La dictadura de la Unión Europea, tras morder el cebo norteamericano en Ucrania, no para de efectuar oscuros llamamientos a las poblaciones, que, al parecer, deben ponerse el casco de guerra y prepararse para la escasez si es necesario con tal de sostener el esfuerzo bélico. Así, los distintos gobiernos (dando igual lo que sus pueblos hayan votado) tendrán que dar prioridad al gasto militar al elaborar “sus” presupuestos generales, aunque la sociedad se polarice como de hecho ya está pasando: dos “derechos a la sanidad” y dos sistemas educativos, en función de la clase social del paciente o el estudiante; una clase trabajadora asfixiada para ejercer su supuesto “derecho a la vivienda”, etc.
A esto se suma que, dadas las (auto)sanciones a Moscú, la Unión le compra la energía (mucho más cara) al mayor invasor militar del mundo: los Estados Unidos de América, sancionándose a sí misma mientras observa, con estupor, cómo el oso ruso sigue creciendo, por no haber desmantelado la potente base industrial que heredó del añorado periodo soviético.
Tras el fin de dicho periodo y de la alternativa revolucionaria que encarnó, y con unos sindicatos mayoritarios europeos controlados y convertidos casi en aparatos de Estado, Europa redujo su “humanitarismo” a patrocinar las series inclusivas de Netflix o poner cartelitos para que unos desaprensivos no le griten insultos racistas a Vinicius. Pero, aparte de eso, le entregó el timón de la economía europea a los peores tiburones de las finanzas; y estos, además de decretar la privatización de las empresas estratégicas (fielmente ejecutada en España por PSOE y PP, que le entregaron al Ibex-35 Seat, Telefónica, Repsol, Iberia, Argentaria, Gas Natural, Endesa, Tabacalera, entre otras), establecieron (no solo tras la crisis de 2008, sino mucho antes e in aeternum) el mantra casposo del “déficit” y la “estabilidad presupuestaria”, provocando una caída de la inversión e importándoles poco si, de ese modo, el paro o el trabajo basura se disparaban.
El objetivo no era otro que favorecer al capital financiero, que vive de la deuda, a la cual los Estados se vieron obligados a recurrir cuando carecieron de una suficiente base de ingresos. Y así, como ilustra el profesor Juan Torres López, la industria Alemana ha pasado de representar el 30% de su PIB a representar el 18% en las últimas tres décadas. Este proceso ha ido en paralelo al descenso de la inversión pública y al incremento de la deuda, que Alemania ha sabido exportar a la periferia de los PIGS (es decir, a nosotros, que para ellos solo somos “cerdos”), donde el proceso de desindustrialización ha ido mucho más lejos. Pese a ello, en 2023 Alemania entró de manera oficial en recesión técnica. Aunque, ¿a quién podría extrañarle el descarrilamiento de la famosa “locomotora alemana”, mientras los chinos, con más de la mitad de su economía estatalizada, con una base industrial potente y centrada en la producción de bienes y servicios, no paran de crecer?
Los actuales tambores de guerra hacen pensar en una vuelta al keynesianismo industrial-militar, ya que las directivas de la Comisión Europea, indefectiblemente, le ceden al presupuesto público el dudoso honor de acometer todo gasto improductivo o poco rentable; y ¿hay algo menos rentable que una guerra perdida azuzada por los americanos para someternos? Aún más, ¿qué tendrá de bueno para el pueblo esa “muy keynesiana” inversión pública en militarización que obligará a sustanciales renuncias en el gasto productivo y social?
Ni siquiera los voceros oficiales lo niegan: el coste para los sectores populares será enorme. Y el sistema solo podrá sofocar la rebelión popular si, paralelamente, se fortalecen las ideas xenófobas, militaristas y nacional-populistas, de guerra cultural del último contra el penúltimo. De ahí que esos “frentes” que se autodenominan “patriotas revolucionarios” y presumen de ir contra el sistema le estén haciendo a este, en la práctica, un servicio impagable.
La locomotora alemana (y europea) ha descarrillado, por subirse al tren de las finanzas desmantelando lo público. Pero la vía abierta por los llamados “países emergentes” ofrece una bifurcación para cambiar de raíl: un país industrializado que tome la vía de la izquierda no será tan fácil de bloquear hoy en día, pues, en un mundo multipolar, dispondrá de un amplio elenco de naciones con las que comerciar.