Somos muchos los que creemos que España dejo de ser hace muchos años un país soberano para convertirse en un país marioneta, en el que su devenir está marcado por los designios de la UE (en materia económica y social) y por la OTAN (en términos geopolíticos y militares).
Los que cursaran primaria en los años 90 y 2000 se acordarán como en la asignatura de Ciencias Sociales se nos decía que aquellos países en los que el sector servicios ocupaba un gran porcentaje de la actividad productiva se denominaban países desarrollados y eran fuertes económicamente, mientras que los países con mayor porcentaje en el sector agrario o en el sector industrial eran países atrasados o en vías de desarrollo.
Esta simple afirmación era la confirmación de que en la sociedad española había calado el discurso europeísta de que si nos deshacíamos de nuestra fea y sucia industria y nos convertíamos en un país bonito aprovechando el sol y la playa, nuestra imagen y economía sería muchísimo mejor.
Unos 30 años después de aquellas clases en primaria y de esa (ya en marcha desde al menos 20 años antes) desindustrialización, España se encuentra a día de hoy con tan sólo un 13’3% del empleo con carácter industrial, el dato más bajo desde el año 1959. Lejos quedan lo valores del año 1976 en los que casi el 27% de la población española trabajaba en alguna rama industrial.
La engañifa a la que se sometió a este país durante las últimas décadas respecto a la desindustrialización es de una magnitud bárbara y es a día de hoy cuando nos damos cuenta del calibre de dichas decisiones. La venta de la patria en todos los sentidos que gobiernos de uno y otro bando realizaron a las élites europeas e internacionales ha supuesto no sólo una pérdida de soberanía real como hemos dicho antes, sino que además la calidad de los empleos y por ende la situación de la población se ha visto claramente afectada.
Respecto a la primera, la desindustrialización española durante las últimas décadas del siglo anterior provocó una mayor dependencia de terceros. La pérdida, una tras otra, de fábricas consolidadas a lo largo y ancho de España nos relegó a un segundo o tercer plano en Europa en beneficio de, como siempre, Alemania y Francia, que se encargaron de potenciar su industria y afianzar más su posición. Con esa pérdida de industria y de producción, nos convertíamos en un país necesitado de lo que otros hacían, es decir, compradores de lo que hasta ahora fabricábamos. Ya no es sólo que perdiéramos lo que hacíamos, sino que ahora, además, debíamos de pagar a nuestros países vecinos por lo que hasta ahora producíamos. La CEE de aquel entonces fue la que urdió el plan (en pos de alzar al núcleo duro de Europa y por consiguiente la competitividad europea respecto al mercado global) y el gobierno socialista de Felipe González el brazo ejecutor, con sus dos ministros de economía liberales, Boyer primero y especialmente Solchaga después, los que dieron el golpe de gracia a la industria española.
La conversión a un país de ‘sol y playa’ trajo, como no podía ser de otra manera, precariedad laboral, caída de los sueldos, pérdida de poder adquisitivo, temporalidad, etc. es decir, un deterioro grave de las condiciones laborales. Pasamos a ser el patio trasero de Europa, donde ciudadanos del centro y norte del viejo continente venían a disfrutar de sus vacaciones, que se han ido denigrando hasta lo que ahora se conoce como el ‘turismo de borrachera’.
Así las cosas, nos encontramos hoy con un país en el que su rama industrial languidece y que tiene como su mayor motor económico a un sector que depende de que ‘guiris’ vengan a pasárselo bien estilo resort.
Un país atado de pies y manos a los deseos de la UE y el BCE, que nos impone una hoja de ruta a nivel económico a cumplir si no queremos que nos sancionen o nos dejen sin concesión de fondos europeos, necesarios para, indirectamente, pagar la deuda ilegítima contraída con estos mismos entes.
En lo que respecta a la calidad del empleo, la desindustrialización también valió para conseguir que aquellas asociaciones fuertes de trabajadores, aquella conciencia de lucha por condiciones de trabajo dignas y aquellos convenios fuertes fruto de las dos anteriores se fueran por el sumidero. Actualmente, reforma tras reforma laboral, los convenios laborales han quedado para lo mínimo y priman por encima de ellos el de la propia empresa o fábrica. La hostelería es el gran representante de esto, convertida en el gran caballo de batalla, necesaria para ‘salvar la economía’, ofrece contratos y condiciones laborales dantescas y se salta a la torera cualquier derecho laboral por justo que parezca.
Todo esto provoca un declive general a nivel económico y social, donde al final las condiciones materiales del grueso de la población se ven muy perjudicadas. La salud del movimiento obrero durante las décadas de los 70 y 80 era envidiable y fuerte. El hecho de que alrededor de toda esta industria se organizara un movimiento obrero combativo y organizado supuso un gran avance en la lucha por mejoras de condiciones laborales en otros sectores, elevando el discurso general.
La desaparición de todos estos núcleos industriales significaba también una estocada terrible al movimiento obrero, que empezó a perder fuerza en sus luchas llegando al sindicalismo mayoritario arribista de hoy en día. El resultado de perder tal fuerza de organización y lucha obrera es, por ejemplo, que la mitad de las familias en riesgo de pobreza tiene a ambos padres trabajando. En el actual modelo capitalista, como ya dijo Marx: “el hombre, al igual que la máquina, se desgasta y tiene que ser remplazado por otro. Además de la cantidad de artículos de primera necesidad requeridos para su propio sustento, el hombre necesita otra cantidad para criar determinado número de hijos, llamados a remplazarle a él en el mercado de trabajo y a perpetuar la raza obrera.”. Es decir, el salario justo y necesario para poder (sobre)vivir.
Muy a pesar de que se congratulara la señora Ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, de las cifras más bajas de desempleo desde el año 2007, la realidad es bien distinta. Contratos indefinidos que no son tal cosa, pérdida de poder adquisitivo por mucho que se eleve el SMI o indemnizaciones por despido irrisorias, son características de casi cualquier empleo a día de hoy. La verdad que trabajar en estas condiciones quizás no sea para celebrar y es que a día de hoy ni trabajar te libra de la pobreza.