El desapego de los electores para con lo que votan, convierten el escrutinio y los resultados finales en un reflejo del momento político que atravesamos. Los que ganan apenas juntan a las once de esa noche electoral a doscientas personas (funcionarios del propio partido o de organizaciones satélites) ante sus respectivas sedes, dan un par de vítores a sus líderes y a casa o de cañas. No hay más. Y eso, en Madrid capital, en el resto de ciudades y pueblos a lo sumo un brindis de los electos (tienen un bonito sueldo para festejar) en la sede, o en un Hotel donde se dará una rueda de prensa, y hasta mañana que será otro día.
Varios estudios confirman incluso que una gran mayoría de esos electores se enteran de los resultados en días sucesivos, es decir, tienen un compromiso nulo con la candidatura elegida hace apenas unas horas. Los votan millones pero no celebran nada. Es como si las gentes supieran que sus vidas no se podrá mejorar desde la Moncloa ni desde la Carrera de San Jerónimo, y el acto de votar se convirtiera en un reflejo condicionado por el machaque publicitario y el manejo de los temores, casi como ir a ver Barbie.
No es posible encontrar electores que defiendan con esperanza e ilusión su voto, como mucho un leve alivio por haber impedido la irrupción de Vox en el Consejo de Ministros. Lo dicho, no hay más y, por tanto, ni caravanas de coches, ni banderas, ni miles en las calles vitoreando a los suyos, ni abrazos y euforia en los trabajos al día siguiente. A esta realidad escéptica y sintomática de la decadencia de un sistema, se responde desde el sistema y sus altavoces que somos europeos y por tanto que se toman las cosas de la política con calma y modernidad, como al poder le gusta.