El 1° de enero de 1994, el mismo día que entraba en vigencia el Tratado de Libre Comercio de América del Norte -TLCAN-, hizo su aparición pública el Ejército Zapatista de Liberación Nacional -EZLN-. Con armas en la mano y bajo la conducción del subcomandante Marcos -“Tomamos las armas para construir un mundo donde ya no sean necesarios los ejércitos”, sentenció- el movimiento insurgente exigía la reivindicación de propiedad sobre las tierras ancestrales arrebatadas a las comunidades indígenas, un más equitativo reparto de la riqueza y la participación de las diferentes etnias, tanto en la organización del Estado de Chiapas como en el resto del país mexicano.
Desintegrado el campo socialista europeo apenas unos años atrás, con la plena vigencia de las políticas neoliberales que iban haciendo retroceder conquistas históricas de la clase trabajadora y la desazón que cundía en el campo popular y en las izquierdas de todo el mundo por la desaparición de referentes revolucionarios, ante esta avanzada criminal de la derecha la aparición del zapatismo fue una bocanada de aire fresco. Se despertaron grandes expectativas sobre su accionar, y las fuerzas progresistas de todo el planeta lo vieron con interés. El socialismo no estaba muerto.
El gobierno mexicano, en ese entonces con la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, en un primer momento dio una respuesta militar al alzamiento. Así, por 12 días, se produjeron enfrentamientos armados, con muertos, heridos y prisioneros, pero rápidamente comenzaron las negociaciones entre ambas partes. Tales conversaciones, que se prolongaron por espacio de más de dos años, dieron por resultado, en 1996, la firma de los acuerdos de San Andrés concernientes al “Derecho y Cultura Indígena”, los cuales comprometían al Estado mexicano a reconocer constitucionalmente a los pueblos indígenas, permitiéndoles gozar de autonomía. Dichos diálogos dieron pie, en octubre de 1996, a la fundación del Congreso Nacional Indígena -CNI-.
Años después, bajo la presidencia de Vicente Fox, el gobierno federal incumplió lo pactado, por lo que el movimiento zapatista, siempre enclavado en Chiapas, optó por generar su autogobierno en forma unilateral, mediante la puesta en marcha de Los Caracoles y las Juntas de Buen Gobierno, que reforzaron el principio del “mandar obedeciendo”, siguiendo los planteamientos del irlandés John Holloway y su idea de “cambiar el mundo sin tomar el poder”. El movimiento zapatista rechaza la idea de un sujeto revolucionario homogéneo y puro, tal como ha sido el planteamiento marxista clásico, porque una tal pureza y homogeneidad enmascaran una voluntad de dominación que niega el proceso de autodeterminación.
El surgimiento de esta alternativa en un momento en que parecían abandonadas las ideas de transformación revolucionaria de la sociedad, insufló esperanzas. El poder popular que comenzó a construir mostró que la democracia de base, la participación directa de la población en los asuntos que le conciernen, es decir: en el diseño de su vida, sí es posible. En esta novedosa perspectiva, el ejercicio del poder es repartido por todos y cada uno de los miembros de la comunidad, con la capacidad de influir en las decisiones que se toman dentro de la misma. Sucede, sin embargo, que el experimento zapatista -porque el gobierno central lo aisló y porque su posición principista contribuyó igualmente a reforzar ese aislamiento- andando el tiempo, más allá de una muy bella figura revolucionaria como opción novedosa luego de la caída de los socialismos reales, no cundió. Nunca pudo salir de la selva lacandona, en Chiapas, y su modelo no ha servido -al menos hasta ahora- para construir alternativas anticapitalistas válidas en otras latitudes del planeta.
Acertadamente afirma Gerardo de la Fuente luego de años de existencia de esta iniciativa, que “Es difícil justipreciar la importancia y trascendencia históricas del movimiento zapatista, a partir de su alzamiento armado de 1994: su aportación a la resistencia internacional, su renovación del pensamiento político en un momento en que la caída del socialismo real había devastado al pensamiento político de izquierda, especialmente al marxismo; su renovación del discurso político; la aparición de los pueblos indios como sujeto político de transformación -ellos pero también todos los pueblos indios del mundo-; el impulso a la sociedad civil como protagonista del devenir mundial; la reivindicación del anticapitalismo como una postura política no sólo válida, sino urgente; en fin, incluso, la posibilidad de reivindicar la acción armada de los de abajo como recurso aún vigente, todo esto y muchísimas cosas más son aportaciones innegables, extraordinarias, del movimiento encabezado por el EZLN”.
Sin dudas, como experiencia de poder popular real, desde abajo, en construcción colectiva, el zapatismo es válido y deja un robusto mensaje. Pero su aislamiento -no solo el sufrido por las iniciativas gubernamentales sino el que él mismo decidió- le quitan posibilidades de constituirse en un referente revolucionario para otros pueblos del mundo. Mandar sin tener el poder del Estado, la experiencia lo atestigua, es un imposible. El Estado, a estar con la definición leninista clásica -“Violencia de clase organizada”- es el instrumento con que un sector de la población -la clase dominante- conduce el movimiento de la sociedad. La experiencia lo demuestra, no se puede estar por fuera del Estado. La idea de revolución socialista pasa por tomar ese aparato de conducción, para transformarlo radicalmente. El Estado burgués, erigido para mantener la propiedad privada de los medios de producción, no puede servir para impulsar un proyecto anticapitalista. Debe destruírselo para erigir una nueva maquinara estatal, en la que la nueva clase dominante -el proletariado podríamos decir, o todos los sectores subalternos, empobrecidos varios del sistema- ahora sí pueda edificar una nueva sociedad con los valores socialistas. La experiencia chiapaneca ayudar a visualizar esto.
A 25 años del comienzo de la experiencia zapatista, el ahora Comandante Moisés en el discurso de conmemoración de ese aniversario, expresó reiteradamente que “estamos solos”. Esto debe abrir una reflexión sobre cómo, entonces, se construye una verdadera opción anticapitalista, poderosa y sostenible, que sirva fehacientemente para construir una nueva sociedad. Sin el poder central -“El poder nace del fusil”, decía Mao Tse Tung- no parece posible construir algo nuevo.
Marcelo Colussi
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