Cuando no se quiere oír hablar de tristeza se mutilan el tiempo y el espacio. Se cortan rebanadas de atmósfera candente del sol de los exilios, la sed de los refugios siempre lejos del agua. Se teoriza sobre sonrisas, se le exige la sonrisa al desplazado, se obliga a sonreír para no sentirnos víctimas de la violencia de la tristeza de los otros. ¿Qué derecho tienen a hacernos sentir tristes? Deberían ser menos egoístas y encontrar alegría en la devastación, deberían ser ejemplo de la capacidad de la felicidad en la adversidad, de ese modo hablaríamos de ellos con admiración, su desgracia sería casi un regalo que les hacemos dándoles la oportunidad de trascender como seres humanos. Pero no sonríen, los malditos. Míralos con la boca torcida en un desgarro, con sangre seca, con muñones lógicos de tanto recordarnos la ausencia de flores, lápices, cucharas que agarrar, de animales, de parientes vivos a los que acariciar. Nos recuerdan su desgracia censurada de los carteles donde nos publicitamos el consumo de vidas felices, con tragedias en su sitio, con moralidades simpáticas engordando mitos bobos de mentes serviles a su condición social. ¿Por qué no se van y dejan vivir a todo el mundo sin la molestia de sus tristes vidas?
La muerte quedará atrás en cuanto lleguen los vencedores. La muerte siempre queda atrás cuando por fin llegan los vencedores provocando un unísono suspiro de alivio; ahora lo barrerán todo, limpiarán de polvo, de tristeza, de fealdad, kilómetros enteros de desgraciados con vidas muertas sin ataúd. Por fin enterrarán su ofensiva existencia, no importa dónde.
Caminaremos por la tierra limpia de tristes, encontraremos un diente, un huesecillo, de animal o de niño, pequeño, ideal para un collar. Adornos de sus restos, guardaremos en el bolsillo el asa de una olla destrozada o quizá fuese otra cosa, un vestido de niña ensangrentado, la sonrisa de plástico mellado de un juguete, la especulativa tela a cuadros de un forro, una manta, un zapato.
Después llegarán los coleccionistas de huellas de dolor, sedentarios mirones de angustia ajena deseosos de controvertidos objetos de sufrimiento que utilizarán como muestrario de su rareza personal ante consumidores más convencionales. Vendrán con los años quienes nos recordarán la fertilidad de la devastación, de los accidentes nucleares, escenarios ideales para las vacaciones de los más singulares: sin destrucción no hay belleza.
Vendrán metafísicos bien alimentados diciendo tonterías solo comparables a las de otros metafísicos o a las de religiosos, vendiendo o comprando en un juego de ilusionismo pisapapeles de cristal con ceniza en lugar de nieve girando en un torbellino licuado antes de concluir el giro de muñeca del hacedor de tempestades y asentarse cubriendo el amasijo retorcido de un paisaje calcinado reposando dentro de la burbuja transparente sobre la repisa de un despacho particular.
Laissez faire: máxima cultural. Hasta alcanzar la libertad completa del egoísmo. Cuestionar solamente al despojado. Arrojarle a merced de los sentimientos más crueles de quienes tienen algo. No juzgar. Todo sentimiento es válido. El despojado tiene lo que se merece, no tiene derecho a joderte con su tristeza. Le haremos desaparecer para el reparto.
Pero ahora, justo ahora, la insignificante de mí, confundida en el vertedero gris de la guerra, tumbada sobre cascotes rasgando mi piel, miro tu verticalidad con las piernas abiertas sobre las botas negras casi arrancando destellos al sol a mis ojos repletos de sed, sostengo un arma blanca en mi mano izquierda, ni mi tiempo, ni mi cuerpo, ni mi espacio, han sido mutilados, todavía tengo fuerzas, me incorporo en el dolor de un solo movimiento y te clavo el machete en la entrepierna, una, otra vez, gritas, gritas mucho, maldices en hebreo, te doblas, retiro la mano a tiempo, agarras la empuñadura, te intentas sacar el cuchillo de los testículos, lo empeoras, te caes, te arrastras, gritas, tus compañeros se ríen de ti hasta que se dan cuenta de que hay alguien vivo entre el escombro, disparan pero no aciertan, no pueden verme, soy escombro y el escombro me protege; todavía no es mi tumba.
Triste, no necesito risa ni sonrisa para contemplar tu estridente dolor, la sangre goteando mezclada con la simiente que ya nunca fecundarás, soldado israelí.
Nota para metafísicos especulativos: el machete es un símbolo metafórico de la derrota del imperialismo en una selva, en realidad, lo ensarté con un cuchillo made in China.