de presentar un nombre en común: Psicología, son tan variadas las prácticas que caen bajo su denominación que ello lleva a cuestionarse dónde se está parado y, quizá lo más importante, hacia dónde va todo este ámbito.
Un poco de historia
La preocupación respecto a cómo actuamos, por qué lo hacemos así siguiendo regularidades, y a veces por qué nos salimos de lo esperado, por qué somos distintos, en ocasiones tan enormemente distintos los individuos de esta especie a la que llamamos ser humano, qué nos distingue en nuestra forma de actuar a unos de otros, todas esas cavilaciones son antiquísimas.
Lo que “debe ser”, lo “correcto” y “normalmente esperado” es algo que recorre la historia. De ahí que, muy habitualmente, diversos grupos humanos elaboraran tablas axiológicas, sistemas morales, muchas veces en forma de documentos fundacionales, planteamientos éticos, para establecer sin tropiezos qué es lo normal. ¿Podría decirse que ahí anida esto que, ahora, llamamos Psicología?
En todo colectivo humano organizado, desde las grandes civilizaciones de la antigüedad clásica hasta los pequeños grupos de economía pre-agraria hoy existentes o las complejísimas sociedades ultra tecnificadas y masificadas como las que actualmente van extendiéndose cubriendo todo el planeta, una rápida revisión de los materiales disponibles nos muestra que siempre ha existido una pauta de conducta “normalizada”, y del mismo modo, individuos que no entran en esos cánones. Junto a ello, igualmente ha existido siempre alguien encargado de atender esas “incorrecciones”, esas “desavenencias” o “desajustes”, buscando la integración a las normas, castigando cuando es necesario, o reencausando en otras ocasiones. Esa figura (¿equivalente a una de las tareas hoy asignada a quienes ejercen la Psicología?) ha tomado distintas formas, pero no muy diferentes en realidad: brujo, hechicero, shamán, curandero, guía espiritual, consejero, nigromántico, onirocrítico, pitonisa, geomántico. Todos, de un modo u otro, contribuyen a aliviar los dolores que no son propiamente “del cuerpo”, buscan entender el porqué de nuestras conductas, con los medios técnicos de que se puede disponer en cada momento histórico. En ese sentido, quizá forzando un tanto las cosas, puede decirse que siempre existió un atisbo de eso que hoy llamamos Psicología. Desde la modernidad europea, esa tarea fue encargada fundamentalmente a la Psiquiatría, práctica médica que, con parámetros biológicos, trató de entender (y corregir) las “desviaciones” de la conducta, muchas veces con métodos terriblemente agresivos: cadenas, duchas de agua fría, castigos corporales, electrochoques, lobotomías, chalecos de fuerza.
En el antiguo Egipto, algún papiro descubierto por arqueólogos presenta el caso de la hija de un faraón poseída por un espíritu y curada por obra de algún hechicero (¿“psicólogo” o “psiquiatra” se diría hoy?). El estado “amok”, presente en pueblos de Malasia, Filipinas, Indonesia y Brunéi, es conocido desde siempre en esos grupos, de lo que se cuidan en extremo, pues es algo que llega a aterrorizarlos. Dicho estado, que en terminología psicopatológica actual podría considerarse una explosión psicótica, está recogido por el Manual Diagnóstico y Estadístico de trastornos mentales (conocido entre nosotros por su sigla en inglés: DSM), de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos, al igual que por la Clasificación Internacional de Enfermedades, de la Organización Mundial de la Salud, entendiendo que esas conductas “desadaptadas” eran conocidas desde antaño en estos pueblos. De hecho, el término “amok” se origina en la palabra malayo-indonesia “meng-âmuk”, que puede traducirse como “hacer una carga furiosa y desesperada”. Hoy día, la Psiquiatría moderna lo describe como “episodio aleatorio, aparentemente no provocado, de un comportamiento asesino o destructor de los demás, seguido de amnesia o agotamiento. A menudo va acompañado de un viraje hacia un comportamiento autodestructivo, es decir, de causarse lesiones o amputaciones llegándose hasta el suicidio” (Volker: 2014). Es decir: desde tiempos inmemoriales se conocen y se describen conductas “llamativas”. Y desde siempre, también, la gente hace algo al respecto. Ese estado “amok” puede encontrarse hoy en lo que se repite tan a menudo en Estados Unidos: un “desequilibrado”, munido de un arma de fuego, entra a un lugar público disparando en forma indiscriminada, mata a varias a personas y luego se suicida.
Conductas “raras” se encuentran descritas a lo largo de la historia en variados pueblos, siempre como una pregunta abierta a la “normalidad” vigente, y que no necesariamente tiene respuestas. En muchas ocasiones esas “rarezas” (¿“locuras” diríamos hoy?) se atribuyen a poderes extraterrenales, divinos o diabólicos, espíritus que poseen, o son consideradas secuelas de alguna ingestión indebida, producto de un exceso en la comida o en la bebida, o de desenfrenos sexuales. En la Mesopotamia y en Persia, al igual que en el pueblo judío, o en la antigua China, esos comportamientos “indebidos” fueron atribuidos a posesiones demoníacas, a fuerzas inmanejables que invaden, que atacan y se instalan en el sujeto portador. En la Europa cristiana del Medioevo, esas “poseídas por Satán” (¿crisis histéricas se las llamaría hoy?, o simplemente rebeldes ante el poder omnímodo del Vaticano y el patriarcado) fueron arrojadas a la hoguera en un número no menor a medio millón. En la civilización egipcia, antes que así lo hicieran los griegos con Alcmeón de Crotona en el siglo VI a. C., se reconoció el cerebro como centro de la vida mental, al descubrir, por medio de disecciones, que ciertas vías sensoriales terminan en el encéfalo. Describieron así los trastornos que actualmente denominaríamos como «emocionales” en las mujeres –luego nombrados como “histeria” por la civilización helénica–, atribuyéndolos a una mal posición del útero (hysteron). De ahí que como tratamiento para esos “problemas”, esos “desajustes”, fumigaban la vagina buscando devolver el útero a su posición original.
Siempre ha existido algún mecanismo con lo que los pueblos afrontaron sus malestares anímicos, y consecuentemente, la figura de un encargado de llevar adelante esas prácticas. En la milenaria cultura de la India la tradición del yoga, así como la meditación budista, han ofrecido ese camino que hoy podríamos llamar, quizá forzando algo las cosas, “psicoterapéutico”: un alivio para los factores emocionales, para las tensiones del diario vivir, para soportar la crudeza de la vida. En la Grecia clásica la escuela médica hipocrática, además de las prácticas propiamente biomédicas, utilizaba la interpretación de los sueños como modo de entender los malestares anímicos, y junto a ello el diálogo con el paciente, buscando así su alivio. El efecto positivo de esa acción dialógica fue entrevista desde largo tiempo atrás como una importante vía para entender y calmar las “penas del alma”. Hipócrates, uno de los grandes baluartes de la Medicina, quien prescribía hablar con los pacientes como una “buena práctica”, describió y clasificó racionalmente enfermedades que hoy denominamos epilepsia, manía, paranoia, psicosis puerperal, fobias e histeria. Hablar sobre estas cosas con quien las padecía se mostró desde aquel entonces como un camino fértil, “terapéutico”.
Efrén Cruz señala que “Hay pruebas que sugieren que ya en la edad de piedra se trataba no solo de creer en los espíritus malignos, sino también de expulsarlos; existen fósiles, cráneos prehistóricos que presentan huecos crudamente taladrados, en los que se puede notar que ya habían sido taladrados” (Cruz: 2003). En forma análoga, los Incas, tomándolo de la cultura médica mochica-chimú, pueblo al que sometieron, utilizaban el tumi (un bisturí) para practicar trepanaciones de cráneo, sin que esté claro si era para extirpar tumores o para quitar “cuerpos extraños” que provocaban “anormalidades” en el comportamiento. Como vemos, siempre ha existido el interés por estos fenómenos que hoy llamamos “mentales”, o psíquicos, y siempre, en todo contexto, los mismos han llamado la atención, invitando a darles algún tipo de tratamiento.
El reconocimiento de “rarezas” atraviesa la historia de todos los pueblos, lo que en la actualidad nombraríamos como “trastornos psicológicos”. En esa lógica Jaime Echeverría, refiriéndose a los nahuas de México, a quienes estudió en profundidad, señala que la “desviación” en las pasiones “conducía a la locura y la maldad, concebidas como un mismo estado patológico, y en consecuencia, al quebrantamiento de las normas sociales” (Echeverría: 2012).
Los pueblos prehispánicos del continente americano tenían también un conocimiento sobre los “trastornos del alma” y una forma de abordarlos. Así, por ejemplo, David Pavón-Cuéllar, citando a F. Guerra., nos informa que “Los mayas disponían de complejas representaciones y clasificaciones de la enfermedad mental en las que había designaciones distintivas para la demencia o locura (cooil), la melancolía (tzeniolal), el frenesí o desvarío (okomolal), el delirio (coothan) y las alucinaciones (oxkokoltzeck), así como una clara diferenciación entre la epilepsia (citam tamcaz canchapahal) y otras clases de lipotimias, síncopes y desmayos (zaccimil zatalol)” (Pavón-Cuéllar: 2013).
En la etnia Hmong, oriunda de China y Vietnam, según reporta el estudio antropológico de Anne Fadiman, “Creen que los ataques [epilépticos] que sufren demuestran que tienen la capacidad de percibir cosas que el resto de la gente no puede. (…) El hecho de estar enfermos les permite sentir una empatía intuitiva por el sufrimiento de los demás” (Fadiman: 1997), por lo que esas personas epilépticas son llevadas a la categoría de shamanes. De un modo u otro, los pueblos siempre hacen algo con las rarezas y malestares del diario vivir, con esos elementos muchas veces incomprensibles que se salen de la norma aceptada. El malestar se aborda de alguna manera, con apelación a seres superiores, con sustancias enervantes que sacan de la realidad (psicotrópicos varios, alcohol etílico). O, a veces, con la segregación social y/o el castigo.
En el África sub-sahariana, según informan los psicólogos Naidoo, Olowu, Gilbert y Akotia: “Por consejo del geomántico, que entre otras virtudes tiene la de ser un psicólogo sutil, el tratamiento, sobremanera multiforme, recurre a la fitoterapia, el trance, la posesión, la oración, el encantamiento, el sacrificio, el ritual y la ofrenda propiciatorios, el cambio temporal de comunidad y de marco de vida (siempre en medio de personas conocidas), etc. El “loco”, que está constantemente a cargo de la familia y de la comunidad, no necesita ser internado en un asilo” (Naidoo et alia: 1984). Puede verse que lo que hoy día se hace en el ámbito de la Psicología clínica tiene ancestrales antecedentes. Recuérdese que la internación psiquiátrica, implementada en la actualidad en prácticamente todos los países, es un producto de la modernidad europea, sin que la misma constituya una real solución para la “locura”. La segregación de lo diferente, en ningún contexto cultural, es auténtica solución: es sacarse de encima los problemas, evitarlos, no querer verlos, al igual que hacían los griegos clásicos con los deformes y deficientes, arrojándolos al vacío desde un precipicio, o echándoles al agua en el Sagrado Ganges en la India.
En la tradición islámica, centrada en su texto sagrado, El Corán, los encargados de atender las penurias y flaquezas humanas (léase “angustias varias, inhibiciones, síntomas psicológicos”) apelan a la búsqueda de una fuerza superior, como Alah, para guiar a quien sufre. “La religión es un buen consejo”, expresa su libro sacro. Sería exagerado decir que todo lo anterior constituye un saber sistemático, científico; pero es evidente que en todo momento histórico los seres humanos hemos padecido ansiedades (o lo que hoy llamaríamos síntomas psicológicos, o delirios y alucinaciones), y de alguna manera hemos ideado mecanismos de afrontamiento de la misma. Si no se le encuentran respuestas entre los mismos humanos, siempre queda el expediente de buscar una instancia supra humana que “ayude”. ¿Qué otra cosa son, si no, las religiones? “El opio del pueblo”, como dijera Marx, un bálsamo, una palabra de alivio ante las adversidades.
Revisando la historia puede verse que, en términos generales, el campo de lo emocional, al menos hasta la aparición del Psicoanálisis, no ha variado sustancialmente. La “rareza”, eso incomprensible que se sale de “lo correcto”, eso que no entra en la cotidianeidad esperada, siempre ha recibido alguna respuesta: desde la fascinación, transformando el ataque epiléptico en un don divino, hasta la segregación, quemando en la pira medieval a quienes “se salían del molde”. Hoy día, pleno siglo XXI, no se quema a nadie ni se lo encadena en asilos psiquiátricos, pero estar “loco” sigue teniendo un peso de estigma muy difícil, o imposible, de quitar. De todos modos, el exceso de psicofármacos (incluso la práctica del electroshock, que si bien ha disminuido mucho últimamente, no ha desaparecido) una forma de quemar (la cabeza, intoxicando al paciente). Ya no se emplea el chaleco de fuerza, pero la rigidez y la falta de respuesta que suele crear el llamado “chaleco químico”, realmente encadena. Si a esto se le agrega el aislamiento y la condena a una profunda soledad, tal como logra la segregación psiquiátrica, las cosas no parecen haber cambiado demasiado.
En este sentido, las formas de afrontamiento de esas “anormalidades” se siguen haciendo, como siempre en la historia, con sustancias especializadas (ahí está el campo de la psicofarmacología, que genera ganancias estratosféricas a los grandes laboratorios, pero no pasa de anestesiar el malestar), con religiones, o con estas prácticas que se llaman Psicología pero que, en términos generales, al seguir basándose en un sujeto consciente y dueño de sí, racional, centrado en la voluntad, no constituyen un saber realmente novedoso que aporte soluciones nuevas, no pudiendo pasar del consejo, del acompañamiento, de la condolencia –todas cosas útiles en algún momento, pero que no resuelven efectivamente los malestares pues no tocan sus raíces–. Por último, y no menos importante, ese malestar, esas rarezas, ya con un marco de cientificidad desde la modernidad europea que luego se desplegaría por todo el planeta, se aborda con la práctica médica llamada Psiquiatría, que en definitiva no es sino la controladora de la “normalidad” establecida.
La misma es una especialidad médica muy reciente, nacida en Europa hacia el siglo XVIII. En realidad, es una práctica destinada a mantener un orden social y no tanto, en sentido estricto, una prestación biomédica. Surge en las sociedades que pasan del Medioevo feudal y agrícola hacia ordenamientos urbano-industriales (Inglaterra, Francia, Alemania), erigiéndose en sancionadora de aquel que escapa a esa lógica de alineamiento con los nuevos paradigmas que van imponiéndose: “todo el mundo a trabajar a la ciudad en la industria naciente. Todo el mundo a consumir lo que esa industria produce”. Para una sociedad que empieza a masificarse, a uniformizarse, que pasa de lo rural a la aglomeración urbana, hay que estar “bien ajustado” a los patrones dominantes. Lo bucólico del campo se reemplaza por la competitividad/movimiento/rapidez de la vida citadina. Quien no entra en esos parámetros y se adecúa correctamente, queda fuera, está “loco”. Así surge la Psiquiatría, como la “policía” social encargada de dictaminar quién entra y quién no, quién está ajustado, y quién escapa a esa uniformización. De hecho, en los asilos psiquiátricos, hay de todo. La “locura” pasa a ser no solo la enfermedad mental; es todo aquello que “sobra” para la lógica dominante. Así, describiendo a la Salpêtrière –el mayor manicomio de Europa en el siglo XVIII–, Thénon, citado por Foucault, dice: “acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etcétera” (Foucault: 1998).
Fue necesario un muy largo camino para llegar a elaborar un pensamiento ya no mágico-animista, también desligado de la Medicina, con la intención de erigirse como sistemáticamente conceptual, racional, intentando hacer de la pregunta por ese campo tan complejo del comportamiento humano una actividad con pretensión científica. Así llegamos al siglo XIX en Europa, en pleno auge industrial, sintiéndose centro del mundo, imponiendo sangrientamente su economía y patrones culturales al resto del planeta.
La Psicología como ciencia
El vocablo “Psicología” fue utilizado por vez primera, en latín, por el intelectual croata (poeta y humanista cristiano) Marko Marulić, en su libro Psychologia de ratione animae humanae (“Psicología sobre la naturaleza del alma humana”), a fines del siglo XV. Años después, en 1590, el escolástico alemán Rudolf Göckel publica el libro Psychologia hoc est de hominis perfectione, anima, ortu (“Esta psicología trata sobre la perfección del hombre, su alma, su ascenso”), con lo que el término “Psicología” comienza a difundirse. En realidad, tomado por Marulić de la versión latina del texto de Aristóteles Perí psychés (De anima, Sobre el alma), la palabra psyché (del griego clásico ψυχή), está significando “esa cosa inmaterial que nos insufla la vida”. De hecho, en griego psyché significa “mariposa”, y también “soplo”; es el último suspiro que exhalamos al morir (el aire que se encuentra todavía en los pulmones al momento de convertirnos en cadáver; ese “soplo” que, cual “mariposa”, sale volando y abandona el cuerpo, el cual pasa a quedar in-animado. Por tanto, la psyché es lo que mueve al soma, al físico, lo anima). En latín “alma” se dice “anima”; la Psicología, entonces, sería el estudio de eso que nos anima, ese soplo que nos alienta, nos insufla vida.
La ciencia moderna, surgida de la racionalidad europea a partir del Renacimiento, se mueve conceptualmente. Contrario a la versión vulgarizada que existe de “ciencia”, el saber riguroso no sale de la simple observación de hechos, sino de la elaboración de conceptos, los cuales puedan dar cuenta de los hechos, categorizarlos y actuar sobre ellos en el mundo real. Podemos decir que hay ciencia en la medida en que hay concepto fundante, pregunta teórica que inaugura un nuevo campo del saber. Siguiendo a Heidegger, puede decirse que “La grandeza y la superioridad de la ciencia natural en los siglos XVI y XVII depende de que aquellos investigadores [Galileo Galilei, Evangelista Torricelli, Tycho Brahe, Nicolás Copérnico, Isaac Newton] eran todos filósofos; entendían que no hay meros hechos, sino que un hecho lo es sólo a la luz de un concepto fundado y, en cada caso, según el alcance de una tal fundamentación. La característica del positivismo [donde se inscribe el grueso de la Psicología actual] en el que estamos insertos desde hace decenios –y ahora más que nunca– es pensar, en cambio, que puede arreglárselas sólo con hechos y más hechos, mientras que los conceptos son únicamente un recurso de emergencia que de algún modo se hacen necesarios, pero con los cuales uno no debe entretenerse demasiado, pues eso sería filosofía.” (Heidegger: 2009).
En este marco, la Psicología que va dibujándose en el ambiente académico europeo de los siglos XVII y XVIII termina dando como resultado, hacia fines del XIX, la creación de una nueva disciplina con la pretensión de situarse como saber riguroso, tal como ya lo eran otros saberes con mayoría de edad: la Matemáticas, la Física, la Biología, la Química. Como toda ciencia, por tanto, busca poder predecir lo que sucederá, no en un sentido mágico en tanto adivinación, sino como proceso racional que entiende el mundo a través de “leyes” rigurosas que siempre se cumplen con regularidad. Así, desde ese ámbito conceptual, es que surge el primer laboratorio de Psicología experimental en 1879, con Wilhelm Wundt en Leipzig, Alemania, y esa disciplina, enmarcada en los patrones del positivismo de la época, pretende ser tan rigurosa y exacta como todas las otras ciencias que ya venían desarrollándose con impetuoso impulso.
Las ciencias de la naturaleza ofrecen la posibilidad –o la ilusión, al menos– de ser indubitablemente rigurosas; sus verdades son demostrables sin ninguna duda, pues presentan leyes que no fallan (gravedad, inercia, acción y reacción en la Física, de presión parcial, de la conservación de la masa en Química, leyes (o propiedades) conmutativa, asociativa y distributiva en Matemáticas, etc.). Y su implementación práctica, la tecnología, da resultados claramente palpables. Luego de los conceptos fundamentales que las ponen en marcha, existe la garantía de la demostración; el laboratorio, y las variables controladas que ello permite, ofrecen esa sensación de fiabilidad, eliminando el margen de error. Luego –eso es lo fundamental– la vida práctica lo corrobora. Su saber se pretende universal, incluso a-histórico: las leyes científicas, según la epistemología en boga, expresan el “triunfo de la racionalidad”. De ahí que se les llame “exactas”, o “ciencias duras”. Los saberes que no entran en esa categoría, que distan de tener ese nivel de seguridad, para una visión epistemológica de corte positivista, no terminan de ser ciencias. En ese sentido, las llamadas “ciencias sociales”, entre las que se encuentra la Psicología, son siempre discutibles, poco creíbles. En contraposición con las “duras”, estos saberes parecieran “blandos”, más cerca de la opinión, del comentario cargado de ideología. Es decir, ligadas a la subjetividad en un campo donde resultaría tan ineficaz como imposible situar un observador externo y no implicado.
Es en tal sentido que la Psicología, para ganar la credibilidad que sí poseen otras disciplinas, no dejó de buscar un basamento biologista. Eso le dio, supuestamente, su carácter de “seriedad”. Sucede, sin embargo, que ese blasón la obliga a presentar un desarrollo intermedio entre neurofisiología y la superficial descripción de hechos, sin una teoría propia que le dé un verdadero estatuto de rigurosidad. En otros términos: no hay una teoría (visión macro de las cosas) que la sustente, como pasa, por ejemplo, en la Física. Los “hechos” observables –las ratas en el laberinto del laboratorio, los reflejos condicionados de los animales de experimentación– no representan en verdad una garantía. En todo caso, por ejemplo, ciertas constataciones empíricas: los colores rojo, blanco y amarillo “venden” más, por eso la Psicología de la publicidad los usa sobre otros (las marcas comerciales más vendidas los colocan en sus logos), haciendo pasar así un conocimiento práctico como una “ciencia”. Para el sentido común sigue operando la concepción de “saber riguroso” como aquel que logra efectos constatables; y no hay ninguna duda que esas marcas venden mucho. Pero ese proceder mercadológico no alcanza para constituir a la Psicología (la publicitaria, para el caso) como una ciencia en el más cabal sentido de la palabra. Cuando se trata de descifrar el porqué de las conductas, la Psicología no tiene una verdadera teoría explicativa (“No hay nada más práctico que una buena teoría”, se dice por ahí). Por eso, ante el deslumbramiento por la “certeza” que ofrecen las ciencias “duras”, la Psicología intenta repetir ese modelo, entendiendo que ahí está la clave de su mayoría de edad. En otros términos: no puede deshacerse de la ilusión positivista de los “hechos” que hablan por sí solos. De todos modos, queda la pregunta: ¿por qué Coca-Cola y Mc Donald’s venden tanto: por los colores de sus insignias?
La ilusión lleva a buscar imitar ese esquema de las hermanas mayores, dando como resultado un producto híbrido, muy discutible incluso; como corolario de ello, según dijera Lacan, “a los fenómenos psíquicos no se les reconoce realidad propia alguna: aquellos que no pertenecen a la realidad verdadera sólo tienen una realidad ilusoria. La realidad verdadera está constituida por el sistema de las referencias válido para la ciencia ya establecida, o sea, de los mecanismos tangibles para las ciencias físicas, a lo cual se añaden motivaciones utilitarias para las ciencias naturales. El papel de la psicología no es otro que el de reducir a este sistema los fenómenos psíquicos y verificarlo gracias a la determinación, por él, de sus fenómenos mismos que constituyen su conocimiento. En la medida en que es función de esta verdad, no es una ciencia esta psicología” (Lacan: 1978).
Ese modelo de Psicología es el que fue tornándose dominante, y la academia europea marcó el rumbo para lo que seguiría. Esa noción fue extendiéndose por todo el mundo, siendo Estados Unidos durante el siglo XX el país que llevó más adelante esos desarrollos, siempre en la perspectiva de fundarse en “hechos y más hechos”, como diría Heidegger. Anida allí la ilusión de la “exactitud” que, presuntamente, daría el laboratorio, la experimentación, la supuesta “observación objetiva”. El modelo médico continuó presente, inundando esos primeros pasos de la Psicología. Solo fue la aparición de Sigmund Freud y su descubrimiento de un ámbito totalmente novedoso en el campo de las ideas, el inconsciente, lo que permitió tener una visión renovada del sujeto humano y de su tan peculiar forma de comportarse. Podría decirse, incluso, que solo allí nace una verdadera Psicología autónoma, con una teoría propia que habilita una nueva visión de lo humano alejada del sentido común y de la Biología dominante.
Con esta formulación freudiana, absolutamente subversiva, revolucionaria, dejando atrás la concepción médico-biológica instintivista así como la larga tradición occidental centrada en la racionalidad aristotélico-tomista, el Psicoanálisis se alza como fundamental para erigir un saber con características científicas que pueda dar cuenta de esas “rarezas” que hacen a lo humano. De hecho, Freud así lo define: “Un conjunto de teorías psicológicas y psicopatológicas en las que se sistematizan los datos aportados por el método psicoanalítico de investigación y de tratamiento”. (Freud: 1991).
La pretensión de Freud, y de los psicoanalistas posteriores, es justamente crear un edificio conceptual que permita comprender esas acciones aparentemente alejadas de la lógica. O, en todo caso habrá que decir, que presentan “otra lógica”: la lógica del inconsciente. Este médico austríaco –filósofo “frustrado”, según confesara: “Durante mi juventud, solo aspiraba al conocimiento filosófico, y ahora estoy a punto de realizar este deseo, al pasar de la medicina a la psicología” (Freud: 1991), dirá en 1898 en una carta a su colega Wilhelm Fliess– pasó toda su vida buscando desentrañar esa lógica presente en el psiquismo humano. Para ello, con una visionaria intuición, se adelantó a la Semiótica que aparecería más tarde, pudiendo descifrar desde sus primeros trabajos psicoanalíticos de 1900 la estructura del inconsciente. Encontró entonces que hay mecanismos específicos que lo determinan, y que tienen que ver con las leyes del lenguaje: condensación y desplazamiento las llamó (metáfora y metonimia las rebautizará más tarde Lacan). De ese modo levantó un complejo edificio conceptual, no biológico, de raíz semiológica, con el que dar cuenta de la conducta humana: no todo es consciente, hay algo más, hay “otra escena”. La forma en que nos humanizamos, en que entramos al mundo de los símbolos humanos que nos construyen como humanos, decide nuestra vida psíquica. Y todo ello es inconsciente.
A partir de ese trabajo fenomenal de Freud estableciendo un nuevo cuerpo conceptual, resituado luego por Jacques Lacan con su grito de guerra de “retornar al texto freudiano” no perdiendo el carácter revolucionario que inauguró el maestro vienés al que una Psicología biologista y adaptacionista comenzaba a opacar, es que se puede establecer un aparato teórico realmente novedoso, que da lugar también a una nueva concepción de la ética. Con el Psicoanálisis se abre una pregunta crítica sobre la “normalidad”. Dirá Freud: “Si adoptamos un punto de vista teórico y desatendemos el aspecto de la cantidad, podemos afirmar que todos estamos enfermos, o sea, que todos somos neuróticos, ya que las precondiciones para la formación de síntomas, a saber, la represión, también pueden observarse en personas normales” (Freud: 1991). En tal sentido, se inaugura la posibilidad de tener una llave teórica que permite dimensionar de una nueva forma el sujeto humano: no hay normalidad biológica en términos de psiquismo. Hay, eso sí, adecuación –o no adecuación– a los códigos sociales dominantes. Eso es la normalidad: algo siempre bastante relativo, en equilibrio inestable, nunca falto de tropiezos. Para hacerlo evidente, Freud elabora en 1901 un texto fenomenal que permite entender esa relatividad: “Psicopatología de la vida cotidiana”: todos tenemos lapsus, equívocos, olvidos. ¿Por qué? Porque esas formaciones hablan, igual que los síntomas psicológicos, de una historia elidida que siempre se expresa, aunque sea de forma incomprensible para la lógica racional. Eso es el inconsciente. “Creemos que decimos lo que queremos, pero es lo que han querido los otros, más específicamente nuestra familia, que nos habla” (Lacan: 1978).
En ese sentido, a partir de esa “construcción” del sujeto se puede hablar de estructuras, formas de ser, modalidades de estar en la vida. Todo indica que eso se repite en cualquier medio cultural, en cualquier organización social que nos damos los humanos: existen estructuras psíquicas inmodificables, con sus mecanismos específicos en cada caso, que tienen que ver con la forma en que el sujeto se construye, con el que la cría humana entra al mundo simbólico que lo humaniza y lo hace uno más de la serie: 1) se hace un sujeto “normal”, con una identidad sexual y una posición social e ideológica determinada, pudiendo “amar y trabajar” (las notas distintivas de la normalidad, dijera Freud). De esa cuenta, se entra en esa “normalidad” (neurosis, lo más ampliamente difundido), 2) no se ingresa (psicosis), o 3) se puede ingresar de un modo transgresor, digamos que “a medias” (perversión). Esto instituye una revolucionaria teoría psicológica, y consecuentemente, una nueva manera de encarar la salud y la enfermedad. Todo indica que ese proceso se da en cualquier modo cultural: se es uno más de la serie (normalidad neurótica, con algún síntoma y/o angustia manejables: la gran mayoría de la población), o se vive al margen, encapsulado en un mundo propio (las psicosis, conviviendo con sus delirios y alucinaciones). O, como otra posibilidad, integrado a medias, siempre en el límite, transgrediendo (perversiones).
Como el Psicoanálisis constituye algo absolutamente anti conservador, subversivo, es rechazado en muy buena medida, porque dice lo que la moral “normal” no se permite decir. Es “la peste”, como socarronamente dijera Freud llegando a Estados Unidos a dar conferencias en la Clark University. Pasaron más de 100 años desde su creación, y sigue siendo denostado (hoy, las tan “a la moda” Neurociencias serían su “superación”). El proyecto de una Psicología científica, como pedía Freud en su juventud, en 1895, tiene en el concepto de inconsciente su clave. Pero la Psicología que se ha impuesto mundialmente, siguiendo el patrón forjado en los primeros balbuceos decimonónicos de Europa, continúa centrada en las nociones de consciencia, voluntad, racionalidad. Los saberes empíricos que presentan todos aquellos que, de una u otra manera, sirven para atender los malestares anímicos, no rebasan la noción de sujeto dueño de sí mismo. “Nadie es dueño en su propia casa”, rebatirá el Psicoanálisis. Por eso el “loco” es considerado un alienado, alguien que no puede disponer de sí mismo, que está ganado por fuerzas inmanejables. De todos modos, muchas de las intervenciones en relación a esas “rarezas” que se han dado en la historia, intuyeron que la palabra –permitir que el afectado hable, se exprese, se “descargue”– es el mejor camino para el alivio de esos pesares psíquicos (la cátharsis de los griegos clásicos).
De todos modos, lo que se fue construyendo como Psicología con su estatuto de “ciencia”, quedó centrado básicamente en la descripción observable de la conducta, con una visión más ligada al sentido común y a la mirada médica que a una disciplina de las ciencias sociales, y nunca aportó una teoría sólida unificada, salvo la de inconsciente. Lo curioso es que ese cuerpo académico que continuó los primeros experimentos de Wundt se amplió de una manera espectacular, abarcando los más diversos campos del quehacer humano, dando lugar a una interminable profusión de escuelas, enfoques y prácticas sociales.
El futuro de la Psicología: ¿hacia dónde se dirige?
Tal abundancia de líneas ¿teóricas? es enorme, pareciera interminable, presentando muchas veces corrientes fuertemente antitéticas entre sí. Entran en el amplio campo de lo que hoy se llama Psicología el conductismo clásico de origen estadounidense –y las hoy llamadas técnicas cognitivo-conductuales o neoconductismo, que son su derivación–, la reflexología del ruso Pavlov –que terminaría siendo la Psicología oficial de la Unión Soviética–, la Gestalttheorie de origen alemán, la Psicología experimental, el constructivismo del suizo Jean Piaget vinculado a la Psicología infantil, la Psicología humanista, la Terapia familiar sistémica, la Psicología industrial u organizacional, la Terapia transaccional, el coaching, la consejería sentimental, constelaciones familiares, psicoterapia de conversión para homosexuales, logoterapia, selección de personal (ahora llamado Talento Humano), tanatología, la Psicología social-comunitaria –¿instrumento para el cambio social o para el manejo de las multitudes?–, la Psicología de la salud, la Psicología de la publicidad, el psicodrama, los grupos de autoayuda al estilo de Alcohólicos Anónimos y diversas “ofertas” tan llamativas y dispares como la hipnosis, la aromaterapia o Flores de Bach, las técnicas de autoayuda (sus libros constituyen los más altamente vendidos en la industria editorial), la Psicología cristiano-evangélica o los mecanismos de control de masas que utilizan determinados centros de poder haciendo parte de la guerra de cuarta generación.
Es por toda esa monumental dispersión que desde su posible fecha de nacimiento –1879 en el laboratorio experimental de Leipzig con Wundt– a la fecha, la Psicología continúa siendo un campo algo vago, por no decir confuso, donde se entrecruzan las más dispares formulaciones, dando lugar a un abanico de prácticas verdaderamente llamativo. De esa cuenta, pueden ofrecerse como acciones psicológicas tanto un test de inteligencia (¿por qué decir “prueba” en inglés?, ¿será eso consecuencia del colonialismo cultural, de la influencia anglosajona que ha marcado buena parte de la cultura moderna?) como una dinámica rompehielos que más parece un juego de niños que una praxis científica, una entrevista con polígrafo para selección de personal como la preparación para el combate de un soldado, de un astronauta o de un deportista de élite, una masiva campaña mercadológica para vender productos muchas veces innecesarios como la consejería matrimonial, o los consejos para manejar “adecuadamente” la ansiedad, por mencionar solo algunos de los posibles campos de intervención. No hay dudas que ahí entra de todo un poco; y eso es lo llamativo justamente: se está ante una ciencia que nunca termina de definirse claramente, con un objeto impreciso por lo evanescente (la conducta) y una metodología sumamente elástica, que permite las actuaciones más diversas, abriendo la puerta a todo tipo de acciones, lo cual obliga a profundizar y preguntarse sobre la seriedad epistemológica en juego.
De hecho, en las especialidades médicas, cuando el objeto está claramente circunscrito, aparece el término “logía” (neurología, neumología, gastroenterología, hematología); en cambio cuando se trata de una práctica aparece el término “ía” (pediatría, psiquiatría). Psicología nombra entonces una práctica; el problema es que hay algo que divide aguas notoriamente en esa práctica, cuando se trata de imponer un objeto determinado (la neurona, los neurotransmisores, el cerebro o incluso las conductas “como hecho objetivable”) o cuando se trata de poner en juego al sujeto, un sujeto siempre cuestionado y no tan determinado ni cernido, sino de alguna manera, como bien expresa Lacan, evanescente. Vale preguntarse con toda seriedad si es legítimo atender pacientes en nombre de una “ía” (psiquiatría o Psicología) sin contar con una teoría del sujeto sólida.
Como puede verse, esto que se llama Psicología da para todo, pudiendo aplicarse a los más diversos campos: a la psicopatología, al manejo de personal, a la publicidad, a la educación, al deporte, al ámbito militar, la as campañas proselitistas de los partidos políticos, a la criminología. Como se dijo más arriba: en todo momento y cualquier latitud, el malestar anímico tuvo su correspondiente atención, desde ser escuchado a ser reprimido. Lo que sucede hoy con esta pretendida ciencia, impone un interrogante, pues allí, sin ninguna vergüenza ni complejos de falta de rigor académico, pueden entrar desde consejos bienintencionados a técnicas para torturar, desde recomendaciones para “controlar” la masturbación a modelos de mercadotecnia para manipular a potenciales compradores, no faltando apelaciones a la organización comunitaria para impulsar cambios políticos –¿no era el materialismo histórico quien iba a proporcionar esa guía?–, psicotécnicas metamórficas, guías para aumentar la inteligencia (propuestas por la prestigiosa Universidad de Harvard), relajación tapping-pampering asociadas a psico-caricias activas para “relajar nuestro crítico interno y vencer estrés y ansiedad”, selección de personal en empresas para devenirlo nuevos y eficientes “colaboradores” y no quejosos trabajadores, desde académicos que experimentan con ratas en un laberinto para llevar las conclusiones allí obtenidas al terreno humano a practicantes bienintencionados de la Psicología que atiborran los escenarios post catástrofes naturales para “ayudar en lo que se pueda” con primeros auxilios psicológicos, muchas veces sin tener claro para qué estar ahí.
¿Por qué esta Torre de Babel? ¿Por qué esto no sucede en ninguna de las llamadas ciencias exactas? O, más aún, ni siquiera en otras regiones de las ciencias sociales. Hay dos cuestiones allí: una totalmente forzada por la sociedad de consumo, donde se intenta poner a la diversidad de las variantes (a veces un tanto locas) que propone la Psicología, como instrumento de estandarización y control del sujeto consumidor, explotado, alienado y masificado, acompañado por el mandato imposible de ser feliz y estar alegre, lo que se transforma en una verdadera pesadilla. Pero hay otra más estructural y genuina, que está dada por el lenguaje, situando que la verdadera ley del lenguaje es el malentendido, por lo tanto, siempre vivimos en Babel. Los dos mitos que rompen la cópula y el universo de la armonía y de la igualdad de los seres son el del andrógino, que nos deja partidos para siempre y sin posibilidad de fusión absoluta con ningún partenaire, y el de Babel, que separa a las palabras de las cosas, y a las palabras de la comunicación.
Evidentemente la Psicología plantea un interrogante: ¿es realmente una ciencia? Otros campos del saber humano se pueden jactar de sus logros comprobables; además de los que ya conocemos desde hace un par de siglos, hoy se enlistan nuevos, cada vez más maravillosos, que nos dejan estupefactos: viajes interplanetarios, inteligencia artificial, computación cuántica, fusión nuclear que permite generar energía limpia e inagotable, comunicaciones que revolucionan la forma de relacionarnos, generación de vida artificial, metaverso, producción monumental de alimentos y de medicamentos, materiales no perecederos, posibilidad de viajar en el tiempo… La Psicología está lejos de brindar algo parecido, y la imitación de una metodología útil en las ciencias exactas no es garantía de exactitud en su propio espacio, y mucho menos de impacto. A no ser que se considere “exitoso”, un “alto impacto”, a alguno de los resultados que se obtienen con esas intervenciones, más centrados y favorables para determinados grupos de poder que los impulsan, que en la población de carne y hueso que los recibe.
Por ejemplo: “Generar un impacto psicológico de magnitud, tal como un shock o una confusión, que afecte la iniciativa, la libertad de acción o los deseos del oponente” (Metz, S/F), tal como puede mostrar un manual de Psicología militar. O saber cómo “Una agencia de publicidad próspera manipula los motivos y deseos humanos y engendra una necesidad de bienes desconocidos o inclusive rechazados hasta entonces entre el público” (Dichter: 1964), según expresa un especialista en investigación motivacional (Psicología de la publicidad). ¿Ese será el “éxito” que ofrece la Psicología? ¿Quizá el lograr “una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción” (Hebb: 1949), en otros términos, practicar eficientemente un “lavado de cerebro” en una sala de tortura?
En ese abigarrado mar de acciones posibles, en el nombre de esta disciplina puede establecerse “que la Psicología contribuya a la liberación de nuestros pueblos” (Martín-Baró: 1990), tal como pretende la Psicología de la Liberación, de cuño latinoamericano, siendo un sacerdote, y no un psicólogo o psicóloga, uno de sus principales mentores. Una ciencia (Psicología social, para el caso) al servicio de la acción política revolucionaria entonces, aunque desde los parámetros científicos específicos de esa disciplina no queden claros los pasos para lograr esa liberación (recuérdese que el marxismo, nacido 150 años antes, ya venía proponiendo eso, con instrumentos más precisos, y las revoluciones socialistas habidas en la historia se hicieron con acción política de las masas y no con Psicología). Siempre con el apellido de “social”, una versión antitética propone que “El estudio sistemático de la psicología de masas reveló a sus estudiosos las posibilidades de un gobierno invisible de la sociedad mediante la manipulación de los motivos que impulsan las acciones del ser humano en el seno de un grupo” (Bernays: 2016), tal como dijera el sobrino de Freud, Eward Bernays, pionero de este tipo de Psicología para las masas. En esa línea (¿Psicología social también?) un ideólogo de la ultraderecha estadounidense, Zbigniew Brzezinsky, pensando en la “manipulación”, pudo decir que “En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón”. ¿Serán esas técnicas el éxito de esta ciencia? (Brzezinsky: 1968).
Tal vez, en lo que se conoce como Psicología positiva, dicho “éxito” consista en posibilitar ser ¿resilientes?, para utilizar un término a la moda en cierto ámbito del ejercicio profesional de los psicólogos: “Si usted quiere, puede, Todo depende de usted, Ser exitoso es una cuestión de actitud, No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad, ¡Sea positivo!, ¡Eleve su autoestima! Tú eres lo que eliges ser hoy día, no lo que antes elegiste ser. ¡Sé resiliente! ¡Supérate! ¡Deje atrás el pasado y mire con optimismo hacia adelante!”, tal como preconizan las muy a la moda técnicas de superación personal. En ese ámbito entran los libros de autoayuda, y cualquier cosa que se ofrezca con el prefijo “psico” tiene amplia aceptación (técnicas psico-energéticas, psico-masajes, psico-relajación, psico-yoga, psico-reiki, etc.). A propósito de estos textos, los únicos que las editoriales saben de antemano que serán éxitos comerciales –por eso los promueven tanto– vale recordar lo dicho por Sabatino Palma: “¿Saben por qué todos los días sale un nuevo libro de autoayuda? Porque el anterior ya fracasó”.
La dispersión de proyectos (epistemológicos, éticos, políticos) en el marco de la Psicología es enorme. Una teoría que los unifique a todos no hay, ni parece que pueda haberla. Hoy, entrado el siglo XXI, puede decirse que la única teoría realmente desarrollada, con un aparato conceptual sólido y que ofrece un saber sistemático, es la del inconsciente, establecida por Freud, ampliada luego por algunos de sus seguidores (por ejemplo, para el trabajo con niñez, o con psicóticos). De ahí que muchas veces se lo menciona a este médico austríaco como “el padre de la Psicología”.
Si se trata de buscar un conocimiento riguroso, el Psicoanálisis lo ofrece. Las otras formulaciones del ámbito psicológico son muchas veces más formulaciones ideológicas, o resultado de simples observaciones empíricas, constatación de “hechos”, que teorías sólidas (recordemos a Heidegger: “no hay meros hechos, sino que un hecho lo es sólo a la luz de un concepto fundado”). Hasta la misma manipulación de masas hace uso del concepto de inconsciente: “Los seres humanos en gran medida se ven impulsados por motivaciones que se ocultan a sí mismos; es tan cierto para la psicología de masas como para la individual” (Bernays: 2016), dirá Bernays, llevando la idea de inconsciente formulada por su tío al campo de la mercadotecnia, del manejo de multitudes, de lo social.
Por cierto, en un sentido no hay Psicología que no sea social; no existe la “Psicología individual”: “En la vida anímica del individuo, el otro cuenta, con total regularidad, como modelo, como objeto, como auxiliar y como enemigo, y por eso desde el comienzo mismo la psicología individual es simultáneamente psicología social en este sentido más lato, pero enteramente legítimo” (Freud: 1991), dirá Freud.
Es evidente que este esfuerzo de sistematizar y presentar el saber sobre lo anímico como una ciencia, que viene desplegándose desde fines del siglo XIX, no ha terminado de fructificar en un cuerpo único aceptado por todos los que se dedican a esta disciplina. No tienen nada en común, más allá de un título universitario –o de un interés humano, aunque no haya formación universitaria– quienes hacen selección de personal, o escuchan y acompañan el dolor de las víctimas de la violencia política en una comunidad de algún país del Sur global, o quien experimenta con ratas en un laboratorio para extraer conclusiones que luego llevará al ámbito humano, quien escucha a un paciente en su diván psicoanalítico o quien diseña una campaña publicitaria. Nada los une: ¿todos hacen Psicología?
En estas últimas décadas viene ganando terreno en el campo psicológico esto que llamamos “Neurociencias”. Las mismas tienen ya una dilatada historia como especialidad médica, desde el siglo XVIII en Europa hasta los últimos desarrollos de la Neurología actual. En realidad, es una práctica del campo biomédico, definitivamente útil en el abordaje de patologías neurológicas (distrofia muscular, mal de Parkinson, demencias seniles, meningitis, accidentes cerebro-vasculares, epilepsia, afasias, etc.) pero que no alcanza para explicar –menos aún para predecir y actuar sobre– el comportamiento humano. Lo cierto es que en el espacio de la Psicología cada vez va ganando más preeminencia la presencia de las Neurociencias como modelo a seguir. De hecho, constituyen ya un discurso hegemónico, un discurso-amo, provisto del rigor que sí tienen las “ciencias exactas” y no las “habladurías indemostrables” –según cierta visión– del Psicoanálisis.
Freud y Lacan, los grandes psicoanalistas del siglo XX, médicos de formación ambos, insistían que para ejercer el trabajo clínico en el ámbito psicológico no se necesita una formación biomédica sino otra de corte “social”, “humanística”: semiótica, filosofía, historia del arte y la cultura… ¿Por qué entonces en tantas casas de estudio de la Psicología –donde el Psicoanálisis entra marginalmente– se insiste con fuerza casi obsesiva en estudiar textos de Neurociencias y manuales de Psiquiatría y Psicopatología?
El reciente auge de estas Neurociencias, crecientemente incorporadas en muchos ámbitos: la clínica, la mercadotecnia, la Psicología militar, se anuda a una ideología positivista que reverencia la presunta objetividad de los “hechos demostrables”, el laboratorio como garantía de fiabilidad, de rigor científico entendido al modo de las ciencias exactas. En ese marco, el estudio del órgano “cerebro”, hecho desde la mirada biomédica, va inundando el pensamiento psicológico. De todos modos, como dice Nora Merlín: “Debe considerarse que la investigación sobre el cerebro puede funcionar como una renovada oferta de espejitos de colores. Las neurociencias son un conjunto de disciplinas que estudian la estructura, la función y las patologías del sistema nervioso, pretendiendo establecer las bases biológicas que explican la conducta y el padecimiento mental. (…) Las neurociencias implican el triunfo de la medicalización, del paradigma positivista y de la investigación técnica desligada de los efectos políticos y subjetivos de vivir con otros y otras. Supone el negocio de los laboratorios y el triunfo de la colonización neoliberal que produce psicología de masas, donde el sujeto se reduce a ser un objeto de experimentación manipulado, cuantificado y disciplinado” (Merlín: 2020).
Las máscaras con que vivimos (eso es el Yo), lo impredecible de nuestra conducta, nuestros malestares intrínsecos dada nuestra humana condición (Freud tituló una de sus obras más importantes justamente “El malestar en la cultura”), las aparentes sinrazones y contradicciones de nuestro diario vivir –que sí tienen una lógica–, lo errático y muchas veces incomprensible de nuestros deseos, las “locuras” que terminamos aceptando como normales (“La guerra es necesaria para mantener la paz”, dijo el Premio Nobel de la ¿Paz? Barack Obama, o la aceptación acrítica de que una humilde campesina virgen dio a luz un niño hace dos milenios en un pesebre de Galilea, embarazada por un espíritu), todo ello responde a una historia (individual y colectiva) que nos construye, y no a determinaciones bioquímicas o malformaciones cerebrales. “La medicina académica (…) parece interesarse sobre todo por los caminos anatómicos a través de los cuales se produce el estado de angustia. (…) Hoy no podría indicar algo más indiferente para la comprensión psicológica de la angustia que el conocimiento de las vías nerviosas por las que transitan sus excitaciones”, decía Freud (Freud: 1991).
Al contrario de una visión más social, más histórica si se quiere, la Psicología va nutriéndose cada vez más de esta visión positivista, organicista, útil sin dudas en el campo del accionar médico, pero inoperante para entender y actuar sobre nuestros malestares anímicos, sobre nuestra vida psicológica. “La activación prolongada de una región del cerebro llamada estriado ventral está directamente relacionada con mantener emociones y recompensas positivas. La buena noticia es que podemos controlar la activación del estriado ventral, lo que significa que disfrutar las emociones más positivas está en nuestra mano” (Aaron: 2015), nos dice algún estudio de Neurociencias. La ilusión es que sí, efectivamente, ese disfrute “está en nuestra mano”. El Psicoanálisis, como ninguna otra formulación del campo psicológico, vino a demostrar la finitud humana, que el conflicto es constitutivo de nuestra condición, contrariamente a la homeostasis que explica el mundo biológico. Todo indica que “las emociones más positivas” no están precisamente en nuestras manos, en nuestra buena voluntad. Que, máscaras mediante, finjamos una felicidad radiante, es una cosa; cómo somos y por qué nos pasa lo que nos pasa, es otra muy distinta.
Dicho todo esto, cabe la pregunta de hacia dónde va la Psicología como actividad que ya se ha ganado un lugar en el mundo académico. Las susodichas Neurociencias están tomando agresivamente la delantera, constituyéndose en el referente obligado para la disciplina. Eso va desplazando otras formulaciones más “sociales”, más “humanísticas”, si así se pudiera decir. Pero dicho desplazamiento no es fortuito. Tal como expresa Nora Merlín, “supone el negocio de los laboratorios y el triunfo de la colonización neoliberal”. En otros términos, supone la absoluta mercantilización del ámbito Psi. La ilusión de “rigor científico” que brindan las Neurociencias permite ese gran negocio en ciernes que es el hiper consumo de medicamentos para atender los “malestares del alma”.
Esos malestares, esas rarezas que pueblan cotidianamente la vida de los humanos, en la modernidad capitalista se han transformado en “enfermedad mental”. La misma asusta, porque evidencia lo dicho por Freud en su momento, que “no somos dueños en nuestra propia casa”, somos sujetos enajenados. Marx lo refirió al sujeto social, a la clase; Freud al sujeto individual, a sus síntomas. Para ambas construcciones teóricas se esfuma la idea de libre albedrío, de voluntad. Reconocer eso es perder la sensación de autodominio que impone la racionalidad; es una gran herida narcisista, junto al descentramiento de la Tierra como centro universal (Copérnico) y la idea de ser nosotros, los seres humanos, materia viva producto de la evolución igual que los animales y no centro de la creación divina (Darwin). La “enfermedad mental”, categorizada como tal a partir de la existencia de la Psiquiatría, pasó a ser mala palabra. Eso asusta, espanta: nadie quiere sentirse “loco”, porque eso patentiza la enajenación, aunque ahora ya no son espíritus maléficos los que nos enajenan: es nuestra propia historia.
En esa corriente, montándose en el temor que todo este ámbito acarrea, el campo de las enfermedades mentales significa la posibilidad de un gran negocio para quien se quiere aprovechar de esos miedos. Las actuales clasificaciones psiquiátricas, crecientemente ampliadas “descubriendo” de continuo nuevos cuadros psicopatológicos, sirven a estas estrategias de venta. El conocido DSM ya citado –“libro sagrado” para mucha gente dedicada a la Psicología–, hoy día presenta en forma progresiva cuadros psicopatológicos producto más de la mercadotecnia que de la práctica clínica, inventados en los departamentos de mercadeo de grandes firmas farmacéuticas. Lo que se oculta tras ello es la voracidad de los laboratorios por vender psicofármacos. En su primera edición en 1952 presentaba 106 cuadros psicopatológicos; la quinta edición de 2013 llevó ese número a 216, más del doble. Cuesta creer que se hayan “descubierto” tantas entidades nosográficas nuevas en pocas décadas: no parece que crezca tanto la locura sino la apetencia empresarial.
Su última actualización en muy buena medida se maneja con estos criterios: aparecen nuevos trastornos con los que se psiquiatriza el malestar, asustando a los portadores y sus allegados y al público en general, dejando abierta la posibilidad de los nuevos fármacos que vienen a “resolver” el problema en cuestión. Por cierto, nadie controla esto. Al contrario: el halo de cientificidad con que se monta todo el circuito no deja lugar a dudas. Las así llamadas Neurociencias no se discuten. De esta forma, el DSM pasó a ser palabra indiscutible en este campo siempre resbaladizo de las enfermedades mentales. Ejemplos sobran. El hoy día tan conocido trastorno bipolar, hace unos años ni siquiera figuraba en las taxonomías psiquiátricas (¿reemplaza a las psicosis maníaco-depresivas?) Cuando apareció, se calculaba que el 1 % de la población lo padecía; hoy día, esa cifra subió al 10 %. ¿Estamos todos locos… o hay allí formidables –y viles– estrategias de mercadeo?
Un instrumento como el mencionado abunda en este tipo de ejemplos, de cuadros psiquiátricos de discutible validez científica, pero de probada eficacia comercial: “trastorno disfórico premenstrual” para las molestias asociadas con la menstruación, “trastorno de compra compulsiva” para la conducta consumista, “trastorno desregulador perturbador del estado de ánimo” para los berrinches infantiles… Incluso la timidez puede recibir alguno de estos rimbombantes nombres con aire de enfermedad mental (“trastorno de ansiedad social”). Realmente no pareciera que esté todo el mundo tan enfermo “de la cabeza”. Hay algo más allí. ¿Qué avance real se registra en la práctica clínica con todas estas nuevas y cada vez más revisadas, corregidas y aumentadas listas de psicopatologías con sus correspondientes fármacos asociados? No es la enfermedad mental la que crece sino los bolsillos de los fabricantes de psicofármacos. 100 millones de personas toman diariamente algún psicotrópico en todo el mundo, es decir, 150 mil dólares por minuto consumidos en ese renglón. La felicidad, de todos modos, está lejos de alcanzarse, por supuesto. Esa presunta felicidad no es la presentada por Hollywood. Imposible pensar que se la pueda alcanzar a base de comprimidos. No obstante, en algunas de estas mega-industrias de la salud, se habla del “drogado preventivo”, es decir, el consumo de psicofármacos como modo de adelantarse a la aparición de síntomas específicos.
En el ámbito clínico, más allá de la escuela a la que se adscriba y del modo cultural en el que se desarrolle (la Psicología oriental –china, japonesa, india– o la africana, por ejemplo, distintas a lo que se busca en Occidente), siempre hay un reconocimiento implícito de que la palabra puede ser un medio idóneo para “tratar los malestares anímicos”, reencontrarse con sí mismo o vencer tabúes –no importa cómo se nombre ese malestar–, pero siempre se hace apelando a la “descarga interior” que trae aparejado el ejercicio de la palabra. “Las palabras son, en efecto el instrumento esencial del tratamiento anímico” (1991), dirá Freud refiriéndose al método de trabajo que está iniciando. “El neurótico es un enfermo que se trata con la palabra, sobre todo con la suya. Debe hablar, contar, explicar él mismo. Freud lo define así: “asunción de parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro”. El psicoanalista no tiene más remedio que ser el rey de la palabra”, agrega Lacan (1971). De todos modos, la tendencia general que va ganando espacio en el ámbito psicológico en relación a los malestares no prioriza la palabra sino la medicación. Esto está generalizado en todas partes del mundo, incluso en aquellas latitudes donde la profesionalización de la Psicología aún es muy inicial.
Los modelos tecnocráticos que se han impuesto en el mundo, con una veneración de lo científico-técnico entendido al modo positivista, hace que esa priorización de la palabra no esté en crecimiento. Todo indica que es muy probable ir caminando hacia un robot, una inteligencia artificial debidamente preparada con sus infinitos algoritmos que atienda las penurias anímicas de la gente, quizá en forma virtual incluso, y recete: 1) consejos prácticos centrados en la Psicología positiva: “técnicas para manejar el estrés”, por ejemplo, o 2) psicofármacos. La escucha (preconizada por Hipócrates, reconocida por las diversas aproximaciones de las “Piscologías” no académicas, o lo levantada por el Psicoanálisis como su herramienta privilegiada), no está en alza. Por el contrario, paulatinamente va siendo desechada, tal como sucede incluso en las prácticas biomédicas, centradas cada vez más en tecnologías que prescinden de la calidez de la relación interhumana (“El paciente de la cama 6 es un hígado graso, y la de la cama 9 es una tuberculosis. ¿Cómo se llaman? Cama 6 y cama 9”).
Ante este avance fenomenal del negocio psicofarmacológico y la ideología neoliberal individualista que barre el mundo en este momento, la Psicología –en sus distintas expresiones– no ofrece perspectivas nuevas, teorías que le den un sello de identidad propia como ciencia; al contrario, se pliega a esa ideología. La única formulación realmente novedosa –revolucionaria, subversiva por cierto– es el Psicoanálisis. Pero el mismo no pareciera tener ante sí un camino facilitado. Por el contrario, no es lo dominante en el campo de la Psicología, relegándoselo en todo caso a cierto lugar de marginalidad. Incluso en el ámbito psicoanalítico se dan profundas escisiones, con marcados juegos de poder entre las infinitas instituciones existentes, las denominadas oficiales (como la Asociación Psicoanalítica Internacional, “el principal órgano regulatorio y de acreditación para el Psicoanálisis en el mundo”, con presencia en más de 30 países y alrededor de 12,000 miembros) o las que siguieron las enseñanzas de Jacques Lacan, separadas de la oficial, atomizadas en grado mayúsculo a la muerte del maestro francés, todas reivindicando la pureza freudiana, la verdadera ortodoxia. “Lacan no se basta a sí mismo, hay que recurrir a Freud”, alertaba León Rozitchner ante la avalancha de lacanismo que inunda cierto espacio psicoanalítico, con una hermética jerga que hace pensar no tanto en centros científicos sino en grupos cenaculares solo para iniciados, despreciando a quienes no pertenecen a la institución. El dogmatismo y el culto a la personalidad que se da en el ámbito lacaniano abre una pregunta sobre lo que allí se ha ido erigiendo. Sin dudas, ahí hay un debate abierto, no saldado. Muchos de estos grupos, incluso, presentan una marcada ideología neoliberal, radicalmente alejados de la búsqueda de la liberación que buscan otros.
La Psicología concerniente al ámbito individual, aquello que tiene que ver con psicopatología, con abordaje clínico, va quedando cada vez más vinculada a la visión dominada por la Psiquiatría biomédica, basada en las clasificaciones que ya están universalizadas: la de la Organización Mundial de la Salud, el CIE 11, de 2019, y el mencionado DSM V, de 2013 (utilizado en todo el continente americano y en menor medida en Europa, África, Asia u Oceanía). La globalización de los saberes lleva a que la OMS, con un discurso sanitarista, sea la rectora en el campo de las ciencias de la salud. En lo tocante a salud mental, también; aunque allí igualmente tiene una gran presencia el manual de la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos, el DSM (ligado a la gran industria farmacéutica). Esas perspectivas apuntan a homogenizar las prácticas sanitarias en todo el orbe. Sucede que en el campo de los malestares psíquicos la situación es más compleja, porque no hay un saber único, rector. Para la Psicología transcultural y su pretensión de desarrollar marcos con pertinencia cultural, los esquemas globales son sentidos como “imposición occidental”. Sin dudas, eso funciona así: no es ninguna novedad que Occidente (primero Europa, luego Estados Unidos, básicamente el discurso anglosajón) marca el mundo moderno, imponiendo sus pautas (porque desde el Renacimiento en adelante ha dominado el mundo, en general a base de invasiones y cañones). Hoy día una de las palabras más utilizadas en el mundo Psi es “estrés”, tomada del inglés “stress” (tensión). Sobran términos en idioma español para significar ese estado, pero la influencia del Norte cubre todo nuestro ámbito académico. De ahí que surjan voces denunciando la situación.
Sin embargo, queda como agenda pendiente desarrollar una Psicología propiamente latinoamericana, o africana, u oriental. Sigue faltando allí una teoría contundente que vaya más allá del ámbito de la consciencia, si bien se reconoce la palabra como el instrumento idóneo para abordar los malestares “del alma”. Se pide una Psicología, por ejemplo, latinoamericana, o africana. ¿La hay? ¿Puede suceder eso con otras prácticas científicas? ¿Hay una Química o una Mineralogía, una Matemática o una Ingeniería genética con ese color geográfico? De momento no se ha ido más allá del pedido, de la reivindicación, importante sin duda como acción política contra la hegemonía occidental que avasalla el mundo. La cuestión está en cómo construir esa Psicología. O, quizá, en plantearse hasta qué punto ello es pertinente. En este momento, lo formulado por el Psicoanálisis en cuanto a la formación del sujeto como producto de esa historia subjetiva que nos hace ser o normales neuróticos, o “locos” psicóticos o transgresores de toda laya, es decir: nos constituye en una estructura que regirá toda nuestra vida, parece lo más idóneo para entender el malestar psíquico. Y consecuentemente, darle una respuesta positiva.
Sin poder dar cuenta teórica de por qué sucede, muchos practicantes de la Medicina, en cualquiera parte del mundo y en cualquier de sus formas (alopática u homeopática), con título universitario o como actores empíricos (curanderos, shamanes, comadronas, etc.) descubren que el permitir hablar de las dolencias a quienes las sufren, alivia, cura. La Psicología que se va robotizando prescinde de esta visión, enfocándose más en los procesos físico-químicos del cerebro, acorde al discurso hegemónico dominante. De todos modos, la palabra sigue siendo el vehículo más pertinente para atender los problemas anímicos. Fue el Psicoanálisis quien pudo teorizar y formular en conceptos (¡aunque no se puedan “demostrar” en el laboratorio!) el porqué de ese mecanismo: si son palabras las que nos “hacen”, nos “construyen” como sujetos en términos psicológicos (la historia subjetiva personal de cada quien, única e irrepetible), son también palabras las que podrán permitir desandar esa historia y procesarla de un modo que nos libre de los malestares. La teoría psicoanalítica llevó eso a la categoría de conceptos operativos. Un médico “de viejo estilo”, que sabe escuchar a sus pacientes, o el curandero que también sabe escuchar, sin saberlo teóricamente, ponen en práctica lo que el Psicoanálisis descubre y teoriza con rigor sistemático: “La ciencia moderna aún no ha producido un medicamento tranquilizador tan eficaz como lo son unas pocas palabras bondadosas” (Freud).
Citando a Juan David Nasio podremos decir que “¡Sí, el psicoanálisis cura! Evidentemente ningún paciente se cura completamente, y el psicoanálisis, como todo remedio, no cura a todos los pacientes ni cura de manera definitiva. Siempre quedará una parte de sufrimiento, una parte irreductible, inherente a la vida, necesario a la vida. Vivir sin sufrimiento no es vivir. (…) Una precisión con respecto a la palabra “curar”. Habitualmente “estar curado” significa haber superado una enfermedad. Por supuesto, la mayor parte de nuestros pacientes no están enfermos en el sentido médico del término, sufren por estar en conflicto consigo mismos y con los demás. Justamente, es ese conflicto interior y relacional lo que el psicoanálisis intenta hacer desaparecer. En suma, y desde el punto de vista psicoanalítico, uno está curado cuando consigue amarse tal cual es, cuando llega a ser más tolerante consigo mismo y, por lo tanto, más tolerante con el entorno cercano” (Nasio: 2017). De todos modos, lo que sí puede constatarse en el mundo globalizado actual, de cuño capitalista, la velocidad manda (“El tiempo es oro”, puede llegar a decirse). Los tratamientos “del alma” se busca que sean rápidos, de pocas consultas; desvincular del mundo productivo-consumista a una persona por mucho tiempo no es rentable (para quienes manejan el mundo, se entiende: las grandes empresas lucrativas). Por eso la tranquilidad sin apuro del hablar, de priorizar la palabra tranquilizadora sobre la tomografía o el algoritmo que “todo lo sabe”, no es lo buscado. Por el contrario, se prioriza la medicación, o las técnicas de readaptación.
En esa vorágine del mundo capitalista urbanizado e hiper tecnológico, plantear tratamientos largos no parece lo más “recomendable”. Pero no debe aceptarse tan fácilmente la idea de que el Psicoanálisis es algo muy largo, excesivamente largo, que lleva mucho tiempo, años. Indudablemente, si se trata de hacer la experiencia del inconsciente y arribar a una cura (fin de análisis, atravesamiento del fantasma, como diríamos en vocabulario lacaniano), eso lleva un tiempo, que tal vez no resulte ni largo, ni corto, sino el suficiente. Pero también es cierto y debe contemplarse, que la gran mayoría de las veces, sujetos sufrientes, que padecen, desesperados, encuentran alivio en la cura por las palabras, y a veces en pocas semanas salen de un difícil atolladero o resuelven cuestiones trascendentes, incluso la angustia. Es decir que si bien se propone un trayecto en la vida de un sujeto con el horizonte de la cura, esto no quita la eficacia de la clínica psicoanalítica en términos que disponerse a escuchar cada sufrimiento singular, intervenir allí, responsabilizar al sujeto e invitarlo a que ponga en marcha todos sus recursos simbólicos, es algo que produce efectos en cada sesión y desde la primera sesión.
Un campo donde sí, efectivamente, la Psicología ha tenido un gran desarrollo es en lo tocante al abordaje de las multitudes, en el manejo/manipulación de grandes masas humanas. Ahí nadie lo discute, ni se discute su “cientificidadlibro”. Esa práctica abre un interrogante no tanto sobre su pertinencia epistemológica sino sobre su calidad ética. Lo dicho en su momento por Edward Bernays dio lugar –inicialmente en Estados Unidos, desplegado luego por todo el mundo– a profundizaciones en ese ámbito, llegándose a una Psicología militar donde no se oculta, en absoluto, que un saber riguroso se pone al servicio de claros intereses económico-políticos. El manejo de grandes masas (publicidad comercial, propaganda ideológico-cultural) constituye definitivamente un logro, un gran impacto. Los efectos de esa Psicología son innegables. Lo preconizado por el Ministro de Propaganda del régimen nazi hace un siglo atrás, Joseph Goebbels (“Una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad”), se consustancia completamente con esta forma de desarrollar la Psicología.
Para concluir
Este modesto escrito no pretende ser un riguroso estudio sistemático de la realidad de la Psicología en todo el mundo. Es, en todo caso, un breve ensayo que no busca hacer pronósticos de futuro, sino que intenta ver líneas generales de hacia dónde se dirige esta particular ciencia llamada Psicología, evidenciando consternación –¿por qué ocultarlo?– ante los caminos que está tomando.
Todo indica que el discurso y la ideología capitalistas, más aún en su actual versión neoliberal (capitalismo salvaje, sin anestesia), alientan buena parte de las intervenciones que caen bajo su denominación. Muchas de las acciones que hacen los profesionales de la materia tienen una clara orientación pro sistema, en tanto ayudan a mantener y/o reforzar el statu quo actual.
La dispersión de escuelas, enfoques, tendencias y modalidades que existe es tan grande que se hace imposible hablar de “la” Psicología. Una variedad de intervenciones tan diversa cae bajo su paraguas que, en términos de descripción de la situación, sería más pertinente hablar de “las Psicologías”. Incluiría eso todo lo que la academia elabora como saber sistemático, más las prácticas tradicionales existentes en diversas latitudes del planeta que, de un modo u otro, se ubican también bajo esa denominación, aunque de hecho no reciban ese nombre, siempre ligadas a la atención del malestar anímico (que, indefectiblemente, está entre todos los seres humanos. “Malestar en la cultura”, alertaba Freud).
Ubicada en el campo de las ciencias sociales, su inspiración cada vez está más cerca del positivismo ligado a la Biología o las ciencias médicas que a planteamientos con contenido social-antropológico, solidarios del pensamiento crítico. Su metodología se fascina con el laboratorio y la experimentación, encontrando ahí su referente fundamental, obnubilada con el criterio de rigor científico que otorgan las hoy conocidas como Neurociencias.
La modalidad que ha ido tomando la Psicología al considerarse ciencia se ha hecho desde los parámetros dominantes en este aspecto, es decir: los modelos surgidos en Occidente (Europa y luego Estados Unidos). Los distintos saberes científicos del campo físico tienen una pretensión de universalidad. No sucede exactamente así con el ámbito social-humanístico. En Psicología se polariza más aún la situación. La formación académica de las y los psicólogos en todo el mundo asienta en modelos occidentales, repitiendo de algún modo esa abigarrada dispersión de enfoques, priorizando en términos generales 1) un abordaje clínico o 2) una técnica de trabajo con grandes grupos o masas. A esa universalización del saber psicológico se le oponen llamados a desarrollar Psicologías con características regionales: latinoamericana, africana, hindú, japonesa. Más allá de ese pedido, tomando distancia del colonialismo cultural que ha impuesto el Occidente industrializado, esa Psicología transcultural no ha podido desarrollar hasta ahora una teoría propia con raigambre autóctona.
En términos generales, no presenta un planteo teórico en torno al sujeto que le sea propio, estableciendo conceptos fundamentales que abran un campo novedoso en los saberes. La única teoría que se mueve en esa dirección es el Psicoanálisis. De hecho, la formulación de un sujeto no explicado solo en términos biológicos sino construido a partir de su ingreso a la cultura (lo que Freud denominó “complejo de Edipo” y Lacan perfeccionó/amplió con los tres tiempos en que el mismo se despliega, enfatizando los conceptos articuladores de falo y castración) se muestra fecunda para entender la subjetividad del sujeto, y consecuentemente poder operar con mayor éxito sobre él. De todos modos, el peso de la ideología racionalista tradicional y el negocio capitalista (manejo de personal eufemísticamente llamado Talento Humano, manejo de masas, venta de psicofármacos, Psicología positiva centrada en los aspectos conscientes) no le ha permitido expandirse, dejándolo siempre en un rincón de marginalidad. Si bien en algunos países corre mejor suerte, en general en todo el mundo no está en plena expansión. Al contrario, las Neurociencias le arrebatan cada vez más su grupo-objetivo, condenándolo por “anticientífico”, charlatanería barata, pansexualista.
La idea de una Psicología para la liberación no prosperó, porque la liberación social (la transformación política revolucionaria de las estructuras económico-sociales vigentes basadas en la explotación de las grandes mayorías populares) no puede darse a partir de una determinada práctica científica (la Psicología o cualquier otra ciencia) sino a partir de la práctica política de los pueblos. La única liberación posible en el ámbito personal la puede otorgar el ejercicio clínico del Psicoanálisis, pero las Psicologías de la “caricia” y la medicalización psiquiátrica crecientes le obturan su desarrollo. La población, por diversos motivos, termina buscando mucho más esos caminos y no la clínica psicoanalítica, bastante demonizada desde prejuicios invalidantes en el campo de la salud. El abrazo tierno y la promesa de felicidad que ofrecen las Psicologías no asustan, no duelen; el bucear en la propia historia para encontrar y procesar los límites en tanto pasos imprescindible para la curación, sí.
La Psicología clínica que se va imponiendo mundialmente busca tratamientos rápidos, efectistas, centrados básicamente en la desaparición de síntomas y en la pronta reincorporación del sujeto padeciente a la normalidad convencional, con una fuerte presencia de la ideología biomédica y psiquiátrica apoyada en la “rigurosidad” de las Neurociencias. Planteos como el Psicoanálisis, que buscan desentrañar causas profundas de las afecciones para lo que se hace necesarios tratamientos prolongados, ocupan un lugar marginal, sin que se vislumbre la posibilidad de su crecimiento. Las políticas públicas de salud mental se muestran psiquiatrizadas y no ponen el acento en la prevención, entendida como la posibilidad de hablar de los problemas, rompiendo mitos y prejuicios (única “prevención” posible en el campo de la salud mental, dado que no se puede prevenir el conflicto, el malestar intrínseco a la condición humana). La Psicología, en términos generales, es arrastrada por esta tendencia a la dulcificación, a ser una “técnica de readaptación”.
Tal como van las cosas, todo indica que la Psicología, aún con esa dispersión enorme de escuelas y tendencias, se encamina cada vez más a ser una técnica a) de reeducación/adaptación (en lo individual) o b) de manejo de multitudes en los ámbitos sociales como la publicidad, la formación de opinión pública y el desarrollo de neuroarmas (armas que sirven para influir directamente sobre la conducta humana a través de la alteración de funciones del sistema nervioso central, manipulando procesos cognitivos y emocionales, influyendo abiertamente sobre ciertas capacidades humanas tales como la percepción, el razonamiento, los valores éticos o la tolerancia al dolor). O c) un mecanismo de control del personal asalariado, dándose el ampuloso nombre de “organizacional”.
La tendencia general de la Psicología no parece estar sirviendo para ninguna liberación sino para profundizar la opresión. Ojalá esta ciencia, o práctica, sirviera para ayudar a producir emancipaciones; de todos modos, como vemos que van las cosas en este ámbito, eso no parece muy posible. Los procesos de liberación social siguen pasando indefectiblemente por la práctica política.
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