Cuando la caída del muro de Berlín en 1989, la derecha gritó exultante que “la historia y las ideologías habían terminado”. Tamaña patraña interpretativa rápidamente cayó en descrédito; años después de formulada, el mismo autor que la proclamara tuvo que matizar la expresión, reconociendo que había sido una exageración. Reforzando la idea, uno de los grandes magnates de Wall Street, Warren Buffet, expresó sin tapujos: “Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando.”
La lucha de clases, motor de la historia, sigue al rojo vivo. La confrontación social marca la dinámica global. En esa lucha interminable el capitalismo ha aprendido la lección de sobrevivencia. Y la aprendió muy bien. En sus largos siglos de existencia superó exitosamente crisis económicas, revoluciones socialistas, Guerra Fría, organización sindical, movimientos alternativos, pandemias… En realidad, no se lo ve agotado. Si se pudo decir que el neoliberalismo -versión corregida y aumentada del liberalismo clásico, explotación inmisericorde sin anestesia- había fracasado, eso fue solo el deseo (esperanzado) de ver el final del sistema capitalista. No está agotado, no fracasó; las élites a las que favorece no pueden decir que estén fracasadas. El campo popular es el que está golpeado, diezmado, sin rumbo claro en este momento. De hecho, el sistema capitalista se volvió un viejo mañoso que “se las sabe todas” y no está dispuesto en lo más mínimo a desaparecer. Su arsenal de recursos para seguir dándose vida es casi interminable, renovándose continuamente.
Después de varios siglos de sentirse dominador, y habiéndose puesto entre paréntesis las primeras experiencias socialistas del siglo XX, el sistema se autopercibe omnímodo, victorioso. Además, está dispuesto a apelar a cualquier cosa para seguir manteniéndose; si para ello son necesarias las más crueles atrocidades, nada se lo impide cometerlas. Así la historia del capitalismo, más allá de esa deslucida y pusilánime idea que entroniza como sus insignias más elevadas a la “democracia” (representativa, no directa), la “libertad” (¿de empresa?) y la defensa de los derechos humanos, es una interminable sucesión de monstruosidades: proletarizó en condiciones insoportables a grandes masas campesinas de Europa para iniciar su proceso de industrialización, saqueó vilmente todo el continente americano robando materias primas, esclavizó a población negra del África para llevarla por la fuerza al otro lado del mar, diezmó pueblos enteros en todos los rincones del planeta convirtiéndolos en colonias -aberración que se sigue manteniendo al día de hoy aunque pomposamente hable de derechos humanos-, reprimió criminalmente toda protesta popular, hizo de la guerra su negocio más redituable (70,000 dólares por segundo gasta la humanidad en armamentos), utilizó armas de destrucción masiva con total impunidad (bombas atómicas, guerra química y bacteriológica, neuroarmas), mantiene idiotizada a media humanidad con sutiles mecanismos ideológico-culturales por medio de sus instrumentos idóneos, básicamente los medios masivos de comunicación en este último siglo, miente descaradamente, financia dictaduras y ejércitos represores, tortura, secuestra, desaparece gente “indeseable” para su lógica, apoya escuadrones de la muerte y más de alguna otra “preciosura”, que siempre presenta maquilladamente como “defensora” de un pretendido orden natural que no puede cambiar.
Todo es bueno para mantener el sistema. Tomando la experiencia latinoamericana durante el siglo XX, cualquier intento de cambio socioeconómico recibía una cruenta respuesta militar. Los gobiernos militares fueron la norma durante décadas, imponiendo sangrientas dictaduras que aseguraban la marcha del “clima de negocios” que el sistema necesita. Pero eso tiene demasiados costos. La potencia detrás de todo esto para la región, Estados Unidos, ha ido variando la forma de imponer la continuidad de la hegemonía del capital. De los golpes de Estado con tanques de guerra ahora se pasó a nuevas formas “sofisticadas” de control: la guerra jurídica o lawfare. Ella sirve para neutralizar a cualquiera que intente variar el orden establecido, desvirtuándolo, destruyendo su imagen a partir de la implicación en denuncias determinadas. Es lo que se ha hecho, por ejemplo, con Lula y Dilma Rousseff en Brasil, o Cristina Fernández en Argentina, Pedro Castillo en Perú o Thelma Aldana en Guatemala. A través de un montaje mediático se preparan las condiciones para establecer un juicio por alguna causa -real o inventada con mucha premeditación- que permita sacar de circulación a la persona en cuestión, presentándola como delincuente.
Un intelectual orgánico del establishment estadounidense, Joel Trachtman, dijo: “la guerra jurídica puede sustituir a la guerra tradicional cuando funciona como un medio que obliga a ciertos comportamientos específicos con menos costos que la guerra cinética, e incluso en los casos en donde la guerra cinética sería ineficaz”. Esta forma de mantener a raya las “molestias” que pueda ocasionar una alternativa al sistema, tiene grandes beneficios para quienes la implementan: no hay costos políticos como en las dictaduras, son más fáciles de “vender” entre la población y, para la lógica de Washington, son más baratas financieramente.
En agosto del 2017 el doctor en Derecho y miembro de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, general de división Charles Dunlap, publicó un ensayo titulado “Introducción a la guerra jurídica. Manual básico”, donde postula que la utilización de leyes se podía hacer para lograr victorias evitando así la acción militar. “El uso de la ley como un medio para conseguir lo que de otra manera tendría que conseguirse con la aplicación de la fuerza militar tradicional”, sintetiza definiendo el lawfare. La cuestión es que esa guerra jurídica sirve para atacar enemigos, destrozándolos en el campo jurídico-ético-mediático. Se le criminaliza y así se le puede mandar a la cárcel, con argumentos falaces en general, deteniendo cualquier atisbo de propuesta crítica. Ya no son necesarias la aniquilación física, la desaparición forzada de personas ni las cámaras de torturas: con el retorcimiento de las leyes se puede neutralizar al enemigo.
El sistema, sin dudas, sabe lo que hace. Y si esta nueva modalidad represiva no alcanza, ahí siguen estando las bayonetas siempre listas.
Marcelo Colussi
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