“Trabajaremos de media 48 minutos menos a la semana”, proclamó recientemente la vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, como argumento de peso para defender su proyecto estrella: la reforma que reducirá la jornada semanal de 40 a 37,5 horas. En términos porcentuales, la medida supone un recorte del 2,1% del tiempo de trabajo. O lo que es lo mismo: menos de diez minutos al día para una jornada de lunes a viernes. Un margen que, en la práctica, podría verse fácilmente absorbido por las pausas no registradas, la sobrecarga en determinados sectores o la simple falta de control horario en muchas pymes. Las empresas han advertido sobre la “inviabilidad” de una norma que no incorpora mecanismos básicos como la distribución irregular de la jornada o una regulación clara de las horas extraordinarias.
Esta rebaja anecdótica del tiempo de trabajo surge a raíz de ciertas concesiones como la reforma de la edad legal de jubilación, la cual ha subido hasta los 67 años. Es decir, nos liberamos de 48 minutos semanales ahora, pero trabajaremos dos años más al final del camino. La medida corre el riesgo de convertirse en un gesto simbólico más que en una transformación real del modelo laboral.
A ello se suma la incertidumbre parlamentaria: Junts ya ha amagado con presentar una enmienda a la totalidad, las patronales presionan con fuerza y los sindicatos apenas disimulan su resignación ante una reforma que no termina de satisfacer a nadie. Y en medio de este ruido, el Gobierno abre la puerta a retrasar la entrada en vigor hasta 2026, lo que añade aún más ambigüedad al calendario.
