Donald Trump lo ha vuelto a hacer. Apenas unas semanas antes de asumir su segundo mandato como presidente de Estados Unidos, ha desatado una tormenta política internacional al exigir la compra de Groenlandia, territorio autónomo de Dinamarca. Su propuesta no viene sola: ha amenazado con imponer aranceles a Copenhague si se niega a ceder la isla, una joya estratégica en el Ártico. Para Trump, Groenlandia no solo es necesaria por “seguridad nacional”, sino que, en su peculiar lógica, cederla sería un acto de altruismo danés para «proteger al mundo libre».
Estas declaraciones, aparentemente descabelladas, revelan mucho más que el estilo provocador del magnate. Son la prueba del creciente conflicto interimperialista entre Estados Unidos y Europa, una fractura que lleva décadas gestándose en las entrañas del sistema capitalista.
¿Por qué Groenlandia? Trump no está actuando por capricho. Bajo su gélido paisaje yace un tesoro de minerales esenciales como litio, cobre y cobalto, recursos vitales en la transición hacia tecnologías limpias y la producción de baterías. Con el deshielo del Ártico, estas riquezas, junto con nuevas rutas marítimas que reducen en un 40% los tiempos de navegación entre continentes, convierten a la isla en una de las piezas más codiciadas del tablero geopolítico.
Estados Unidos sabe que el mundo ya no gira exclusivamente en torno a su órbita. China avanza sin freno como potencia económica, con su apuesta por el Ártico y una red global de influencia que pone en jaque la hegemonía estadounidense. En este contexto, Groenlandia es vista por Washington como una herramienta para reequilibrar la balanza.
Trump deja clara la estrategia de EE.UU.: tomar lo que se necesite, como sea, incluso a expensas de aliados históricos como Dinamarca.
A medida que la tasa de ganancia del capital en EE.UU. se ha visto cada vez más afectada por la competencia global, especialmente por el ascenso meteórico de China, la adquisición de territorios estratégicos como Groenlandia se ven como una necesidad para sostener su hegemonía económica.
El ascenso de China, combinado con la incapacidad de Washington para frenarlo mediante sanciones comerciales o restricciones tecnológicas, está acelerando la crisis del capital estadounidense. Ante este panorama, el imperialismo estadounidense busca asegurarse un margen de maniobra que le permita sostener su hegemonía.
Este episodio, sin embargo, no es solo un choque entre EE.UU. y Dinamarca. Representa una agudización de las contradicciones interimperialistas entre Washington y Europa. Durante décadas, Europa se acomodó bajo el paraguas de la hegemonía estadounidense, aceptando la subordinación a cambio de estabilidad económica y militar frente a los enemigos soviéticos. Pero, como demostró la guerra de Ucrania, ese equilibrio ya no beneficia al Viejo Continente.
En Ucrania, Estados Unidos promovió una guerra que debilitó tanto a Rusia como a Europa, saliendo como único ganador. Ahora, Trump busca reforzar esa dinámica: Washington dicta las reglas del juego, mientras Europa paga el precio en términos económicos, energéticos y geopolíticos.
El caso de Groenlandia deja en evidencia hasta qué punto Estados Unidos está dispuesto a sacrificar los intereses europeos por los suyos. Trump lo dice sin rodeos: los europeos deben alinearse con los planes de la Casa Blanca o atenerse a las consecuencias.
Lo que estamos presenciando es la intensificación de una contradicción histórica dentro del sistema capitalista: la lucha entre potencias imperialistas por el control de los recursos y la hegemonía global.
La diferencia es que Europa, pese a tener el potencial económico y militar para trazar un camino autónomo, sigue atrapada en una relación de dependencia con Estados Unidos. La falta de una estrategia común europea, combinada con su sumisión a los intereses de Washington, la condena a un papel secundario en este conflicto.