El Manifiesto del partido comunista, escrito en vísperas de la revolución de 1848, es la más conocida de las obras de Karl Marx y Friedrich Engels y la que más se ha difundido en todo el mundo. Pese a su notoriedad, ese breve texto salido sobre todo de la pluma de Marx, en modo alguno es un tratado de teoría política de alcance universal. Obra a la vez analítica e impetuosa, atravesada por un aliento revolucionario que ha perdurado más allá de su época, es precisamente por haber nacido de circunstancias singulares que sigue hablándoles directamente a quienes la descubren a más de 150 años de distancia.
Esta breve presentación tiene como propósito esclarecer esa paradoja: volver a situar en su contexto el Manifiesto no es congelar su ímpetu en una imagen fija amarilleada por el paso del tiempo, es reinscribir esa obra en el marco de una historia que se extiende del nacimiento del capitalismo a su senilidad devastadora; historia jalonada de revoluciones y de combates ayer y hoy, que no han renunciado a construir otro mundo.
Es también afirmar la persistencia y la pertinencia de la revolución, cuyas formas —por definición— han de ser reinventadas, a la luz de las derrotas y los desastres, pero también de sus victorias, sus invenciones y sus conquistas. Existe, por tanto, una profunda filiación entre las esperanzas de aquella época y las nuestras, cuya urgencia es proporcional a la devastación que tiene lugar hoy en día.
De ahí la importancia de volver a examinar las condiciones en que se escribió el Manifiesto a lo largo de varias secuencias que se entrelazan entre sí. La primera concierne al propio Marx, a su evolución teórica, a su implicación política y militante cada vez mayor, pero también a Engels, cuya contribución fue esencial.
La segunda concierne al momento excepcional con el que coinciden la redacción y la publicación del Manifiesto: la revolución de 1848, que desde hacía años se presagiaba.
Una tercera secuencia concierne a la redacción propiamente dicha del texto, que conoció varias etapas y ocupó su lugar en los debates internos de la Liga de los comunistas. Por último, es necesario volver sobre la pregunta inicial que sirve de motivo de esta nueva edición: ¿por qué el Manifiesto sigue hablándonos?
Маrx y Engels en su época
En primer lugar, es necesario volver sobre la trayectoria de Marx, no porque su obra sea resultado de la elaboración lineal de sus primeras intuiciones sino, por el contrario, porque las inflexiones de su pensamiento estuvieron determinadas por decisiones políticas y teóricas, en ningún momento directamente separables de las circunstancias históricas excepcionales a que tuvo que hacer frente.
Desde ese punto de vista, el Manifiesto es uno de sus escritos más emblemáticos, en la medida en que conjuga el análisis de una situación concreta con el esfuerzo por intervenir en ella de forma crítica y militante, inaugurando así una nueva concepción del trabajo intelectual.
Marx nació en 1818 en Tréveris, pequeña ciudad de Renania que llevaba la impronta de una historia singular: antaño capital del Imperio Romano, situada en el camino hacia Coblenza —que había sido la base de retaguardia de los ejércitos blancos en guerra contra la Revolución Francesa—, es ocupada en 1794 por el ejército de la Convención. Al principio, los contingentes revolucionarios fueron acogidos con entusiasmo por una parte de la población, que deseaba que desaparecieran las estructuras feudales y monárquicas que regían una Alemania fragmentada y dominada por el muy reaccionario Reino de Prusia.
A partir de 1797, Tréveris y toda Renania quedan bajo jurisdicción revolucionaria y, en consecuencia, se procede a la abolición de la servidumbre y de los privilegios, se proclama la igualdad ante la ley y se establecen la libertad de industria y de comercio. Es cierto que son la burguesía y los terratenientes quienes entonces se benefician más de esas medidas, pero también lo es que una cultura política francófila comienza a echar raíces entre la población renana.
Más tarde, tras la batalla de Waterloo y el Congreso de Viena de 1815, cuando Tréveris pasa a formar parte de Prusia, esa autoritaria incorporación se percibe, en primer lugar, como una anexión y un retroceso: el rey de Prusia, Federico Guillermo III, uno de los iniciadores de la Santa Alianza, era un ferviente partidario de que se restableciera el absolutismo feudal en Europa, a despecho de las aspiraciones populares.
A partir de ese momento, las protestas sociales y políticas no dejan de ir en aumento: en 1832, en Hambach, no lejos de Tréveris, durante dos días se congregaron casi 30.000 personas en una manifestación política, en la que se reivindicaban la libertad de culto, la promulgación de una constitución y la unidad alemana y en la que, incluso, algunos de los participantes se atrevieron a hablar de una venidera revolución armada. En 1835, el dramaturgo Georg Büchner escribió el primer manifiesto de la revolución social en Alemania, con el que se lanzó la célebre consigna de «¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!» . Es en esa cultura alemana que también hunde sus raíces el Manifiesto.
Las protestas de aquel entonces carecían de una fuerza organizada y terminaron por adoptar la forma de un movimiento literario, la Joven Alemania (Junges Deutschland) que de inmediato se convirtió en blanco de la censura prusiana. Forzados al exilio, sus miembros se establecieron en París y es allí donde Marx —tras haber emigrado— se encuentra en 1844 con el poeta Heinrich Heine.
La Joven Alemania desaparece a finales de la década de 1840, al mismo tiempo que surge un movimiento hegeliano de protesta en que toma cuerpo una nueva oposición a la monarquía prusiana y a su carácter confesional. Entretanto, la burguesía liberal trata cautelosamente de hacer valer sus intereses a través de una prensa crítica. En cuanto a los levantamientos populares, todos son violentamente reprimidos por las autoridades prusianas.
Karl Marx, quien por entonces no había cumplido veinte años y se encontraba inmerso en sus estudios de derecho y de filosofía —que lo llevaron de Bonn a Berlín—, terminó uniéndose a los jóvenes intelectuales hegelianos. Esos estudios, dictados sobre todo por la necesidad de encontrar rápidamente empleo, lo obligan a hacer frente con frecuencia cada vez mayor a temas de actualidad, así como a la filosofía hegeliana. Hegel había llegado a ser el más influyente de los filósofos de la época y sus reflexiones políticas y jurídicas ocupaban el centro de los debates.
Para algunos, las ideas de Hegel legitimaban el absolutismo, mientras que para otros lo repudiaban. Marx, que había hecho suya la lectura crítica de la obra de Hegel por los jóvenes hegelianos, propuso sin embargo un enfoque original, que se apartaba de la denuncia de la religión y reorientaba su análisis hacia la cuestión del Estado en su relación con la vida social.
En ese contexto marcado por la represión, en 1842 —perdida toda esperanza de iniciar una carrera académica— Marx se lanzó a hacer el tipo de periodismo que por aquel entonces hacía irrupción en la escena y en el cual van de la mano investigaciones y análisis teóricos en profundidad y declaraciones públicas y columnas literarias.
Tras haberse convertido en uno de los principales redactores del periódico liberal Gaceta Renana, Marx tuvo que vérselas tanto con las convicciones de los accionistas del periódico como con la censura. A pesar de todo, pudo ahondar en su análisis de cuestiones políticas y sociales como la libertad de prensa, la situación de los campesinos, la confrontación entre el derecho moderno y el derecho feudal a propósito de la legislación sobre el robo de madera; todas esas cuestiones lo llevaron a elaborar un pensamiento informado y deseoso de influir en las realidades que describía, sin renunciar por ello a la elaboración conceptual.
En 1843, luego de que las autoridades prusianas prohibieran la Gaceta Renana, Marx rompió con el campo liberal, que nunca había sido el suyo y que se había mostrado incapaz de oponerse a esas medidas represivas.
Se exilió en París, capital de la revolución y meca de la emigración alemana, no sin antes escribir una exhaustiva crítica de la concepción hegeliana del Estado[1]. Por esa misma época, escribió también su conocido artículo Sobre la cuestión judía, en que —oponiéndose con ello a Bruno Bauer, con quien lo unía la amistad— elaboraba un análisis del derecho y del Estado que subordinaba el análisis de la religión moderna al de la relación económica y social en vías de maduración: el capitalismo.
En la llamada introducción «de 1844», que por entonces escribió, Marx localizó y nombró por primera vez la fuerza ascendente de la historia, el proletariado, único grupo social con la capacidad de obrar por la emancipación de todos los oprimidos. Los proletarios no se definen por su pobreza, sino por su situación social: desposeídos de los medios de producción, condenados al trabajo asalariado, en ellos encarna la injusticia fundamental de la sociedad burguesa pero también, por ese mismo hecho, la posibilidad y la necesidad de una transformación radical de las relaciones sociales, de una revolución política y social.
Ese giro lo llevó a proclamarse comunista, término con que se designaba ante todo una opción resueltamente revolucionaria. Marx está lejos de ser el único: antes que él, Moses Hess y Friedrich Engels habían adoptado la misma orientación, cuyo blanco principal era la gran propiedad privada y cuya meta era la igualdad radical. La opción de Marx, sin embargo, presenta desde el principio una ligera diferencia: ya en 1844, consideraba que la revolución debía ser también una revolución de la propia política, contra su confiscación por el Estado en cuanto entidad separada.
La revolución por venir también tendría que aunar a la teoría con la práctica, en las antípodas de todo conocimiento eclipsante y de sus especialistas, meros productos de una alienante división del trabajo que a su vez impedía toda comprensión recíproca de ese mismo proceso. Marx afina su estilo: «Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas […], pero también la teoría se convierte en fuerza material tan pronto como se apodera de las masas[2].»
Sin embargo, Marx seguía viendo en el proletariado a un «elemento pasivo» cuyo encuentro con la teoría debía transformarlo en fuerza consciente. Ya en el verano de 1844, tras analizar la revuelta de los tejedores de Silesia, que el ejército prusiano había ahogado en sangre, Marx hizo suya la causa de los huelguistas y los amotinados. En esa ocasión redefine al proletariado como fuerza activa, portadora por derecho propio de la revolución tanto política como social. Aunque ese análisis sigue siendo general, tiene el mérito de preparar el futuro encuentro de Marx con las primeras organizaciones obreras, en Francia y sobre todo en Inglaterra, encuentro que al mismo tiempo modificaría ese planteamiento inicial, en función de los avances de su análisis pero también de su propia actividad militante y de la rica cultura política que ésta le aportaba.
A partir de ese momento, Marx llega a la conclusión de que las ideas revolucionarias surgían como resultado de contradicciones históricas, de las que, sin embargo, no eran simple reflejo: en ciertos casos, las propias ideas pueden contribuir a inventar y orientar el futuro, sin que por ello dejen de estar determinadas por las circunstancias de su época.
El espacio propio de una nueva política toma forma en esa brecha. El Manifiesto, por su lado, se inscribe en esa perspectiva revolucionaria, que busca transformar el conocimiento y la acción de manera conjunta y recíproca. Para Marx, el término «comunismo» daba nombre ante todo a esa invención colectiva en curso, empeñada en devolver a los seres humanos el control sobre su vida social e individual, más que un proyecto predefinido que poner en práctica.
En París, Marx colaboró con publicaciones periódicas radicales franco-alemanas, como los Anales franco-alemanes y Vorwärts! También se consagró a estudiar las diversas tendencias del socialismo y el comunismo franceses, frecuentó las pequeñas organizaciones de exiliados alemanes y se dio a la lectura de obras de economistas franceses y británicos.
Marx tenía conciencia de que el comunismo era una corriente más radical y coherente que el socialismo, pero a la vez estaba convencido de que aquél debía renovarse radicalmente para salir de la clandestinidad y de la cultura de la conspiración y el utopismo. Es por esa misma época cuando se encuentra por segunda vez con Friedrich Engels: los pocos días que pasaron juntos en París los llevaron a la conclusión de que estaban plenamente de acuerdo y a abrazar el proyecto de trabajar juntos a partir de entonces.
Friedrich Engels nació en 1820. Su padre era propietario de una gran fábrica de algodón en Manchester (Reino Unido) y Barmen (Alemania). Desde muy joven, Engels abraza las ideas críticas y las concepciones de los jóvenes hegelianos, descubre por sí solo la filosofía hegeliana y se une a los círculos intelectuales de Berlín. Se declara socialista y pronto comienza a publicar artículos. En represalia, su padre, horrorizado por las ideas políticas del hijo, lo exilió a Manchester en 1842. En vano: el encuentro de Engels con el mundo industrial y con Moses Hess lo condujeron rápidamente al comunismo.
En Inglaterra, su descubrimiento tanto del capitalismo inglés como de la economía política clásica le brindó la oportunidad de escribir, en 1844, un Esbozo de una crítica de la economía nacional[3], texto breve, original e impactante que causó una profunda impresión en Marx, a quien le servirá de base para sus análisis posteriores. El artículo ofrece una descripción documentada y fundamentada de la lógica que subyace al capitalismo, responsable tanto de un gigantesco auge de la producción como de un deterioro sin precedentes de las condiciones de vida y de trabajo de la clase obrera.
Para Engels, profundamente afectado por las huelgas de masas que habían aglutinado a varios millones de trabajadores ingleses durante la crisis económica de 1842, esas contradicciones estaban llamadas a aumentar, allanando así el camino de una revolución social. Hay que recordar que el cartismo, surgido a finales de la década de 1830, fue la primera organización de masas en Europa. En 1845, Engels publicó La situación de la clase obrera en Inglaterra[4], consagrada a los obreros ingleses, cuyos sufrimientos y luchas describe.
Cuando se produce el encuentro inicial entre Marx y Engels, sus respectivas concepciones se diferenciaban en más de un aspecto, pero sus preocupaciones políticas y teóricas convergían en lo fundamental. De inmediato deciden escribir juntos La Sagrada Familia[5], irónicamente subtitulada «Crítica de la crítica crítica», que aparece en febrero de 1845 y que estaba dirigida en particular contra Bruno Bauer y otros miembros de la juventud hegeliana con quienes Marx y Engels habían llegado a entablar amistad.
Antes de la publicación de esa obra conjunta, el propio Marx había escrito una serie de ensayos, los Manuscritos de 1844, en los que exponía su concepción de la historia, la alienación y la emancipación y debatía por primera vez las tesis centrales de la economía política clásica.
En esos manuscritos, Marx procedió a reelaborar el concepto hegeliano de alienación, mientras forjaba una nueva teoría de la historia, resueltamente materialista, que se distanciaba de la filosofía hegeliana. Fue en un nuevo manuscrito, La ideología alemana, escrito en colaboración con Engels, donde elaboró una concepción en que se otorgaba a la producción, a sus condiciones históricas sociales y jurídicas y a su dimensión política y cultural el lugar que les correspondía. En esa obra polémica, continuación de La Sagrada Familia, se refina el análisis de las ideas dominantes, de su génesis y de su función dentro del modo de producción capitalista. Esa ideología es inseparable de la división del trabajo y de la formación de una categoría social de intelectuales profesionales, que en su mayoría están al servicio de las clases dominantes.
La cuestión ideológica, sin embargo, no puede separarse del análisis histórico global y del estudio de las contradicciones generadas por una sociedad que se basa en la explotación y la alienación de los productores y en unas relaciones de propiedad que hacen posible la apropiación y la acumulación de la riqueza por las clases dominantes.
La subordinación de los intelectuales —productores de ideas en una sociedad de clases intrínsecamente conflictiva— confiere a las representaciones filosóficas, jurídicas, morales, religiosas y artísticas su propia función, pero también su relativa autonomía. Sin duda, las ideas ejercen una influencia propia, por lo que redactar el manifiesto de una organización obrera tendrá sentido sólo sobre la base de semejante convicción.
En Miseria de la filosofía, panfleto escrito en 1847 y dirigido contra Proudhon y su Filosofía de la miseria, Marx prosiguió su tarea crítica orientándola aún más hacia las representaciones difundidas por la economía política. La crítica de esta última deviene una preocupación cada vez más central, directamente vinculada con la perspectiva revolucionaria: la supresión de las clases, la conquista del Estado y su abolición y la superación de la filosofía harían posible la libre asociación de los productores. En esa obra, Marx aborda por primera vez la cuestión de las huelgas y las coaliciones obreras, al reflexionar sobre la importancia de la conciencia de clase como condición para la construcción gradual de un «partido» obrero. Las movilizaciones sociales proporcionaron la base para la formación de una fuerza política unitaria: «No digáis que el movimiento social excluye al movimiento político. Jamás hay movimiento político que al mismo tiempo no sea movimiento social[6].»
En su conjunto, esas obras, escritas en el espacio de unos pocos años, dan testimonio de la rápida evolución del pensamiento de Marx en consonancia con su acelerada maduración política. Las acompaña una multitud de textos breves, notas —las famosas «Tesis sobre Feuerbach»[7]—, cartas y artículos en los que el pensamiento crítico se reinventa en relación con una realidad que necesita ser transformada. Toda la labor intelectual y militante de Marx se dirigía entonces hacia un solo objetivo: la revolución que se vislumbraba en el horizonte.
A su vez, esa revolución ascendente se refracta en el propio trabajo teórico y contribuye a transformar las formas de escritura, sus objetivos y su público y, más ampliamente, la propia concepción del conocimiento en su relación con la realidad.
El Manifiesto habría de llevar a su punto más alto semejante transformación: si bien no es la obra más lograda de Marx, sí es la más accesible y la de mayor vuelo, arrastrada por un formidable aliento que el propio Manifiesto trata de avivar. También es la obra que más lejos llega en la exploración de las formas colectivas de conocimiento que son uno de los objetivos del comunismo.
El Manifiesto jalona la elaboración de un pensamiento que pugna por estar en sintonía con su tiempo y que, por eso mismo, revela desde el principio su naturaleza profundamente política, haciéndose así eco de un momento histórico excepcional, abierto a bifurcaciones y decisiones cruciales. Es importante subrayar —en contra de cualquier lectura lineal— que, por su trayectoria, en modo alguno Marx estaba predestinado a elaborar científicamente sus primeras intuiciones. Inmerso en las contradicciones que describe, atravesado por ellas antes de analizarlas, fue desplegando paulatinamente su proyecto en relación con las circunstancias concretas —en parte azarosas, en parte previsibles— que lo llevaron a optar por la revolución y a entregarse a ella con todas sus fuerzas.
El Manifiesto se redacta en un momento en que todo parecía posible. La derrota de 1848 llevaría a Marx a replantearse la cuestión del Estado y su conquista, la de la organización y las alianzas, pero también a profundizar mucho más en el funcionamiento del capitalismo, labor que alcanzaría su pináculo con El Capital[8]. Obra matricial de la que jamás sus autores renegarían, el Manifiesto se reeditará en numerosas ocasiones. Sus tesis, moduladas y contextualizadas por sucesivos prefacios escritos por Marx y Engels, nos permiten medir la permanente reelaboración que caracteriza la obra de Marx, tanto en el plano conceptual como en el estratégico.
El Vormärz
Si ninguna obra es inseparable de su contexto, ello es especialmente cierto en el caso del Manifiesto. A finales de 1847, la revolución que se avecinaba desde hacía tiempo parecía inminente ante una combinación de contradicciones sociales y políticas: en Alemania, ese período se conoce como el Vormärz, es decir, el período anterior a marzo de 1848. Hay que retroceder unos años para comprender esa situación. Fueron la derrota de Napoleón y la destrucción de la Grande Armée, que se había lanzado a la conquista de Europa, lo que brindó a las antiguas élites nobiliarias la oportunidad de retomar el control. En el Congreso de Viena de 1815, las grandes potencias reconfiguraron el mapa tanto de Europa como del resto del mundo, asegurándose de preservar el equilibrio entre ellas sin tener en cuenta las aspiraciones populares.
Gran Bretaña emergió como la mayor potencia, no sólo en términos industriales sino además coloniales y militares. En Francia, los Borbones habían vuelto al trono, si bien la Carta mitigaba su poder. Austria recibió el encargo de mantener el orden, mientras Prusia ampliaba su territorio y la Rusia autocrática mantenía su hegemonía continental.
Esa Europa reconfigurada dispersó a los pueblos y los aplastó, atizando así los reclamos de liberación nacional y justicia social. Al igual que ocurría en Italia, el desarrollo comercial e industrial y las aspiraciones democráticas de Alemania tenían como obstáculo a una miríada de pequeños Estados, algunos de los cuales permanecían bajo jurisdicción eclesiástica. Al fin y al cabo, aquel intento por reconstruir un orden mundial duradero terminó por generar una inestabilidad sin precedentes: a partir de 1830, se sucedieron las oleadas revolucionarias en todo el planeta.
Al mismo tiempo, en Europa Occidental, el capitalismo se desarrolla a un ritmo desigual pero rápido. El auge de una nueva organización de la producción y de nuevas relaciones sociales va a la par con el ascenso de una poderosa burguesía industrial y financiera, que aspira a reformas políticas pero que no renuncia a imponer rigurosos límites al carácter democrático de las instituciones.
Paralelamente, la revolución industrial va acompañada de un empeoramiento de las condiciones de trabajo y de vida de los sectores populares, lo que sirve de fomento de la circulación de ideas contestarias, socialistas y comunistas, sobre todo en las filas del nuevo proletariado.
Otras transformaciones contribuyen a desestabilizar Europa antes de 1848: mientras que el auge de los conocimientos iba acompañado de su difusión y del desarrollo de la prensa, el saber se ponía cada vez más al servicio de la productividad capitalista, entre cuyas consecuencias cabe señalar el perfeccionamiento de las máquinas-herramienta, la producción industrial de acero, el uso del carbón como combustible para las máquinas de vapor, espectaculares mejoras en el transporte y la transformación capitalista de la agricultura.
El mundo agrícola inglés, lugar en que emergen las relaciones sociales capitalistas, se caracteriza por el brutal declive del campesinado, que se ve así empujado hacia las metrópolis industriales donde la expansión de las maquinarias hacía posible explotar todavía más a hombres, mujeres y niños.
Sin embargo, la clase obrera europea conoce un lento desarrollo, con la excepción de Gran Bretaña, donde aumentó con rapidez. Del mismo modo, persistían las viejas jerarquías sociales: se mantenía la servidumbre y, en general, la aristocracia terrateniente seguía siendo dominante, aunque su propia riqueza dependía cada vez más del capital industrial y financiero.
En Europa Central, fue el reclamo de una reforma agraria lo que pasó a primer plano: las aspiraciones transformadoras eran impulsadas por los intelectuales, pero también por la baja nobleza, deseosa de ganarse a un campesinado políticamente poco entusiasta. «La crisis de lo que quedaba de la vieja sociedad parecía superponerse a una crisis de la nueva sociedad»—escribe el historiador británico Eric Hobsbawm[9].
En esas complejas condiciones se torna decisiva la cuestión nacional, reivindicación particular que jamás pudo separarse de las luchas de clases tal como éstas se presentaban en términos concretos dentro de unas coordenadas que, por definición, eran siempre locales. Por ejemplo, las reivindicaciones nacionales se correspondían a la vez con las aspiraciones de los sectores populares y el auge de las pequeñas burguesías urbanas que tenían como portavoces a los intelectuales, pero también con el descontento cada vez mayor de las fracciones liberales de la nobleza, como en el caso de Hungría.
En cuanto a las clases campesinas, que no siempre hablaban las lenguas nacionales, se apoyaban en sus convicciones religiosas a la hora de articular sus reivindicaciones de independencia, como ocurrió en Irlanda. Si bien en algunos aspectos —en particular, la fraternidad entre los pueblos— la cuestión nacional podía aparecer como una instancia más reducida de la acción revolucionaria, fomentaba una perspectiva no necesariamente emancipadora, como en el caso del pangermanismo.
En la misma medida que el capitalismo emprende su expansión por todo el planeta—proceso de globalización al que se anticipa el Manifiesto—, Occidente extiende su dominio al resto del mundo.
La colonización y la esclavitud asociada al comercio triangular fueron consecuencia del ritmo más bien lento de ese proceso, pero a su vez le imprimieron un impulso que aceleró su apogeo: esa dinámica proporcionó a Inglaterra enormes oportunidades de mercado, a cambio de la deportación de esclavos africanos a las plantaciones de azúcar. El dinero fluye entonces hacia los puertos comerciales europeos.
A principios del siglo XIX se inicia un proceso harto gradual de abolición de la esclavitud. Es cierto que para la década de 1840 había disminuido el número total de esclavos, pero ese número seguía aumentando en los Estados Unidos y el Brasil, al tiempo que seguían afianzándose determinadas formas de semiesclavitud —sobre todo en la India— y la colonización seguía expandiéndose hasta llevar a su punto más alto el Imperio Británico, que llegó así a rivalizar con Rusia.
En ese mundo cambiante, la cólera de la gente ante la injusticia y la miseria se ha ido acumulando durante mucho tiempo. Esa larga fermentación de la revuelta dio lugar a corrientes políticas de protesta modernizadas, herederas de las diversas vías que habían surgido en Francia con posterioridad a 1789. Sus objetivos son diferentes sin ser necesariamente incompatibles: la corriente liberal reclamaba una constitución asociada a un sistema parlamentario de naturaleza censal; la tendencia demócrata abogaba por una república que concediera derechos políticos más amplios; un movimiento procedente del babouvismo —y radicalmente igualitario— se proponía contribuir a la revolución social. A partir de 1830, esas corrientes se estructuran siguiendo sus propios rumbos y a velocidades diferentes en los distintos países europeos.
En lo que respecta al proletariado, la clase obrera inglesa, por mucho la más numerosa, se organizó en un movimiento de masas de carácter mixto, el cartismo, cuyas reivindicaciones políticas seguían siendo relativamente moderadas pero cuyas luchas poseían una gran fuerza.
En Francia, las clases populares, que seguían vinculadas a las antiguas formas de producción (artesanales, pre-salariales), fueron el centro de ricos e innovadores debates, que contribuyeron así al movimiento de protesta y a la difusión de una cultura revolucionaria por toda Europa.
La burguesía, ella misma en vías de formación, es portadora de reivindicaciones políticas y económicas acordes con sus aspiraciones a convertirse en la clase dominante; a tal fin, exige una constitución que le conceda un poder político real y acelere la transición del feudalismo, condición esencial para su desarrollo económico, social y cultural. Esas reivindicaciones, en las que en teoría se conjugaban los modelos institucionales francés e inglés, se ven enfrentadas con poderes estatales fuertes y burocratizados, de los que Prusia se había convertido en la imagen por excelencia. La nobleza, cuyo apoyo al absolutismo ya no bastaba para aglutinar fuerzas, seguía siendo sin embargo la clase dominante.
El arcaísmo de los poderes establecidos, su rigidez y su afán de venganza contribuirían a hacer de la revolución la única solución posible. Pero la crisis por la que se atravesaba era también económica y se había convertido en algo habitual a pesar de la continua expansión de la producción. La crisis de 1845 contribuyó a desencadenar la revolución. La amplitud de las primeras convulsiones europeas hizo presagiar la rápida propagación de la onda expansiva que subyacía a ellas: el levantamiento polaco de 1846, la agitación insurreccional en los Estados italianos contra el yugo austriaco y, luego, en 1847, el éxito electoral de los liberales en Bélgica y la victoria de los cantones democráticos de Suiza.
Concluida su redacción poco antes del estallido de la revolución en París, el Manifiesto se empeña no sólo en describir sino también en expresar, con una claridad y un vigor sin precedentes, el impulso histórico de esa conflictividad, convirtiéndose en el portavoz de la revolución que acababa de nacer.
Análisis proteico, fue a la vez fruto de una reflexión colectiva, de un nuevo avance en el pensamiento de Marx que esclareció los conceptos que había empezado a elaborar y de una intervención militante que lo llevó a movilizar al movimiento obrero para contribuir a su estructuración, a la vez que se mantenía a una distancia crítica de las organizaciones existentes.
La Liga de los comunistas
Cuando Marx y Engels se acercaron a la Liga de los justos, en existencia desde 1836, ésta agrupaba a artesanos y trabajadores alemanes emigrados, organizados en tres centros relativamente independientes en Suiza, París y Londres. En París, la Liga había participado en la insurrección blanquista de mayo de 1839 y había sufrido una violenta represión tras su fracaso. Por su parte, el grupo suizo estaba dirigido por Wilhelm Weitling, adepto de un comunismo de inspiración cristiana y babouvista apenas preocupado por el rigor teórico, pero carismático partidario de la vía insurreccional. En cuanto a los dirigentes londinenses de la Liga, propugnaban una línea menos agresiva, lo que los acercaba más al ala moderada del cartismo.
Habían llegado incluso a condenar el levantamiento de Silesia de 1844, pues deseaban sobre todo transformar la organización secreta original en una entidad legalmente reconocida. Karl Schapper, principal dirigente londinense de la Liga, tras haber logrado imponer su orientación, se declara hostil a la revolución y puja por la educación, al tiempo que elabora una concepción emancipadora de la libertad individual que se solapa con las preocupaciones de Marx y que el Manifiesto recoge[10].
Marx y Engels, responsables de la redacción del texto que pone punto final a la transformación de la Liga, llevaban ya una existencia militante antes de unirse a la Liga de los justos. Por un lado, el trabajo de Marx como periodista lo había conducido a colaborar con diversos grupos críticos y le había permitido investigar el estado de los conflictos de clases, sobre todo en Alemania. Sus convicciones comunistas lo encaminaron a concebir su trabajo teórico como un aliado de los intereses prácticos del proletariado. Fue esa la labor que llevó a cabo en París desde 1843 hasta que, en enero de 1845, habiendo adquirido con sus escritos la reputación de un formidable revolucionario, fue expulsado de Francia por François Guizot, quien cedía con ello a las exigencias de Prusia. Marx se exilió en Bélgica.
En compañía de Engels, en 1846 fundan el Comité Comunista por Correspondencia, con el objetivo de crear una red internacional de activistas europeos que permitiera comparar las tendencias comunistas existentes y emprender acciones conjuntas. Para Marx y Engels, en aquel entonces, la actividad política conllevaba en primer lugar la difusión de ideas y conocimientos, así como el trabajo crítico y polémico dentro del movimiento socialista y comunista.
A sus ojos, la prensa y las organizaciones tienen como primer objetivo la formación, para lo cual no obstaba que esas organizaciones se propusiesen influir en el curso de los acontecimientos. Fue esa prioridad la que distinguió a las primeras organizaciones obreras de los partidos modernos, formaciones de masas y futuros actores en el juego parlamentario.
Ya antes, en París, Engels había luchado por su cuenta contra las influencias de Weitling, de Proudhon y del «verdadero socialismo», con la vista puesta en la creación de un comité parisino por correspondencia, que al final no lograría superar sus divisiones internas. Luego de que la autoridad central de la Liga se trasladara de París a Londres, su dirección se reestructuró en torno a Schapper, quien deseaba poner en marcha su reorganización total.
Para ello, convocó a un congreso preparatorio el 1 de mayo de 1847, con la esperanza de que desembocara en la aprobación de una profesión de fe comunista, en la que se expusieran a la vista de todos las posiciones de la Liga. Marx y Engels se mostraron inicialmente reacios a sumarse al grupo de Londres, convencidos de que también estaba dominado por las posiciones de Weitling. Fue George Julian Harvey, militante cartista y amigo de Engels, quien los convenció de que se implicaran en la creación de un Comité Comunista por Correspondencia en Londres.
En cuanto a la dirección londinense, ésta temía —basándose para ello en las acusaciones de Weitling— que Marx y Engels quisieran imponer una concepción demasiado elitista y doctrinaria de la política. Sin embargo, acogió favorablemente su propuesta de organizar un congreso para debatir las diferentes tendencias del comunismo.
Fue en esa confusa situación que los dirigentes londinenses les propusieron a Marx y Engels que se hiciesen miembros de la Liga, a pesar de las fuertes tensiones y de la desconfianza que seguían reinando entre ambos bandos.
Pero cada parte encontró en la otra un medio de salir del impasse[11]: los dirigentes de la Liga estaban impresionados por la coherencia de las concepciones de Marx y Engels sin por ello estar del todo convencidos, mientras que en su empeño por construir una organización obrera revolucionaria que —según ambos esperaban— acabaría arraigando en el proletariado, en un momento en que se multiplicaban las señales de alarma de una revolución inminente, Marx y Engels no disponían de otra opción.
A lo largo de toda la secuencia que condujo a la redacción del Manifiesto —y aunque no fuera el principal redactor del texto definitivo— Engels desempeñó un papel protagónico: fue él quien estableció los contactos entre Londres, París y Bruselas, ya que Marx no podía desplazarse libremente de una capital a otra. También fue Engels quien, en junio de 1847, redactó una primera versión del Proyecto de profesión de fe comunista, cuando la Liga de los justos acababa de celebrar su primer congreso y de rebautizarse como «Liga de los comunistas». Ese texto resumía los debates que acababan de tener lugar entre los asistentes al congreso. Concluida su redacción en noviembre de 1847, Los principios del comunismo[12] fue una segunda versión que dio mayor coherencia teórica a ese primer texto y que proporcionó el material básico para el Manifiesto.
La posterior reconstrucción que hiciera Engels de esa sinuosa historia es parcialmente discutible. En su relato de 1885, titulado “Contribución a la historia de la Liga de los comunistas”, afirma que los estatutos se habían aprobado en el primer congreso (junio de 1847), cuando en realidad no lo fueron hasta el final del segundo (diciembre de 1847), tras agrias discusiones. La tesis de que los dirigentes londinenses se habían convertido de inmediato a las tesis de Marx también forma parte de la leyenda. Por otro lado, Engels pasa por alto su propia e infausta maniobra, que consistió en redactar apresurada y subrepticiamente su texto para contrarrestar la profesión de fe rival redactada por Moses Hess.
Por su lado, Marx llevaba razón cuando en 1877 apuntaba que la condición que Engels y él habían puesto para su acercamiento —la eliminación de «todo lo que pudiera haber favorecido la creencia supersticiosa en una autoridad»— se había, en efecto, respetado[13], imponiendo de paso el órgano de decisión del congreso, así como el estatuto de dirigentes elegidos y revocables. Esa metamorfosis «transformó la Liga, al menos en tiempos ordinarios de paz, en una mera sociedad de propaganda[14]». Fue a partir de entonces que, tras haber hecho dejación de toda «veleidad conspirativa», la organización pudo ser calificad de «completamente democrática» por Engels.
Marx no había podido participar en el primer congreso, pero sí acudió al segundo, celebrado en Londres del 29 de noviembre al 8 de diciembre de 1847, como representante del grupo de Bruselas. Se aprobaron los nuevos estatutos y la Liga se trazó oficialmente como objetivo «el derrocamiento de la burguesía, el dominio del proletariado, la abolición de la vieja sociedad burguesa basada en los antagonismos de clases y la fundación de una nueva sociedad sin clases y sin propiedad privada[15]».
Al término de una larga batalla que duró unos diez días, prevaleció el punto de vista de Marx, aunque no por unanimidad, como posteriormente afirmara Engels[16]. A sugerencia de Engels, Marx recibió el encargo oficial de redactar el texto definitivo sobre la base de los documentos anteriores. El Manifiesto, redactado en su mayor parte por Marx, llegó con cierta tardanza a Londres, alrededor del 1 de febrero de 1848. Financiado mediante una colecta, se publicaron 1.000 ejemplares en alemán en Londres poco antes del estallido de la revolución en Francia.
A pesar de todos esos esfuerzos, cuando estalla la revolución, la Liga y en sentido general quienes se decían comunistas, desempeñan un papel de escasa importancia y el Manifiesto no conoce una amplia difusión. Tras el fracaso de la revolución, la represión se abate sobre los militantes y las organizaciones obreras. En 1852, se detuvo en Londres a los miembros del Comité Central de la Liga. El proceso judicial por «alta traición», iniciadopor el Estado prusiano, se saldó con duras condenas contra los acusados. Disuelta la Liga, no fue hasta 1864 que la Asociación Internacional de Trabajadores tomaría el relevo. Entretanto, en un momento marcado por el reflujo de la perspectiva revolucionaria, Marx se consagra sobre todo a la labor teórica, sin que por ello se disipen en modo alguno sus preocupaciones políticas y su pensamiento estratégico.
El Manifiesto, un texto-acontecimiento
El Manifiesto no es, por tanto, un tratado de filosofía política y su posterior notoriedad oscurece su verdadero papel: tras el texto-monumento, lo que importa hacer que resurja es el texto-acontecimiento.
Folleto destinado a una amplia difusión, el Manifiesto acomete la tarea de describir las convulsiones aparejadas por el desarrollo del capitalismo a fin de definir las condiciones y los objetivos de su abolición. El surgimiento del capitalismo es un proceso histórico de larga duración, cuya fuerza motriz es la lucha de clases, la que a su vez conduce, en última instancia, a la inevitable superación de ese poderoso e inequitativo modo de producción.
Marx, sin embargo, no se contenta con anunciar la revolución, sino que insiste en la necesidad de acción política —en el nuevo sentido del término— y en la importancia decisiva de la toma de conciencia como condición para la victoria de las clases dominadas. Sobre todo, enuncia una tesis principal que distingue al comunismo de cualquier colectivismo que niegue la dimensión individual: por el contrario, el objetivo es construir «una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno sea condición del libre desarrollo de los demás[17]».
Intervención política por derecho propio, el Manifiesto se propone así sellar la unión entre teoría e historia, transformando una al mismo tiempo que la otra, una por medio de la otra. Dividido en cuatro partes, el Manifiesto comienza presentado un sorprendente cuadro de conjunto de la historia humana, en el que se inscriben el florecimiento de la burguesía y el ascenso del proletariado.
El objetivo de ese análisis es situar el comunismo en el marco de esa historia y, a continuación, en la segunda parte, definir el papel específico de los comunistas en el plano político, refutando de paso toda idea preconcebida sobre éstos. En el tercer capítulo, Marx examina las diferentes corrientes del socialismo y del comunismo existentes en su época, antes de definir en la parte final el papel de los comunistas, su relación con las demás fuerzas políticas y el alcance de la revolución venidera.
Se trataba de proporcionar a los militantes auténticas herramientas de comprensión y de reflexión estratégica, en lugar de meros elementos de propaganda, y de propugnar medidas programáticas sin por ello proponer una descripción del mundo por venir. Y es exactamente eso lo que anuncia su título: el término «manifiesto» denota una ruptura con los «catecismos» de las organizaciones obreras clandestinas, de los que el texto de Engels seguía siendo demasiado deudor. El Manifiesto se dota de una forma inédita, enmarcada por fórmulas concisas y contundentes, llamadas a gozar de una larga vida, que atestiguan su carácter de intervención indisolublemente teórica y política.
El texto arranca con dos incipits sucesivos, cada uno tan célebre como el otro: «un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo» —se proclama en su preámbulo—, seguido de la afirmación —con que se abre la primera parte del Manifiesto— según la cual «toda la historia de la sociedad humana hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases». Espectro que, sin embargo, estaba llamado a convertirse en algo más que el más grande de los temores de las clases dominantes y a aparecer como lo que era, un poder en vías de construcción.
En cuanto al término «comunista» que apareceen el título, su condición de calificativo y no de sustantivo no reviste menos importancia: no se trataba de describir de antemano un mundo por nacer, el comunismo, sino de alentar y apoyar la acción de quienes eran artífices de esa construcción y a quienes había que aglutinar. Por lo que respecta a la última frase del Manifiesto, era cualquier cosa menos una conclusión: «Proletarios de todos los países, ¡uníos!»
El Manifiesto, a todas luces, es un texto sin precedentes tanto por su forma como por su contenido. Pero si bien su aliento excepcional lleva la impronta de Marx, quien entonces estaba por cumplir los treinta años, su contenido era también fruto de extensos debates colectivos que habían dado paso al borrador final. Sin ocupar el lugar de esos debates, sino redondeándolos con sus propios análisis, Marx se esforzó por esbozar más claramente las vías de una transformación posible y necesaria. Esa necesidad no es la de una hipótesis que se haría realidad sin tener que asestar un solo golpe, sino sobre todo, sobre la base de una revolución que entonces se creía ineludible, la afirmación de una exigencia histórica y humana que parecía estar al alcance de la mano.
A ojos de Marx y Engels, el capitalismo, desde la época de su primera expansión, exigía su propia superación: el aumento sin precedentes de la producción al precio del trastorno de todas las relaciones sociales anteriores, de la explotación descarnada y brutal, de la colonización, de la conquista del mercado mundial y del saqueo de las riquezas, pero también de la aparición de crisis periódicas y cada vez mayores, del desarrollo de las necesidades humanas, al mismo tiempo que los productores se veían aplastados como nunca antes por una organización del trabajo que tenía como objetivo la obtención de ganancias por una minoría en provecho propio: todas esas consecuencias daban origen a ingentes contradicciones históricas que exigían y hacían posible una nueva organización de la vida social.
En el terreno de las luchas de clases —creía Marx—, el aumento del poder de la burguesía se había acompañado de la conquista gradual de su soberanía política, llevando a la burguesía a constituir Estados que no eran más que comités de gestión al servicio de sus intereses. Esa burguesía, sin embargo, encadenada a la expansión continua de la producción, no podía contentarse con lo que había conseguido y tenía que apoderarse del mundo entero para escapar a crisis económicas recurrentes. Para ello, debía dominar las fuerzas de la naturaleza, desarrollar sin descanso las fuerzas productivas y apropiarse de todas las actividades humanas, dando así origen a la clase que la destronaría.
Para Marx, el auge de las fuerzas productivas capitalistas había hecho estallar el marco feudal y sus viejas relaciones sociales osificadas, pero estaba llamado a continuar más allá de su momento burgués: las crisis reiteradas y la miseria de las masas populares que esas crisis engendraban en medio de una acumulación de riqueza sin precedentes eran la prueba de que había llegado el momento de poner fin a semejante organización de la vida social. Sin embargo, las condiciones necesarias para efectuar esa transformación no eran sólo sociales, también eran políticas e implicaban la organización de los proletarios como «un movimiento autónomo de la inmensa mayoría en provecho de una mayoría inmensa».
Hay que subrayar que, para Marx, las clases no son entidades estables sino dinámicas, definidas y redefinidas por el conflicto permanente que las enfrenta o las aglutina. Su transformación interna allana el camino de grandes convulsiones. De ahí que Marx creyera que una fracción ilustrada de la burguesía podía unirse al proletariado. Del mismo modo, repara en una tendencia contraria a esa unidad —la competencia entre los propios trabajadores— y que impide que los trabajadores se unan. El Manifiesto propone un análisis complejo y no lineal de las relaciones de clase, esbozando posibles alianzas provisionales o duraderas entre clases o fracciones de clases, siempre en función de situaciones concretas y nacionales.
En definitiva, las gigantescas contradicciones engendradas por ese capitalismo usurpador allanan el terreno para una revolución de todo el edificio político y social, que también se inscriben en la larga historia de las luchas de clases que Marx evoca con elocuentes palabras. A ese respecto, en algunos puntos el análisis de Marx es claramente determinista: «Lo que la burguesía produce, ante todo, son sus propios sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente inevitables.» Marx presenta así como una necesidad la resolución de la contradicción entre el aumento de las fuerzas productivas capitalistas y las relaciones de producción basadas en la propiedad privada que las frenan. Y es a la revolución venidera a la que transpone una lógica extraída de la Revolución Francesa, cuya historia no cesaba de fascinarlo: «Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo se vuelven ahora contra ella.»
No obstante, son numerosas las diferencias que constata entre esos dos momentos revolucionarios: por un lado, el proletariado, explotado y oprimido, encarna en sí mismo la exigencia de emancipación colectiva. La revolución que se avecina no tiene precedentes, pues llevará al poder a una clase cuya misión no consiste en establecer su dominio, sino abolir todas las relaciones de clase y toda monopolización del poder político en forma de Estado aparte. Por otra parte, esa revolución entraña el desarrollo de la conciencia individual y colectiva que haga posible la construcción de un proyecto llevado a cabo por una organización obrera.
El Manifiesto es la expresión de esa visión del mundo de los oprimidos: el excesivo optimismo que recorre ese texto es un reflejo tanto de su vocación militante como de la inmensa esperanza popular que lo sustentaba. Sin embargo, Marx presentía que el proceso revolucionario seguiría un camino largo y accidentado. El Manifiesto hace así de la estrategia uno de los objetos de su análisis, a la vez que concreta la definición abierta y dinámica que aparece en La ideología alemana: «Para nosotros, el comunismo no es un estado que deba implantarse, un ideal al que haya de sujetarse la realidad. Llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera el actual estado de cosas. Las condiciones de ese movimiento se desprenden de las premisas existentes[18].»
Conviene recordar que el comunismo, en el sentido moderno del término, surgió a finales del siglo XVIII y se constituyó en torno al objetivo central de la «comunidad de bienes». La opción comunista hunde sus raíces en la tradición de Graco Babeuf y se distingue por la radicalidad de su objetivo: eliminar la injusticia social y la explotación que la provoca, haciéndose para ello con el poder el Estado y transformándolo. Pero durante mucho tiempo, la superior coherencia doctrinal del comunismo se vio contrarrestada por la debilidad de su base social y su tendencia a la abstracción doctrinal.
Marx comienza por someter a una severa crítica ese comunismo de primera generación, que califica de «burdo», centrado en la denuncia de la propiedad y en objetivos redistributivos y que, por tanto, descuidaba la cuestión de la reorganización de la producción, de la sociedad y del Estado, así como las formas de organización de la clase obrera. El Manifiesto subraya que «el comunismo no quita a nadie el poder de apropiarse productos sociales; sólo quita el poder de servirse de esa apropiación para someter al trabajo ajeno».
Es, pues, a un comunismo en plena transformación al que se une Marx y es en aras de su transformación que, junto con Engels, habrá de realizar desde entonces una tenaz labor. De modo que la redefinición de la política que entra en juego en esas líneas, preparada por las reflexiones anteriores de Marx, alcanza un nuevo nivel en virtud de esa secuencia excepcional en que teoría e historia, sin llegar a fusionarse, salen al encuentro una de otra. Ya en Sobre la cuestión judía y en Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Marx se había encaminado hacia una crítica del Estado en cuanto instancia que se separa y divorcia de la vida económica y social. Lo cual, sin embargo, no significa hacer del Estado una entidad ilusoria que habría que abolir simple y llanamente, sino emprender un proceso de reapropiación de las funciones confiscadas por el Estado y reorganizar la vida económica y social de manera colectiva y racional. Llegados a ese punto, ¿podemos seguir dándole a ello el nombre de política?
Lo complejo de la respuesta a esa pregunta guarda relación directa con la persistente ambivalencia que el término «política» exhibe en los escritos de Marx. Por un lado, «toda lucha de clases es una lucha política». Por otro, si se tiene al Estado burgués por la esencia misma de la política, entonces uno y otra están condenados a desaparecer. En 1843, escribe Marx que durante la Revolución Francesa «los franceses modernos lo [habían] interpreta[do] en el sentido de que, en la verdadera democracia, el Estado político desaparec[ía][19] ». En el Manifiesto, por comunismo se designa, precisamente, la política entendida como impulso, como «conquista de la democracia» que trasciende toda lógica institucional. La abolición del Estado conducirá a la formación de un «poder público», una forma de autogobierno que, según Marx, dejará de tener carácter político, es decir, dejará de ser un instrumento de clase.
Más allá de las críticas tradicionales dirigidas contra la propiedad privada, la perspectiva de la reapropiación que esboza Marx se refiere de forma mucho más amplia y radical a las propias relaciones sociales. Y si el objetivo es abolir los instrumentos utilizados para monopolizar todas las actividades sociales en provecho de la burguesía, esa regla vale además para las ideas y al conocimiento.
También a ese respecto, el Manifiesto encarna por anticipado lo que exige: otro régimen de conocimiento volcado en la acción. Esa reapropiación no concierne a las ideas dominantes existentes (como tampoco concierne a la reapropiación del Estado tal como se presenta), sino al trabajo intelectual como actividad social.
El papel propio de los comunistas debe redefinirse precisamente desde ese ángulo: son la «fracción más resuelta de los partidos obreros de todo el mundo», quienes tienen «sobre el resto del proletariado la ventaja de una clara visión de las condiciones, los derroteros y los fines generales del movimiento proletario».
Esa reorganización global de las tesis anteriores tuvo lugar bajo las condiciones de una revolución victoriosa: en febrero de 1848, mucho antes de lo que habían pensado Marx y Engels, estalló la revolución en París y no en Alemania, pero unos meses más tarde retrocedió en toda Europa ante las fuerzas reaccionarias que finalmente la aplastaron en la primavera de 1849.
El curso real de la historia revelaría la pertinencia del Manifiesto, pero también algunas de sus limitaciones: varias de las tesis de Marx de inmediato fueron objeto de reelaboración. Por ejemplo, se pondría en tela de juicio la idea de que, a diferencia del feudalismo, en el capitalismo se hacía visible y flagrante de manera definitiva la dominación social, junto con su corolario sobre la «simplificación de los antagonismos de clases», a pesar de que, a partir del Manifiesto, la unidad de la clase obrera se concibe como el resultado del trabajo político y no como un proceso espontáneo. En consecuencia, clase y organización no coinciden, aunque la noción de «partido» designe en este caso principalmente a la clase en cuanto grupo movilizado que las estructuras partidistas contribuyen a dotar de conciencia.
Marx también se replanteó la idea de que la burguesía «creaba un mundo a su imagen y semejanza», tras haber supuesto precipitadamente que la conquista capitalista del mundo era sinónimo de una homogeneización de las relaciones de producción en todo el planeta, generalización en la que se creía ver la condición sine qua non de su abolición ulterior. A partir de la década de 1850, Marx presta mayor atención a las sociedades no occidentales y corrige esa concepción de la historia. De manera similar, se vuelve a plantear su creencia de que el capitalismo pronto sería incapaz de superar las crisis periódicas que generaba y de que estaba cerca su final.
Sin embargo, ya en el Manifiesto, en contraposición con esa tendencia determinista, Marx subraya el papel decisivo de los actores históricos y le asigna su misión propia a una organización obrera capaz de dirigir y agudizar el conflicto social hasta convertirlo en confrontación política: «la burguesía no sólo ha forjado las armas que han de darle muerte; también ha engendrado a los hombres que empuñarán esas armas: los obreros, los proletarios.» No debemos olvidar que ese texto se dirige a lectores a quienes había que enlistar en la lucha comunista; esfuerzo que habría sido inútil si la conciencia política hubiese estado llamada a fortalecerse por sí sola, pero que habría sido igualmente inútil si hubiese sido imposible avizorar el éxito en los momentos en que Marx escribía esas líneas.
Más adelante, se llegó a ver en el Manifiesto un documento que no estaba en sintonía con las aspiraciones nacionales que habían caracterizado la revolución de 1848 en Europa y en todo el mundo. Sin embargo, aunque no ocupe un lugar central en el Manifiesto, la cuestión de las nacionalidades no deja de estar claramente presente.
Marx propugnaba un internacionalismo que, a sus ojos, era constitutivo de la revolución comunista, pero no ignoraba el hecho nacional, sino todo lo contrario: «Los obreros no tienen patria», pero el proletariado debe erigirse ante todo en «clase nacional», ya que «[e]s lógico que el proletariado de cada país deba ajustar cuentas, en primer lugar, con su propia burguesía». Marx se empeñó en concebir las luchas nacionales como formas momentáneas de movilización revolucionaria y no como objetivos en sí mismos, contrariamente al futuro auge del nacionalismo en el seno de las propias organizaciones obreras.
En cuanto a la cuestión del Estado, ésta iba a sufrir una profunda reelaboración, luego de que la noción de la conquista del Estado diera paso a la perspectiva de la necesaria «ruptura» de un aparato irrecuperable. Al mismo tiempo, Marx reexaminó radicalmente la cuestión estratégica de las alianzas, después de que las corrientes democrático-burguesas se hubieran vuelto contra el proletariado. También llegó a considerar que los comunistas no eran simplemente una fracción interna, sino que su función consistía en guiar al «partido» obrero en su conjunto[20]. Un pensamiento estratégico de ese tipo jamás es doctrinario, pues siempre está vinculado a las circunstancias específicas que hacen de la acción política una intervención en una situación concreta: el Manifiesto inaugura ese enfoque, lejos de querer zanjar de una vez por todas el papel de los comunistas.
Leer y releer el Manifiesto
Publicado originalmente en alemán, en folleto suelto y, posteriormente, en una publicación periódica alemana editada en Londres, la circulación del Manifiesto fue al principio escasa. En Francia se distribuyeron algunos ejemplares en alemán entre los miembros de la Liga en marzo de 1848, durante la breve estancia de Marx en París por invitación de Ferdinand Flocon, miembro del gobierno provisional. Sin embargo, Marx regresará pronto junto con Engels a Alemania. Varios intentos de traducirlo al francés no llegan a materializarse y no es hasta enero de 1872 que la primera versión en ese idioma aparece en Le Socialiste, periódico francés de Nueva York.
Igualmente inconclusos quedaron en su mayor parte los demás proyectos de traducción, salvo por una traducción al sueco en 1848 y otra al inglés en 1850. Tras la violenta represión que siguió a la revolución, no fue hasta la década de 1860 que comenzaron a reconstituirse las organizaciones obreras y que el Manifiesto comenzó a circular de nuevo. No obstante, es sólo a partir de 1880 —con la creación de partidos en el sentido moderno de la palabra que se proclamaban ante todo socialistas— que se multiplicaron sus ediciones.
Con ocasión de las numerosas reediciones del Manifiesto —y habida cuenta de los considerables avances que había logrado en sus propios estudios sobre el capitalismo y en la reelaboración de sus análisis políticos—, Marx presentó ese texto como un documento histórico que ni Engels ni él podían permitirse modificar, por lo que decidieron acompañar esas reimpresiones con prefacios que volvieran a situar al texto en su contexto y que, a veces, lo sometían a crítica. Así ocurrió en el prefacio a la edición alemana de 1872, en que Marx citó un pasaje de La guerra civil en Francia a propósito de las enseñanzas extraídas de la Comuna de París de 1871: «[L]a clase obrera no puede contentarse con apoderarse de la maquinaria del Estado dejándola tal cual y haciéndola funcionar para sus propios fines.»
Particular importancia reviste igualmente el prefacio a la edición rusa de 1882: a la luz de su análisis de las sociedades no occidentales[21], Marx ha llegado al punto de rechazar toda concepción lineal de la manera en que los modos de producción se suceden unos a otros, concepción que había marcado con su impronta el Manifiesto.
Por otro lado, Marx reevalúa ciertas formas sociales tradicionales (en particular la comuna rural rusa, o mir) como presupuestos concretos y locales que podrían, llegado el caso, servir de base a una revolución comunista capaz de aglutinar al campesinado y al proletariado y soslayar así la etapa capitalista: la revolución rusa podría en ese caso ser «la señal para una revolución proletaria en Occidente y, por tanto, complementarse una a la otra».
Es esa constante evolución del análisis, unida a la constancia del objetivo de abolir el capitalismo, lo que caracteriza el pensamiento de Marx. Sin embargo, de ello no se desprendía la necesidad de que el Manifiesto se convirtiera en algo obsoleto. Así lo demuestran, cada una a su modo, las miles de lecturas e interpretaciones que se siguen haciendo de ese texto, como lo demuestran incluso más los innumerables lectores a quienes, hasta nuestros días, el descubrimiento de esa obra les ha dejado una impresión duradera.
Quienes leen o releen el Manifiesto no dejan de sorprenderse ante su perdurable actualidad, y ello no a pesar sino precisamente por lo anticuado de algunas de sus tesis, en la medida en que el propio Manifiesto se inscribe en las contradicciones que describe y lo atraviesan. Invitación a volver a pensar en su unidad la teoría y la acción, el Manifiesto sigue siendo el crisol de toda cultura revolucionaria.
En ese sentido, en cierto modo el Manifiesto no ha dejado de trascender a su época, pues la enseñanza principal que nos sigue impartiendo es precisamente la que emana de su capacidad para hablar de su época y, al hacerlo, intentar intervenir en su futuro. Pero también es ese análisis del capitalismo en constante búsqueda de un equilibrio inalcanzable lo que hoy resulta más valioso que nunca, en un momento en que, de crisis en crisis, no cesa de aumentar la capacidad del sistema para devastar a la humanidad y la naturaleza.
¿Cómo abolir, entonces, el capitalismo sin recaer en los fracasos y errores del pasado? No encontraremos en las páginas del Manifiesto la respuesta a esa pregunta. Sí encontraremos, en cambio, un análisis poderoso y vivo, en que la cólera y la conciencia de los explotados y dominados prefiguran la solución. A través del Manifiesto también podremos apreciar mejor la urgente necesidad de una reflexión estratégica sobre nuestra época, que no eluda la cuestión del Estado pero que tampoco se limite a ella. Leer y releer el Manifiesto sigue siendo, por tanto, una experiencia insustituible.
Notas
[1] Karl Marx, De la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, Barcelona, Editorial Gedisa, 2023. [La traducción de esta y todas las demás citas que aparecen en el original en francés es mía, se remita o no al lector a ediciones en castellano de las obras citadas —Nota del T.]
[2] Ibid.
[3] Friedrich Engels, “Esbozo de una crítica de la economía política”, in Karl Marx y Arnold Rudge, Los anales franco-alemanes (trad. y notas de J. M. Bravo), Barcelona, Ediciones Martínez Roca, 1970.
[4] Friedrich Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra (trad. G. Badia y J. Frédéric), Madrid, Akal, 2020.
[5] Karl Marx y Friedrich Engels, La Sagrada Familia (trad. Carlos Llacho), Madrid, Akal (Básica de bolsillo), 2013.
[6] Karl Marx, Miseria de la filosofía (trad. Tomás Onaindia Gascón), Madrid, Editorial Edaf (Biblioteca Edaf), 2015, p. 298.
[7] Karl Marx, “Tesis sobre Feuerbach” in Obras escogidas de K. Marx y F. Engels (Vol. 1), Moscú, Editorial Progreso, 1981, pp. 7-10 (http://www.marx2mao.com/M2M(SP)/M&E(SP)/TF45s.html).
[8] Karl Marx (Friedrich Engels), El Capital. Crítica de la economía política I, 1 (Pedro Scarón, ed.), Madrid, Siglo XXI de España Editores, 2017. Disponible íntegramente en formato digital en traducción del alemán de Cristián Fazio para la Editorial Progreso (Moscú, 1990) en https://www.marxists.org/espanol/m-e/capital/karl-marx-el-capital-tomo-i-editorial-progreso.pdf.
[9] Eric Hobsbawm, La era de la revolución: 1789-1848 (trad. Felipe Ximénez de Sandoval), Buenos Aires, Paidós/Crítica, 2009 (6ª edición, 1ª reimpresión). Disponible en formato digital en https://resistir.info/livros/hobsbawm_la_era_de_las_revoluciones_1789_1848.pdf.
[10] Jean Quétier, “Dans le laboratoire du Manifeste du parti communiste“, in Friedrich Engels, Les principes du communisme (trad. J. Quétier), París, Éditions sociales, p. 10. Véase, en español, en formato digital, Principios del comunismo, de Engels, en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1840s/47-princi.htm.
[11] Bert Andreas, Le Manifeste communiste de Marx et d’Engels : histoire et bibliographie 1848-1918, Milán, Feltrinelli, 1963, pp. 33-34.
[12] Friedrich Engels, Les principes du communisme, ed. cit. Para su traducción española véase enlace en nota 10 supra.
[13] Carta de Karl Marx a Wilhelm Blos, 10 de noviembre de 1877.
[14] Friedrich Engels, « Contribution à l’histoire de la Ligue des communistes », in Friedrich Engels, Les principes du communisme, ed. cit., p. 70. [Véase, en español, en formato digital, “Contribución a la Historia de la Liga de los Comunistas” en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1880s/1885-hist.htm — Nota del T.]
[15] Ibid., pp. 69-70.
[16] Fernando Claudín, Marx, Engels et la révolution de 1848, París, Maspero, 1980, p. 109. [Ed. original: Fernando Claudín, Marx, Engels y la revolución de 1848, Madrid, Siglo XXI de España Editores, 1975.]
[17] Se han suprimido de las notas del original en francés todas aquellas que remiten al texto del Manifiesto tal como aparece en la edición de marras. Para las citas en español del Manifiesto, a fin de facilitar su consulta por los lectores interesados, remitimos a la versión disponible en formato digital en https://www.flacsoandes.edu.ec/sites/default/files/agora/files/1309289843.lflacso_1848_03_marx.pdf. Se ha modificado, en algunos casos, la traducción. Véase nota 1 supra — Nota del T.]
[18] Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana (trad. Wenceslao Roces), Madrid, Akal, 2014. [Se ha modificado la traducción — Nota del T.]
[19] Karl Marx, De la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, ed. cit.
[20] Véase Jean Quétier, « L’adieu aux sectes. Marx, théoricien du parti », in Karl Marx, Sur le parti révolutionnaire, Paris, Éditions sociales, 2023, así como Stathis Kouvélakis, « Événement et stratégie révolutionnaire », in Karl Marx y Friedrich Engels, Sur la Commune de Paris. Textes et controverses, Paris, Éditions sociales, 2021.
[21] Véase la presentación de Maurice Godelier in Friedrich Engels y Karl Marx, Sur les sociétés précapitalistes, París, Éditions sociales, 2022, así como la obra de Kevin Anderson, Marx aux antipodes. Nations, ethnicité et sociétés non occidentales, París, Syllepse, 2015. [Ed. original: Kevin B. Anderson, Marx at the Margins. On Nationalism, Ethnicity, and Non-Western Societies, The University of Chicago Press, Chicago & London, 2010
(Observatorio Crisis)