Volodímir Zelensky está acostumbrado a exigir sin recibir resistencia. Acudía a Washington, Berlín o Bruselas, golpeaba la mesa y se marchaba con las maletas llenas de dólares, tanques Leopard y misiles Patriot. Pero los tiempos cambian. Con Rusia imponiéndose en el frente, las prioridades de los norteamericanos han virado y el comediante reconvertido a presidente ha comenzado a quedarse solo. Su reciente visita a la Casa Blanca ha sido la prueba definitiva: despreciado públicamente por Trump, Zelensky comienza a sentirse como un peón sacrificable. De ser retratado como un «líder heroico» ha pasado a verse obligado a mendigar asistencia. Con escaso éxito, para colmo.
No fue así en el caso de los mandatarios europeos. Macron, Scholz, Sunak (y ahora Starmer) o Sánchez se sumaron a la histérica narrativa de la OTAN sin cuestionar ni por un segundo las posibles consecuencias. Confiaban en que Estados Unidos, el padrino del bloque imperialista, sostendría la guerra hasta el final. Pero, como se comprueba ahora, Washington no derrocha recursos en causas perdidas. Ni conoce la lealtad a sus subordinados. La ilusión mediática de una Ucrania convertida en bastión inexpugnable contra Rusia se ha desmoronado como un castillo de naipes.
Con todo, que Trump y su banda hayan decidido humillar a Zelensky no debe ser motivo de celebraciones desproporcionadas. Su política de gánster, su estilo de matón de escuela se volverá mañana contra cualquiera que ose desafiarle. De hecho, ya está sucediendo. En apenas semanas de presidencia, Trump ha exigido la limpieza étnica total de Palestina, ha impuesto aranceles draconianos a México y ha incrementado el bloqueo al petróleo de Venezuela. Por no hablar del ojo que tiene puesto en su verdadero rival estratégico: la China popular. ¿Qué hay, entonces, que celebrar en la impunidad mafiosa con la que se desenvuelve? El trumpismo no es la antítesis del intervencionismo yanqui, sino una versión aún más descarnada del mismo.
Además, la hipocresía del magnate neoyorquino no conoce límites. Habla como si Estados Unidos no tuviera nada que ver con la guerra. Como si, de hecho, durante su primera legislatura no hubiera dinamitado él mismo los Acuerdos de Minsk, continuando la estrategia de Obama de torpedear cualquier posibilidad de solución diplomática y empujando a Ucrania (y a Europa) hacia una guerra suicida. La realidad es que su actual desinterés por Kiev no obedece a un giro ideológico ni a una consigna de «no intervención». Es simple cálculo: para el poder imperial norteamericano, los ucranianos han fracasado y ya no son útiles… aunque lo fueron para volver a colocar a Europa bajo la égida del águila calva. Como buen capitalista, Trump desecha lo que ya no le reporta beneficios y redirige su atención hacia nuevos objetivos estratégicos. China, Cuba, Venezuela o Palestina no tienen motivos para celebrar esto.
Con todo, una vez más se ha visualizado que Roma no paga a traidores. Las marionetas, cuando dejan de ser funcionales, son desechadas sin miramientos. Tal fue el destino de Juan Guaidó, tan aclamado en Washington hasta que dejó de ser útil. Como antes Noriega, Saddam o Mubarak, abandonados en cuanto dejaron de servir a los intereses del imperio. Trump ha sido claro en sus intenciones: le interesan de Ucrania solo sus tierras raras, esenciales para las industrias armamentística y tecnológica estadounidenses. Lo demás es puro teatro. La tragedia de dos ególatras, uno con poder y otro sin él, frente a frente… pero solo uno de ellos con la soga al cuello.