Es probable que muy pocos de los que se preparan para votar en las elecciones europeas se hayan preguntado por el significado político de su gesto. Al estar llamados a elegir un «parlamento europeo» no especificado, pueden creer de buena fe que están haciendo algo que corresponde a la elección de los parlamentos de los países de los que son ciudadanos. Es importante aclarar de inmediato que este no es el caso en absoluto.
Cuando hoy hablamos de Europa, lo más importante que se elimina es, ante todo, la realidad política y jurídica de la propia Unión Europea. Que se trata de una autentico fraude se desprende del hecho que se evita por todos los medios dar a conocer una verdad que es tan embarazosa como evidente. Me refiero al hecho de que desde el punto de vista del derecho constitucional, Europa no existe: lo que llamamos la «Unión Europea» es técnicamente un pacto entre Estados.
El Tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y que dio su forma actual a la Unión Europea, es la sanción definitiva de la identidad europea como mero acuerdo intergubernamental entre estados. Consecuentemente hablar de democracia en relación con Europa no tenía sentido, los funcionarios de la Unión Europea intentaron llenar este déficit democrático redactando el proyecto de la llamada Constitución europea.
Es significativo que el texto que lleva este nombre, elaborado por comisiones de burócratas sin ninguna base popular y aprobado por una conferencia intergubernamental en 2004, cuando fue sometido a votación popular, como en Francia y Holanda en 2005, fuera impresionantemente rechazado por una gran mayoría. Ante el fracaso de la aprobación popular, que efectivamente anuló la llamada “Constitución”, el proyecto fue tácitamente -y tal vez deberíamos decir vergonzosamente- abandonado y reemplazado por un nuevo tratado internacional, el llamado Tratado de Lisboa de 2007.
Huelga decir que, desde un punto de vista jurídico, este documento no es una constitución, sino un acuerdo entre gobiernos cuya única coherencia se refiere al derecho internacional y que, por tanto, han tenido cuidado de no someterlo a la aprobación popular. No sorprende, por tanto, que el llamado Parlamento Europeo que se está eligiendo no sea, en realidad, un parlamento, porque carece del poder de proponer leyes, y que está enteramente en manos de la Comisión Europea. Unos años antes, el problema de la Constitución europea había suscitado un debate entre un jurista alemán cuya competencia nadie podía dudar, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas, quien, como la mayoría de los que se llaman a sí mismos filósofos, estaba completamente carente de una cultura jurídica.
Frente a Habermas, que pensaba que en última instancia la constitución se podía basar en una mítica “opinión pública”, Dieter Grimm tuvo buenas razones para explicar la imposibilidad de una constitución por la sencilla razón de que no existe un pueblo europeo y, por lo tanto, algo así como un poder constituyente carecía de todas las bases posibles. . . Porque como todos reconocemos el poder establecido presupone un poder constituyente, la idea de un poder constituyente europeo es la gran ausente en los discursos sobre Europa.
Por tanto, desde el punto de vista de su supuesta Constitución, la Unión Europea no tiene legitimidad. Por tanto, es perfectamente comprensible que una entidad política sin una constitución legítima no pueda expresar la voluntad política de los pueblos europeos. La única apariencia de unidad se logra cuando Europa actúa como vasallo de Estados Unidos, participando en guerras que de ninguna manera corresponden a nuestros intereses comunes y menos aún a la voluntad popular. La Unión Europea actúa hoy como una rama de la OTAN (que es en sí misma un acuerdo militar entre estados).
Por eso, retomando no demasiado irónicamente la fórmula que Marx, se podría decir que la idea de un poder constituyente europeo es el espectro que acecha hoy a Europa y que nadie se atreve hoy a evocar. Sin embargo, sólo un poder constituyente de este tipo podría devolver la legitimidad y la realidad a las instituciones europeas. Entonces, debería quedar claro para entendidos y legos algo simple: según todos los diccionarios los impostores son «aquellos que obligan a otros a creer cosas ajenas a la verdad y a actuar según esa credulidad» . En otras palabras la Unión Europea y su extensa burocracia son actualmente nada más que una autentica ‘impostura’.
Otra idea de Europa sólo será posible cuando hayamos terminado con esta impostura. Para decirlo sin pretensiones ni reservas: si realmente queremos pensar en una Europa política, lo primero que debemos hacer es quitar del camino a la Unión Europea – o al menos, estar preparados para el momento en que, como parece ahora- inminente, se derrumbe.
(Observatorio Crisis)