Kristalina Georgieva, la sucesora de Christine Lagarde, lo ha vuelto a hacer. Aunque RTVE proclamara “Georgieva, una feminista comprometida para dirigir el FMI” en septiembre de 2019, cuando fue nombrada Directora Gerente de dicho lobby mafioso, ahora ha demostrado una vez más que su utópico “compromiso” beneficia únicamente a menos del 1% de las mujeres: las que pertenecen a la minoría superrica. Y es que su demostración de “progresismo” semanal ha consistido en exigir la “independencia de los bancos centrales”.
Tal es el mantra que ha defendido en un artículo publicado en su blog, eso sí, con la magnánima intención de “proteger la economía mundial”. Y es que, como Georgieva constata, en cada vez más lugares crece la demanda de recortar los tipos de interés, cuya alza ha disparado las hipotecas y asfixiado a la población. Según la “comprometida” mandataria, el pueblo no es consciente de sus verdaderos intereses y, por más que reclame la bajada de tipos, esto “sería prematuro”. De hecho, hay particular riesgo este año porque… hay muchas elecciones.
Según la humanitaria Directora, las elecciones que se aproximan podrían provocar una “interferencia política” en la toma de decisiones de los bancos centrales. Y es que, si durante la pandemia hubo que llevar a cabo una “flexibilización monetaria agresiva” (emitir moneda para evitar el colapso del capitalismo), ahora se impone “garantizar la estabilidad de precios”. Cualquiera que vaya al supermercado a comprar la comida puede darse cuenta de lo bien que lo están haciendo.
En consecuencia, Georgieva defiende que, digan lo que digan sentimentales, sindicalistas o rojos, el trabajo para la gente no puede ponerse “en el mismo pedestal” que lo verdaderamente importante: la estabilidad de precios. No vaya a ser que los grandes depósitos de los supermillonarios pierdan valor de cambio real. En resumen, nos dice el FMI, todo funciona mejor cuando los bancos centrales y los gobiernos desempeñan “cada uno su papel”. Y es que la política monetaria es una cuestión “meramente técnica” en la que los gobiernos, votados por sus poblaciones, no deben inmiscuirse. Aunque entonces, ¿para qué los votamos?
Sencillo: los gobiernos electos están ahí para decidir otro tipo de cosas positivas, como el matrimonio gay, la paridad o poner lacitos contra el cáncer en los ayuntamientos. Pero, en materia económica, hay que dejar todas las decisiones en manos de unos tecnócratas puestos a dedo por el lobby financiero. Así, los gobiernos podrán después legitimar la imposición de los programas de austeridad, mientras los bancos centrales, que no tendrán que rendir cuentas porque serán formalmente “independientes” (del voto popular, aunque muy dependientes de la banca, la bolsa y los fondos de inversión oligárquicos), quedarán de este modo aislados del descontento popular y de cualquier eventual presión política por parte de algún eventual gobierno díscolo. ¿Qué mejor esquema para imponer una política de guerra de clases?
El FMI pretende avalar la especulación oportunista a gran escala que sufrimos tras la pandemia, conteniendo los salarios, imponiendo la austeridad e impulsando la rentabilidad de los fondos buitres. De este modo, mientras afirma cínicamente defender un inexistente “bien común”, garantiza en los hechos el incremento de la explotación y la reducción del nivel de vida de las poblaciones. Sin embargo, su misma insistencia propagandística, su agresiva política de imagen demuestra que no tiene tan claro el éxito de su distopía delirante.
Latinoamérica oscila pero se torna cada vez más inmanejable e incluso bolivariana, mientras China gana preponderancia y en el Sahel y en Oriente Medio crece la rebeldía contra el imperialismo y su proxy sionista. Si la periferia no se deja, Occidente tendrá que incrementar el saqueo de su propia población; y, así, incluso en Europa, el descontento popular se desbordará, aunque de momento solo esté siendo rentabilizado por el nacionalpopulismo más vacuo y mentiroso, que divide a los de abajo en función de su cultura o lugar de nacimiento. Lo que está claro es que, ante los recortes sociales que se avecinan, la población no se refrenará artificialmente diciendo: “no critiquéis a los bancos centrales, que son independientes”. Se levantará y reclamará, una vez más, que no seamos mercancía en manos de políticos y banqueros.
Será entonces el momento de que la izquierda se olvide de sus tópicos de autoconsumo y se centre en incrustar en las inevitables movilizaciones populares, por confusas que sean al inicio, el reclamo de que los bancos centrales no sean “independientes del voto popular”, sino independientes de los intereses de los bancos privados. Algo que solo puede lograrse centralizando el control del crédito; es decir, nacionalizando el sector bancario en su totalidad para extender aquello de la “democracia” al terreno más determinante para nuestras vidas: el de la economía.