Engels criticaba a quienes consideraban el comunismo un “estado de cosas” (Zustand) que había que instaurar. Contestaba el confundador del marxismo que, muy al contrario, el comunismo era un movimiento de superación del “estado de cosas” real.
Partiendo de su brillante definición, queremos defender el socialismo (así como el propio partido) no como un estado que pueda implantarse o decretarse, sino como algo que debe construirse y conquistarse históricamente con esfuerzo. Como un proceso o un camino cuya culminación no puede fijarse de forma exacta. En suma, como un objetivo que no porque se “decrete” se habrá culminado realmente.
Marx pensó inicialmente que el socialismo sería un acto de los países desarrollados y que, de lo contrario, solo se podría socializar la pobreza. Lenin, que vivió ya en una época nueva, entendió que la cadena del imperialismo se rompe por el eslabón más débil. Los Estados más potentes (los explotadores de la periferia del sistema) resistieron el embate de los trabajadores. En contrapartida, los comuneros parisinos, Rosa, Liebchneckt, los húngaros, los bávaros y otros pueblos europeos fueron ahogados en sangre.
La revolución no retuvo el poder en la Europa industrializada, sino en países campesinos, donde Lenin entendió la necesidad de una alianza obrero-campesina (la cual incluso se produjo a veces, como en China, Vietnam o Cuba, bajo la inevitable hegemonía ideológica del mundo agrario).
Esto tuvo consecuencias. La primera es que estos países tuvieron que construir el socialismo sin industria (o, en el mejor de los casos, implantándola a marchas forzadas y a un altísimo coste, como los soviéticos o los chinos, que pudieron hacerlo porque controlaban todo un continente), bloqueados y aislados de los circuitos financieros internacionales. Y la segunda es que, en consecuencia, todavía no hemos visto toda la potencialidad del socialismo.
Cuando nos posicionamos acerca de los procesos sociales del presente (por ejemplo, la revolución bolivariana de Venezuela), podemos incurrir en diversos errores. El primero, y quizá el más grave, sería repudiarlos por hacerles exigencias irreales, ahistóricas e idealistas. Por ejemplo, reprocharle a Venezuela que no nacionalice la totalidad de su producción, o que no refine su propio petróleo. O exigirle a Cuba que se industrialice como hicieron los soviéticos. O a China, Vietnam o Laos que impidan la creación de empresas en su territorio. O a Corea que aplique unos mantras de “horizontalidad política” que ningún país asediado puede permitirse (y que, incluso en el presumido Occidente, no son más que una ficción para edulcorar la dictadura de la banca y las grandes empresas).
Pero también podemos incurrir en otro error, aunque sea bienintencionado. Y es el de idealizar la realidad, como si los países socialistas hubieran construido ya un paraíso en la tierra. El peligro es evidente cuando, a veces, se hace turismo, o se recibe una grabación donde se muestra algún límite de la revolución, o se organizan brigadas a Cuba y hay militantes jóvenes que vuelven decepcionados porque se esperaban otra cosa.
El planteamiento debe ser diferente: si, con todos sus límites y con el bloqueo, Cuba ha sido capaz de dar a su población unos estándares básicos educativos y sanitarios, que no se conocen en otras latitudes de América Latina (y a la isla de Cuba no puede pedírsele mucho más, sobre todo en términos de “bienestar material”), ¿cuánto más podría conseguir el socialismo en los países de un centro imperialista desarrollado, industrializado y dotado de infraestructuras?
Nuestro papel no es hacerles exigencias a los pueblos de la periferia que, bloqueados y agredidos por el centro imperialista, intentan emanciparse. Sino ponérselo difícil (y esa es nuestra tarea central) o imposible a ese centro imperialista para proseguir dicho bloqueo y dicha agresión, que impiden al socialismo ir culminando su obra. Así pues, no se trata tanto de examinar (aún menos desde la distancia) el “grado de socialismo” que haya alcanzado, o no, una revolución. Se trata de ver si de verdad ha subido el primer peldaño de la escalera hacia el socialismo, que, por ejemplo en América Latina, pasa actualmente por avanzar en un proceso (todavía no socialista) de integración regional alternativo a los circuitos financieros de los europeos y los norteamericanos. Y esto no solo por lo que de avance propio significa, sino porque acelera la descomposición del imperialismo occidental, principalmente el estadounidense, que no puede mantener su hegemonía sin dosis cada vez mayores de parasitismo financiero.
La nacionalización total de la producción, aunque siga siendo nuestro objetivo máximo y la organización racional de la producción necesaria para emancipar a la clase trabajadora y otros sectores populares no está en la agenda real de la historia en la etapa actual (menos aún en países históricamente dependientes).
Como tampoco lo está, por cierto, la creación por decreto de un partido que encarne a la clase. No deja de ser significativo que los partidos que más banderas y símbolos comunistas enarbolan suelan ser también los que, con mayor frecuencia, cometen el error sectario de abandonar a las revoluciones bloqueadas por Occidente. Pero no es casualidad: es el resultado de ideologizarlo todo en el mal sentido de la palabra, sin pasarlo por el tamiz de la realidad.
Nuestro movimiento encuentra su razón de ser en encontrar las claves para “superar”, tal y como nos espetaba Engels, el estado actual de dicha realidad. El marxismo no es un socialismo utópico que se base en sueños, en especulaciones o en “hablar” sobre “el piso de arriba”. Es un movimiento para superar “el primer escalón” hacia el piso de arriba. Y esto también es válido a la hora de discutir cómo los comunistas vamos avanzando en nuestra necesaria organización, como veremos a continuación.
Las revoluciones en Cuba y Nicaragua demostraron que, muchas veces, el partido “comunista” (de frase) echaba el freno y los auténticos comunistas (de hecho, aunque ni siquiera se autodenominaran así), en el sentido expresado por Marx y Engels en el Manifiesto (“los que siempre empujan hacia adelante”), se aunaban en otro tipo de estructura organizativa.
En todo caso, lo que está claro es la necesidad de organizarse; y de manera férrea. Pues bien, a la hora de organizarse, también el decretar de forma forzada partidos y comités centrales acaba siendo algo contraproducente. Más bien se trataría de que el partido se construya progresivamente en el seno de las propias masas, creando cuadros obreros y populares, para que la estructura organizativa resultante no se aísle de la realidad. Forjando el verdadero e imprescindible liderazgo, en dos planos: el liderazgo del partido en el seno de las masas y, de forma correlativa, el liderazgo en la creación misma de los órganos de dirección del partido. Liderazgos que, en última instancia, dimanan de las masas y que, en consecuencia, han de construirse en base a una legitimidad que solo otorga la experiencia en la propia práctica real de las luchas políticas, obreras y populares. Esto debe tenerse en cuenta, más que nunca, actualmente. Y es que, nos guste o no, todavía estamos en un periodo de pérdida de legitimidad y de confianza en la fuerza del comunismo, tras la crisis histórica del mismo.
En resumidas cuentas, no podemos pretender crear la botella (organizativa) perfecta para que, a posteriori, los trabajadores la rellenen de vino. Muy al contrario, la clase obrera (o, al menos, cuadros destacados de la misma, con liderazgo entre sus iguales) deberá sentirse partícipe en la creación de esa botella, de esos órganos políticos. Si el socialismo no puede decretarse, sino solamente conquistarse y construirse “en gerundio”, con la organización para luchar por el socialismo sucede exactamente lo mismo.
Por eso miramos a Latinoamérica para aprender lo que pueda ser aprendido de fenómenos como el chavismo (con su espejo histórico, el peronismo) o el sandinismo. Y aprender no significa coincidir en todo ni ignorar los límites históricos de estos movimientos. Significa, simplemente, tomar nota de la capacidad que han tenido para conectar con las masas y movilizar a los más amplios sectores desposeídos contra la oligarquía, sin dejarse desviar por estériles “guerritas culturales” y sin mirar con prepotencia al pueblo realmente existente (incluso con sus límites y creencias… hasta religiosas).
Eso que despectivamente se suele llamar “populismo” se basa, en realidad, y más allá de las pedanterías de Laclau, en un dominio magistral de la línea de masas, como cuando Lenin llegó a la Estación de Finlandia y no decretó el socialismo, sino el pan, la paz y la tierra. Comparar esto (o los procesos latinoamericanos) con el reformismo socialdemócrata europeo, construido este último en el propio centro del sistema y sobre la base material de un excedente neocolonialista, supone dinamitar todo puente entre nuestra práctica teórica y la vida real.
Por el mismo motivo, consideramos que la línea de barrio, que es en realidad “dejarse de líneas” y estar en el barrio, acompañando a la gente en sus problemáticas cotidianas, es hoy en día un nivel de organización tan fundamental como “el sindicato”. Máxime cuando la propia lucha por reivindicaciones en las empresas ha de apoyarse cada vez más en la “región liberada” que constituye el barrio, a fin de compensar las dictaduras laborales de facto que imperan en el ámbito laboral. Contribuir a poner en movimiento a los barrios es clave. Por eso, acusar, por ejemplo, a quienes organizan recogidas solidarias de alimentos de “asistencialismo” es precisamente el tipo de desenfoque ideológico que denunciamos en este texto. En las actuales circunstancias, nuestro mayor miedo no debería ser caer en el asistencialismo, sino caer en el aislacionismo. El objetivo no debe ser la “pureza ideológica”, sino la vinculación más estrecha posible con las masas, para que el movimiento comunista vuelva a jugar en el tablero real de la historia… y no en el de la literatura de autoconsumo.
Nuestro movimiento debe ser riguroso en sus fundamentos pero flexible en sus tácticas, si quiere recuperar la iniciativa y el liderazgo popular que antaño ejerciera. Así, la alternativa al reformismo impotente de Podemos no puede ser un mar de siglas comunistas dogmáticas. Sino un referente político de masas que precederá en gran medida al decreto del partido, con unos cuadros populares que precederán al propio comité central. En cualquier caso, referente político de masas y creación partidista se moverán en plano y ritmos muy diferentes, siendo el avance en ese referente, aún más en las actuales circunstancias históricas, el mayor síntoma una actuación correcta… como partido. Partido y comité central serán, llegado el punto, la cristalización de una exigencia, de una masividad suficiente, de una “petición” real por parte del pueblo, movilizado ya previamente en sus frentes de masas y por sus líderes populares naturales. Caminar con esta hoja de ruta es, desde ya, la más elevada actuación partidista que hoy se nos puede exigir. Porque, como se ha podido comprobar, “para ser partido no hace falta tener ya el partido”. No es solo una mera frase, sino una línea de actuación insoslayable para la militancia comunista.
Tras la caída del socialismo real y la crisis de un proyecto que ya no impresiona a nadie efectuando meras promesas, la historia nos ha demostrado que decretar siglas es un callejón sin salida. Y que la concienciación más masiva solo podrá venir, y más hoy en día, de la inteligencia táctica con la que intervengamos en movilizaciones inicialmente parciales que tendrán mucho de espontáneas y de “poco puras” en sus planteamientos ideológicos. Porque, por paradójico que a algunos resulte, el vino deberá crearse antes que la botella. Como ya está ocurriendo.
M. Caracol – militante de Red Roja
(Red Roja)