Sucedió alrededor de las 10 de una fría mañana de día miércoles. Se podrán hacer todas las interpretaciones que se deseen del hecho, pero lo más importante no es su desenlace sino lo que allí se dijo.
Toda la escena no duró más de media hora, pero tuvo tal intensidad emotiva que podría parecer de horas, o de un día entero. Como siempre, lo más importante es el contenido y no la cáscara, aunque tantas veces nos quedemos fascinados sólo con la presentación, con lo externo.
David fue militante del Partido Comunista prácticamente toda su vida, desde los 17 años. Ahora, con sus 71 cumplidos, seguía siendo un activista comprometido; ya no del partido, sino de la causa, de la vida. Decepcionado por muchas de las cosas que fue viendo, se salió de la organización ya de grande, después de los 60, pero nunca abandonó sus convicciones. Seguramente por esas mismas convicciones y no por otra cosa –así lo creo yo al menos– es que sucedió lo que sucedió.
Era psiquiatra, como tantos médicos de origen judío de Argentina. Su paso por la Unión Soviética años atrás no le reportó mucho para su profesión, pero sí para su formación política. Pero donde más le influyó fue en su ética, en su visión de las cosas. De hecho, sus abuelos paternos eran rusos. Al igual que su padre, él hablaba la lengua rusa con bastante fluidez. No se sentía ruso precisamente, pero el contacto con ese pueblo por casi un año –el tiempo que duró su formación política– y dos breves regresos que hizo posteriormente, lo sensibilizaron mucho, haciéndolo sentir casi uno más de ellos. Por eso ahora, caído el bloque socialista, se resentía tanto, sintiendo así en carne propia, casi como un ruso común, lo que esa caída había significado.
Lo cierto es que aquella mañana David no aguantó más y lo hizo. Como yo era su vecino y nuestros balcones se tocaban, contraviniendo lo que pidió –tengo que confesarlo: lo hice porque no quería perderme ni un detalle de lo que sucedía–escuché toda la conversación.
La cuestión empezó cuando algunos transeúntes lo vieron encaramado en la cornisa. Era un edificio viejo, de los años 30, muy bonito, con un estilo neoclásico europeo con el que hoy día ya no se construye. Vivíamos en el sexto y último piso, altura suficiente para matarse si uno caía desde ahí. Había ascensor, pero David, con sus 71 años a cuesta, prefería las escaleras. Siempre había sido un tipo muy atlético, con un esmerado cuidado físico. De hecho, todas las mañanas practicaba media hora con una bicicleta estacionaria en la sala de su casa. Fue por eso, por estar en muy buenas condiciones, que pudo salir del balcón y comenzar a caminar por la cornisa.
La verdad que no sé si tenía pensado arrojarse realmente; yo me quedé con la idea que era una estrategia para llamar la atención. Tal vez la de su nieto, no sé… O quizá de la opinión pública. No puede decirse que David fuera un histriónico; pero sí que sabía concitar la atención, que le salía con mucha facilidad ser centro de las reuniones. Era muy buen orador, por cierto. Podía hablar horas sin papel, improvisando. Su formación era erudita. Además de medicina y psiquiatría, había estudiado mucha filosofía e historia del arte. Y tocaba el violín como los dioses.
Cuando estaba en la cornisa, no demoraron ni cinco minutos en aparecer ambulancias, la policía, los bomberos, y por supuesto los medios de comunicación. De todo se puede hacer negocio, por supuesto. Y un suicidio es algo perfecto para ello. Más aún si se trata de alguien más o menos conocido como era David Ulianowsky, ¡el doctor Ulianowsky!, conocido y reputado médico comunista, destacado columnista en uno de los periódicos más importantes del país.
Estando en la cornisa, cuando se acercaron los bomberos tratando de convencerlo que no lo hiciera, que la vida es hermosa y estupideces de ese tipo (la vida ¿es hermosa?), pidió que se retiraran todos, y que sólo hablaría con la psicóloga de la policía. Fue él, David, quien pidió que fuera la psicóloga. No cualquier psicólogo, sino ella; él la conocía desde hacía un buen tiempo, porque había sido su alumna en la cátedra de Psicopatología. Le parecía una mujer especialmente inteligente.
En no más de 15 minutos María Inés estaba ahí. Preparada para ese tipo de eventos, no temió en salirse del balcón y acercarse caminando por la cornisa. Eso estaba fuera de todos los protocolos de seguridad que los empleados policiales cumplían a la perfección, pero ella no era como todos. Por esa irreverencia, esa rebeldía siempre presente en su actuar es que David la tenía como su mejor alumna, la más inquieta, la más crítica. Ella lo siguió tratando de usted, como quince años atrás lo había hecho en la Facultad; él continuó con el tuteo. La conversación es una verdadera pieza de antología.
-Doctor, ¿qué está por hacer?
-¿Qué te parece?
-Pero ¡piénselo! No cometa una locura.
-¿Y quién dijo que es una locura?
-Bueno, seamos racionales. ¿No recuerda cuando usted nos daba esas clases sobre la depresión y el suicidio? Siempre decía que el suicidio tiene que ver con el deseo de matar a otro; que en realidad uno no se mata a sí mismo sino que está matando a otro. ¿A quién quiere matar, doctor?
-Uy… ¡A tantos! Si te contara, María Inés…
-A eso vine, a que me cuente. No tengo ningún apuro.
-Bueno, conseguime un cigarrillo y te cuento.
En un santiamén la psicóloga-policía ya tenía un cigarrillo encendido que ofreció al potencial suicida. La escena se desarrolló en la cornisa, a más de 20 metros de altura.
-Dale, fumate uno vos también, pidió el médico a su ex alumna.
-En horas de servicio no fumo, gracias.
-¡Pero qué bien portadita esta chica! Bueno, pero un cigarrito aquí, en estas alturas, no creo que sea mucha contravención de ninguna norma. Digamos que te lo pido como condición paro no tirarme, ¿dale?
Dubitativa, María Inés encendió uno. No fumaba habitualmente, por lo que las primeras aspiraciones la ahogaron un poco. Lo tomó como un acto de servicio.
-Entonces, doctor: ¿por qué se quiere arrojar?
-Uy, María Inés… ¡Es tan largo de contar!
-Por algún lado hay que empezar, ¿no? Dele, lo escucho.
-¿Vos alguna vez te sentiste defraudada?
-Sí, claro.
-Bueno, así me siento yo. Profunda, honda, radicalmente defraudado. Siento que me jodieron, que me estafaron.
-¿Quién le hizo eso, David?, dijo María Inés, tratándolo por su nombre por vez primera en su relación.
-¡La vida!
-¿Cómo que la vida? ¿Qué significa eso?
-Creo que vos lo podés entender, María Inés. No es nadie en particular; es… todo, las circunstancias, lo que a uno le toca vivir…
-Hasta donde yo sé, David, a usted no le fue tan mal en la vida.
-¿Y a qué te referís con eso? ¿A que no paso hambre? ¿A que tengo una casa y un auto a mi nombre? Bueno, sí: es cierto. No me puedo quejar en ese sentido, porque no tengo penurias económicas. O, al menos, puedo comer todos los días. Un médico psiquiatra judío nunca la masa mal, che… Bueno, en Argentina por lo menos. Pero ¿quién dijo que a uno no le va mal porque tiene un mediano ingreso?
-Yo no me refería sólo a eso, David. Creo que usted es un tipo bien reputado, conocido, apreciado por mucha gente. No es sólo el nivel económico: es todo lo que pudo cosechar en su vida. ¿Le parece poco lo que logró?
-¡No me hagas reír, María Inés!…, explotó en una espontánea carcajada el doctor. Decime, a ver: ¿qué conseguí?, inquirió provocativo.
-Pues…, muchas cosas. ¿O acaso no tiene un lugar destacado en la profesión médica? ¿O acaso no tiene el respeto, la admiración diría, de muchos alumnos y colegas? Incluso hasta quienes lo adversan políticamente lo respetan. ¿Le parece poco todo eso?
-Sos muy chica todavía, María Inés. Te falta mucho recorrido para entender ciertas cosas. ¿A vos te parece que por haber publicado un par de estupideces a uno le va bien en la vida? ¿Te pusiste a pensar quién se va a acordar de esas boludeces dentro de un tiempo, cuando yo me muera? ¡Nadie, absolutamente!
-Pero, ¿cómo es la cosa, David? ¿Se siente defraudado porque no es famoso? ¿Porque no va a quedar en la historia como un grande, como Borges, como Cervantes, como Lenin?
-¡No, piba! No te olvides que soy comunista, y que tengo ética de comunista… Nunca pensé sólo en primera persona. No es la gloria, el honor y las luminarias lo que persigo, che. Si te digo que me siento defraudado, no es porque no me gané el Premio Nobel.
-¿Y qué lo defraudó entonces?, preguntó con una sonrisa benevolente la psicóloga-policía.
-Te repito: la vida… Sé que es difícil de entender. Pero más difícil aún es explicarlo. ¿Cómo que la vida me defraudó?, te estarás preguntando. Bueno, sí… Lo que me fue pasando, las expectativas que nunca se cumplieron, los sueños esfumados…
-¡Uy!, suena medio trágico todo eso. ¿Pero de verdad que le fue tan mal? Yo no lo creo, David…
-Te repito, María Inés, y te lo digo casi como un padre hablándole a su hija (aunque, tengo que reconocerlo, cuando eras mi alumna te miraba no como hija precisamente…, sino como la más guapa de mis estudiantes).
-¿De verdad, doctor? ¡Nunca me hubiera imaginado esto que me dice!
-Bueno, sí… Pero eso no viene a cuento ahora. Lo que te quería decir, casi como padre, o como viejo que le habla a una joven, es que tenemos mucha distancia generacional, mucha, quizá demasiada, y vemos la vida de modo muy distinto. Además, no te olvides de esto María Inés, yo soy un militante comunista, y tengo principios que no voy a dejar hasta que me muera. Y eso hace que vea la vida de un modo muy particular.
-¿Es eso lo que lo hace sentir defraudado?
-Bueno, en cierta forma… sí. Me pongo a pensar a veces en lo que fue el esfuerzo de toda mi vida, en mis anhelos, en mis proyectos más importantes –que, por supuesto, no son comprarme la casa, el auto o la licuadora de último modelo– y me dan ganas de llorar, María Inés, ¡ganas de llorar!
-Creo que ahora es más que ganas de llorar… Se trata de quitar la vida.
-Es que… hay algo más todavía, quizá lo peor.
-¿De qué se trata?
-Como te darás cuenta, mi querida María Inés, lo que más me mueve no es la preocupación material, el vehículo de lujo o todas esas cosas que para mí, de verdad, son banales. Ni tampoco la sensación de fracaso personal que pueda tener. Me hubiera gustado, creo que como a cualquiera, no ser un tipo torpe, con pocas luces. Y sé que, aunque vos me digas lo contrario, soy un mediocre, uno más del montón, más bien tirando a tonto.
-Usted es un tipo brillante, David. Y lo sabe. Publicó mucho, lo respetan.
-¡Boludeces, mi querida! ¡Puras boludeces! Pasé toda mi vida simulando, haciéndome pasar por lo que no era… Quiero decir: vendí siempre la imagen de un intelectual profundo, sesudo, analítico. Y la verdad que no paso de un activista que siempre hizo, bastante irreflexivamente, lo que el Partido decía. Claro que, tenés razón, haciéndome pasar por un tipo brillante…
-¿Por qué dice eso, David?
-Porque es así, María Inés. Lo digo con amargura, más bien con resignación. Soy lo que soy, y no me da para más. Por ejemplo: creo que sabías que toco un poco el violín, ¿no?
-Una vez nos lo contó en clase, sí.
-Sí, como muchos judíos de mi generación de ascendencia europea, tocar el violín era algo común. Bueno, lo cierto es que nunca pasé de mediocre alumno. Siempre envidié a un primo mío que vive –o vivía, creo que murió– en Rusia, y llegó a ser un destacado concertista. Quizá lo escuchaste mencionar alguna vez: Boris Godúnov. Yo siempre fui un chapucero. Pero me resigné. No podía ser concertista y médico. Así que me dediqué a estudiar muy en serio la carrera de medicina, y el violín quedó como algo totalmente secundario. Bueno, con eso no tengo mayores problemas: nunca me consideré un violinista. ¿Me seguís?
-Sí, claro. ¿Quiere otro cigarrillo?, ofreció inesperadamente María Inés. Ambos encendieron uno nuevo, con alguna dificultad por el viento que corría a esa altura. Mientras, la gente ya se había comenzado a agolpar abajo, y dos canales de televisión se aprestaban a registrar el hecho con varias cámaras y toda la parafernalia técnica de una transmisión de exteriores.
-No es que estoy amargado porque no pude ser un virtuoso violinista. No, no, para nada, porque ni siquiera me lo planteé. Pero por el lado intelectual, ¡ahí sí que sufro!
El doctor Ulianowsky dio una profunda pitada a su cigarrillo, tomó aliento y continuó hablando, desatendiendo los gritos que desde la calle le comenzaban a dar los bomberos, alentándolo a arrojarse sobre una cama elástica que habían improvisado.
-¿Cómo es eso, David?, preguntó con cortesía profesional María Inés, que a esta altura no sabía si estaba tratando con un paciente, con su ex profesor, con un adulto a quien le gustaba y de quien hubiera deseado ser cortejada más explícitamente, o con alguien a quien veía que admiraba cada vez más aunque no pudiera explicar por qué.
-Es que…, es difícil decirlo, pero yo siempre fui un cero a la izquierda en términos intelectuales.
-¡Pero si ha escrito mucho! Es conocido, tanto como psiquiatra como por sus escritos de análisis político. ¿No fue director del diario del Partido Comunista por muchos años?
-Sí, sí…, es cierto. Pero nada de lo que escribí es trascendente, María Inés. Eran, en general, consignas bastante panfletarias. ¿Qué quedará de todo eso dentro de un tiempo? Nada de nada. Como mucho de lo que se escribe por ahí, mi querida: mucho, muchísimo de eso es pura cáscara. Yo no escapo a las generales de la ley.
-Yo no diría lo mismo, David.
-Bueno, será que todavía estás fascinada con tu profesor. O lo decís por puro cumplido. O –me inclino por esto último– es parte de tu buena intervención como psicóloga con un suicida en una situación bastante límite. Pero, ¡hablemos en serio María Inés!, y desde ya te digo que hacés muy bien tu trabajo: ¿de verdad vos podrías decir que todo lo que escribí por ahí vale? No, no…. ¡seamos sinceros! Quizá no es un desastre, pero no aporta nada nuevo, no pasa de hacer un poco más de ruido y acompañar lo que ya otros dijeron. ¿Qué cosa nueva aporté?
-Bueno…, no todo lo que se escribe tiene que ser novedoso, original. Los análisis políticos suyos que leí por ahí siempre me parecieron muy buenos.
-No mientas, m’hija. Vos nunca fuiste de izquierda, aunque eras muy inteligente y bien podrías haberlo sido. Por eso mismo, dudo que hayas leído alguna vez el diario del Partido. Y si leíste algo que te pareció de calidad –no lo niego categóricamente– eso no quiere decir que efectivamente fuera algo importante. Estaba bien presentado, bien maquillado me atrevería a decir, pero no más.
-Me parece que es demasiado malo con usted mismo. Muy terminante.
-Mirá, María Inés. Si querés tutéame, che. Para mí sería muy lindo que lo hicieras, aunque sea en una cornisa y a punto de tirarme al vacío… Bueno, te decía que más allá de cómo puedas verme vos, muchachita aún, yo soy un mediocre que pasó su vida disfrazado de intelectual profundo. ¿Por qué lo hice así? No te lo sabría explicar bien…. No sé. Por temor a mostrarme en mi mediocridad. Prefería presentarme como sesudo, profundo, seguramente para que nadie se diera cuenta que era un torpe.
-Pero si usted… quiero decir: ¡pero si vos no sos ningún torpe! ¿De dónde sacaste eso?
-Ay, María Inés… ¡Si te contara! Pero, la verdad que no quiero hablar de eso. A esta altura de mi vida ya no me vas a venir a convencer que no soy un boludo. De todos modos, lo que me frustra, lo que me quita las ganas de vivir, lo que me llevó a tomar esta decisión por la que ahora ambos estamos hablando en una cornisa a 25 metros de altura, es otra cosa.
-¿Qué es, David?
Esa es la verdadera frustración, el tremendo dolor profundo que llevo adentro y que no sale, que me retuerce el alma cada día… Es lo que ya me tiene muerto en vida.
-Pero, ¿a qué te referís, David?, y ambos encendieron su tercer cigarrillo, mientras las cámaras de televisión ya comenzaban a transmitir en vivo los incidentes de ese “gran espectáculo”, y los policías compañeros de trabajo de la psicóloga trazaban planes de contingencia, calculando, entre otras, la posibilidad de caer de sorpresa sobre el suicida, inmovilizándolo y reduciéndolo en la cornisa misma para evitar que saltara.
-Después de décadas y décadas de militancia, de absoluta convicción en ciertos ideales, después de haber estado de hecho en la Unión Soviética viendo por dentro cómo era todo, hablando en ruso por cierto, años después, ya terminada la experiencia socialista, volví ahí, país ahora llamado Rusia, como turista. Eso fue hace poco, unos años atrás. Fui con mi esposa.
-Aha….
-¡Vos no te imaginás lo que fue eso! ¡El golpe terrible que me significó!
-¿Qué pasó, David? Fue en ese momento que se escuchó sobrevolar el helicóptero, muy cerca de la cornisa donde se encontraban. Después se supo que no era tanto para desarrollar alguna tarea de salvamento o intervención humanitaria sino, fundamentalmente… ¡para filmar la escena desde lo más cerca posible! Una cadena internacional, incluso, estaba transmitiendo en vivo.
-En Moscú visité viejos conocidos. Muchos de mis contactos de años atrás ya habían muerto. Créeme que no sólo de viejos, sino de tristeza. Y yo también casi muero de lo mismo. Si no me morí en ese momento, me quiero morir ahora.
-Pero, en concreto, ¿qué pasó? ¿Qué viste?
-¡Lo peor de lo peor! La decadencia. Vi de lo que somos capaces los seres humanos.
-¿Con qué te encontraste? Dale, contá sin problemas…
-¡No te imaginás! Muchos de los que antes eran dirigentes del Partido Comunista, gente que conocí personalmente y con quienes compartimos algún vodka en otro momento, ahora eran empresarios exitosos, deslumbrados por un reloj Rolex, por un Mercedes Benz lujoso, ¡por una hamburguesa Mc Donald’s! Sí, sí: así como lo oís, María Inés: ¡por una hamburguesa Mc Donald’s!
-Debe haber sido un golpe muy fuerte, ¿verdad?
-Terrible, realmente terrible… No te digo que todos los camaradas terminaron así, no. Por supuesto que no. Muchos, me consta, el día de hoy siguen luchando desde el llano, siguen firmes en sus convicciones, y están tan desesperados como yo, tan desesperanzados, agobiados…
La psicóloga-policía no tenía palabras. Secretamente, también se sentía acongojada. Tuvo que reprimir lágrimas que le afloraban y amenazaban con convertirse en torrente.
-No termino de entender cómo se les esfumaron los principios tan rápidamente a muchos camaradas. O lo anterior era todo mentira, y de verdad no creo que haya sido, o lo que vi me obliga –¡nos obliga a todos!– a replantearnos cómo es eso de cambiar la historia, de hacer algo nuevo, de transformar la sociedad. ¡Puta que es difícil eso, che!
-¿Acaso alguien había dicho alguna vez que era fácil?
-No, claro que no. Pero lo que uno va viendo es lo terriblemente difícil que es remar contra la corriente. Se suponía que los camaradas de un partido que se llenaban la boca hablando de igualdad, de justicia y de fervor popular estaban ya vacunados contra estas cosas. ¡Y vemos que no es tan así!
-¿Será que esto de creerse superior es algo natural, genético? No sé. Por supuesto que es difícil cambiar las cosas, ¡vaya novedad! ¿O no lo sabías?
-Bueno, sí. Aunque nunca me imaginé que lo fuera tanto. Como te darás cuenta, todas estas cosas te tocan muy dentro, más aún cuando toda tu vida la destinaste a creer en ciertos principios. Todo esto te desarma las convicciones. O más que desarmarte, te obliga a replantearte muchas cosas. Creo que todos los que nos decimos de izquierda nos lo deberíamos replantear. ¿Qué antídotos efectivos hay contra esas vanidades, che? ¿Por qué pasó en la Unión Soviética, después en la China, y de pronto puede pasar también en Cuba? ¿Por qué fascinan el Rolex o el Mc Donald’s? ¿Me lo podés explicar, María Inés?
-Yo no lo sé. Es más: nunca me lo planteé. Pero sos vos el especialista en estas cosas.
-Aquí no hay especialistas que valga, querida mía. Si alguien lo supiera con exactitud, ya lo habría dicho. ¿Cómo nos vacunamos contra las veleidades? ¿Por qué nos fascinan tanto las frivolidades? ¿O será que estamos condenados a ser así de boludos? ¿Por qué nos sale con tanta facilidad ser tan pero tan superficiales?
-No lo sé… ¿Será que es agradable la comodidad? ¿Vos qué pensás?
-Yo apuesto con todas mis fuerzas a que eso no es una condena. Si no, no habría posibilidades de cambio, seguiríamos eternamente en la época de las cavernas. Porque, te lo digo convencido, no todos nos desvivimos por esas vanidades. A mí eso me pasa de costado, y como decís vos, soy un tipo “inteligente”. ¿O es de tontos no desvivirse por un reloj de oro? ¿No te parece demasiada pobre la vida si nos quedamos en esas banalidades?
-Bien pensado, sí. Tenés toda la razón. Para muchos el mundo así debe ser, medido por esas cosas, el reloj de oro, el yate, etc., etc. Pero por supuesto podría ser de otro modo, y podría valer –o ¡debería valer!– más una charla como esta que estamos teniendo ahora, honesta y profunda, incluso en una cornisa con gente que nos mira desde abajo, que todo el oro del mundo. Claro que sí, te entiendo y comparto.
-Pero hay algo más todavía, mi querida María Inés. Algo que fue la gota que hizo derramar el vaso.
-¿Qué pasó?
-En Moscú, circunstancialmente me topé con una película pornográfica, cosa impensable años atrás. Y era actor principal allí… ¡uno de mis nietos!
-El helicóptero pasaba cada vez más cerca. En esos acercamientos, el ruido se hacía infernal y suicida y psicóloga tenían que dejar de hablar por unos momentos. Era allí cuando el camarógrafo hacía sus mejores primeros planos. Descubriendo eso, el doctor Ulianowsky no dudó un instante en sacarle la lengua a la cámara poniendo cara de ogro y haciendo señas con su mano derecha que iba a cortarles la cabeza.
-¿Estás seguro?
-¡Absolutamente! La sangre de la sangre es inconfundible. No sé si tendrás hijos, y si los tuvieras, seguro que vas a experimentar la misma sensación que te digo yo ahora: con un hijo, o con un nieto, uno siente lo que les pasa a ellos como si le sucediera a uno mismo. Era mi nieto menor, Daniel, de 19 años. Mi preferido. Como su madre, mi hija, era madre soltera y había muerto en ese accidente del avión hace muchos años, prácticamente lo criamos nosotros, mi esposa y yo.
-Pero… ¿cómo está eso de actor porno?, preguntó sorprendida María Inés.
-Bueno, ya te habrás dado cuenta que no soy un viejo moralista precisamente.
-No, por supuesto. Hace un ratito me estaba enterando que te gustaba cuando eras mi profesor. Además, tengo que confesártelo, todo el mundo siempre supo que eras medio mujeriego. Y yo, más de alguna vez fantaseé que me ibas a mirar con ganas, y algo más…
-¡¡Y recién ahora me lo decís!!… Bueno, pero eso es harina de otro costal, mi querida. Cuando uno está por suicidarse te aseguro que no piensa en esas cosas. En lo que pienso ahora, lo que me ronda la cabeza, lo único que me importa, y al mismo tiempo me conmueve hasta los huesos, es esto de mi nieto.
-Pero ¿por qué te toca tanto?
-¿Es que no lo entendés? ¡Eso es todo un símbolo! No soy un moralista, un viejo santulón del Opus Dei. Bueno, tampoco soy judío, nunca practiqué ninguna religión. Lo que quiero decir, María Inés, es que el tema del negocio de la pornografía es una de las más asquerosas expresiones del capitalismo. ¿Cómo llegar a hacer negocio del sexo? ¿Cómo puede mercantilizarse eso?
-Bueno…, en el mundo capitalista todo es negocio. Todo, absolutamente. ¿Por qué no lo sería también el sexo?
-Sí, claro. ¡Lamentablemente es así! Pero hay cosas que superan los límites. ¿Te parece que se puede vender la intimidad?
-No sé…., ya es natural eso, ¿no? Cualquier pibe lo ve, lo compra… La industria porno es una de las que más crece, tengo entendido.
-¡Y ahí está el problema! Todo se nos hace natural, todo termina aguándose… Es natural que alguien se muera trabajando 18 horas por día, o que un negro sea esclavo, o que una mina con minifalda y tacones sea puta. Es natural que en un jueguito de esos que usan ahora los pibes se vea cómo le cortás la cabeza a otro con total naturalidad y vuelen las tripas por el aire sin que nadie mueva un dedo… Es natural que se vendan órganos, se lancen bombas sobre los pobres cuando protestan, se invadan países… Y así también con la industria porno. ¡Pero no, che! ¿No te parece que es para reaccionar todo esto?
-Sí, quizá sí…
-No te veo muy convencida. Quizá soy un viejo loco que se quedó cincuenta años atrás. Así me lo han dicho muchas veces… ¡Pero creo que no es así, María Inés! Hay que reaccionar ante toda esta mierda. No es cuestión de viejos o de jóvenes: ¡esto no puede ser!
-¿Y te parece que la mejor manera de hacerlo es tirándose desde un sexto piso?
-No, por supuesto que no. Pero por lo menos esto puede ser una forma de protestar. Mirá, ahí están esas mierdas de los canales de televisión vendiendo la muerte, la sangre, el circo. ¿No te parece que se podría usar este momento para decir cuatro verdades, para decir por qué me quiero suicidar, y cambiarles un poco el guión?
-Sí, claro. Pero… ¿cómo lo hacemos?
-No sé. Conseguime vos una entrevista con ellos, dado que sos la policía encargada de venirme a rescatar. Deciles que es la condición que pongo para no tirarme.
-¡Estás loco! Me matan primero. O dejan que te tires y lo filman con lujo de detalles. Eso no dejaría de ser un muy buen negocio.
-Sí, es posible….
-El silencio se hizo tenso, pesado, pese a la gritería de la gente que se había reunido abajo, a los gritos de los bomberos, de los otros policías, del público que pedía cualquier cosa (que se lanzara, o que no se lanzara), pese al helicóptero que seguía sobrevolando, a las sirenas de más vehículos que seguían llegando a la escena, a la algarabía de más de alguno que veía una fiesta en la situación … En medio de todo ese circo ensordecedor, el silencio que se había producido en el diálogo entre el doctor Ulianowsky y María Inés remedaba más bien el de un cementerio.
-Che, ¿no querés otro cigarro?, fue todo lo que se le ocurrió decir a la psicóloga. Su papel de especialista en emergencias-límite ya hacía tiempo que se había desdibujado, o desaparecido.
-¿Y qué mierda hago ahora?, preguntó angustiado David. Yo no pensaba que esto iba a terminar de esta manera, con un helicóptero que me toma primeros planos como actor de Hollywood. ¿Me tendré que suicidar entonces?
-¿Qué ganaríamos con eso?, agregó casi espantada María Inés.
-¿Ganar? Bueno….., no sé. ¿Pero será que se trata de ganar? Tal vez, no sé… lograríamos que vos cuentes todo esto que te estoy diciendo. Que digas claramente por qué me quería suicidar. Quizá esa sería una forma de contar una historia no oficial, ¿no? Podríamos hacer un poco de ruido, mostrar que no todos se venden por una hamburguesa… ¡Mostrar que sigue habiendo ética!
-Querido David, dijo lloriqueando la policía-psicóloga. Me parece que te voy a decepcionar. Todo esto quedó grabado. Y si vos hablabas de mediocridad, la que en realidad fue una mediocre fui yo.
-David se sintió golpeado. Fue como despertar violentamente de un sueño. No podía dar crédito a lo que escuchaba.
-¿Y qué significa entonces que “quedó grabado”?
-Bueno…, que tengo puesto un micrófono inalámbrico de alta fidelidad, y que todo lo que estamos hablando lo están escuchando ahora mis compañeros en el departamento vecino. ¡Incluso en el helicóptero! Seguramente, ¡está saliendo al aire!
-¿Y? Total…, no dijimos nada inconveniente, ¿no?
-No sé… Yo no hice mi trabajo como debía. Incumplí mi misión.
-Yo no diría eso, María Inés. Lo hiciste muy bien. Creo que lograste lo que tenías que hacer. Créeme que ya no me quiero tirar.
-Vos no, pero yo sí.
Dicho eso, sin dudas ganada por la culpa que le había generado la situación, se lanzó al vacío, y no hacia donde estaba la cama elástica precisamente.
Las cámaras captaron cada detalle de la caída. David, por un momento, quedó estupefacto, mudo, aterrorizado. Lentamente, ahora con pánico por la altura en que se encontraba y de la que recién en ese momento parecía tomar conciencia, arrastrando los pies y con toda la precaución del mundo, enfiló hacia la ventana por la que había salido. Dentro de la habitación lo esperaban varios policías y enfermeros.
Fue una desgracia. Cuando ya parecía que llegaba hasta los brazos de quienes lo esperaban, la punta de su pie izquierdo tropezó en el borde de la cornisa y cayó.
Según pude informarme, Daniel, el nieto, al saber del accidente, entró en una impotencia de origen psicológico de la que aún no se recupera. Por supuesto, no abandonó su carrera de actor porno. Ahora hace papeles de travesti.
- El presente cuento forma parte del libro “Cuentos incontables” de Marcelo Colussi. El libro entero pueden leerlo aquí:
“Cuentos incontables”, un interesante libro de relatos del compañero Marcelo Colussi