El mejor aspecto del acuerdo que han firmado Junts y el PSOE es que clarifica las cosas. Desde el principio de la negociación, parecía haber dos opciones. La primera era pactar algo substancial. Arrancarle al PSOE algo concreto que comportara un avance real para resolver las emergencias del país –y de las que nadie se ocupa. El precio de esa opción era renunciar a la autodeterminación una temporada. La segunda opción era forzar la repetición de elecciones en España hasta que PSOE y Sumar no estuvieran dispuestos a aceptar que el problema de Cataluña con España es, hoy, un problema de consentimiento: somos legalmente españoles contra nuestra voluntad, somos gobernados por leyes –la constitución, el estatuto, las sentencias sobre la lengua en la educación, etc.– a las que no hemos dado nuestro consentimiento. Este camino significaba poner toda la presión en la autodeterminación y estar dispuesto a pagar el precio de renunciar a todo lo demás. Pero, tal y como está el tablero político catalán, ninguna de las dos opciones era realmente posible, y por eso el resultado es un acuerdo sin ningún otro contenido que la promesa de amnistía –que ya veremos cómo se concreta. El PSOE, ya le conocemos: la amnistía previsible será la que permita tener tantos políticos controlados como sea imaginable. El precio ha sido renunciar a la vez a la autodeterminación ya las políticas que necesita el país.
Durante la campaña electoral del pasado verano, cuando me preguntaban qué votaría respondía que me abstendría porque no pensaba que ninguno de los partidos catalanes pudiera resistir la presión de no investir a un presidente español, si eran determinantes. Lo creía porque para resistir una presión de este tipo es necesario tener una alternativa, una alternativa que se aguante sobre una idea de país más profunda y arraigada que un mero gesto táctico circunstancial. Y hace ya mucho tiempo que ni ERC, ni Junts, ni la CUP ofrecen ninguna alternativa ni ninguna idea de país fuera de sus batallas para controlar esta o aquella institución, para mantener su dosis de control y de visibilidad. Es una situación penosa que cuesta mucho explicar al electorado, porque, aunque la gente que ama el país puede intuirlo, tampoco tiene ninguna alternativa, fuera de abstenerse y esperar que del caos en salga algo de provecho, o por lo menos una buena limpieza.
Visto con perspectiva, la razón por la que los partidos se afanan por justificar el regreso a la política española es que nunca han creído que hubiera ninguna alternativa. Lo dije al principio de mi exilio: yo no iba de cacha, pero los partidos del gobierno sí. Pretendían que el Estado se sentara a negociar forzado por la movilización popular, por la amenaza de una insurrección popular, y les concediera algo más de margen político, algo más de autogobierno, algo más de reconocimiento nacional. Fue una irresponsabilidad utilizar las aspiraciones legítimas e históricas de la población para una negociación a la baja. El riesgo era quemar estas aspiraciones por una generación. Quizás han logrado esto, tal vez ésta sea la mejor definición del contenido del pacto. Son muchos años perdidos, mucho dolor personal y colectivo, y una acelerada desnacionalización de Catalunya. Cuando una nación frivoliza con su libertad acaba convirtiéndose en una frivolidad innecesaria.
Los últimos seis años han sido especialmente lacerantes. Por un lado, los partidos se rindieron. No sólo en el sentido grandilocuente que estos pactos de ahora sugieren, también en las cosas más pequeñas del día a día. Las semanas posteriores al referéndum, la cárcel y el exilio, en 155, la represión de los activistas… convencieron a la clase política de que cualquier conflicto, cualquier fricción, por pequeña que fuera, no podía mantenerse. Toda la política, desde la sumisión del Parlament de Catalunya a los dictados de los jueces hasta la contratación de médicos que desprecian la lengua de los pacientes, ha consistido en evitar cualquier roce. El resultado es que las instituciones de autogobierno sólo han servido para acelerar la asimilación de los catalanes en España, el sueño de toda la vida del PSC. Es por esa renuncia que la negociación con el PSOE de ahora era imposible. No había nada que negociar porque no había fuerzas ni para liderar una ola hacia la independencia sin miedo a todos los riesgos que son naturales, ni idea alguna del país que permitiera aspirar a una plenitud nacional futura.
Estos seis años han sido lacerantes también porque mientras ocurría todo esto, la retórica independentista de los partidos hacía de cortina de humo de sus renuncias. Mientras ERC nos pedía ampliar la base, en realidad nos decía que los catalanes somos demasiado débiles. Con la esperanza de competir electoralmente con el españolismo, atizaba la desnacionalización de la política catalana. El resultado es una sociedad más desvertebrada, más incapaz de hacer frente a cualquier agresión. Por su parte, Junts nos aseguraba que no habían renunciado al Primero de Octubre, pero pactaba con el PSC en ayuntamientos y diputaciones, presentaba a Xavier Trias en las municipales de Barcelona y se abstenía de construir ningún discurso, ninguna movilización, ninguna política que pusiera las necesidades del país en el centro del conflicto. Estas formas de hacer desprestigían, ridiculizan y hacen ensordecer la propia idea de independencia.
El acuerdo de Junts con el PSOE para investir a Sánchez a cambio de una promesa de amnistía es el final de este trayecto. Podría alegrarme, dado que hace evidente a ojos de todos, tanto si lo admiten como si no, que este viaje relleno de retórica llega a su fin. Me podría alegrar, dado que los compañeros con los que he vivido momentos difíciles en el exilio quizás puedan volver a casa. Pero la realidad es que se trata de una humillación para el país que va a costar de remontar; y de los discursos de ayer no se desprende que sus protagonistas, empezando por el presidente, estén dispuestos a admitir que ahora el trabajo que quieren realizar es otro. Incluso lo que se presenta como una victoria, que en el preámbulo del acuerdo el PSOE suscriba parte de la narrativa nacional que los partidos han construido en estos últimos años, es en realidad una derrota de alta toxicidad. Ha costado cuarenta años que el independentismo se convirtiera en un movimiento político autocentrado, desligado de los límites, complejos y miedos que imponía el PSC-PSOE. Ahora, este conjunto de ideas, lentamente construidas y asumidas, vuelven a depender del PSC-PSOE. Que el primer presidente de Catalunya que nos había dicho que no quería saber nada de España pacte para hacer presidente de España al líder de este PSOE es un desprecio a la gente que le ha confiado y lo ha protegido.
El PSOE ha sido magistral explotando la competencia entre ERC y Junts para obtener el precio más bajo posible, siempre que cada partido pudiera decir que es mejor que el otro, como hicieron ayer tanto unos como otros, en un ejercicio patético de odio cainita. No soy optimista en ese flanco.
Pero el país existe y sus necesidades y su lugar en el mundo son reales y mucho más sólidos que los discursos y piruetas de los políticos. Al principio de este artículo he dicho que parecía que había dos opciones, una era renunciar a la independencia por hacer política nacional y la otra era renunciar a todo para poder hacer la independencia. En realidad, es una falsa dicotomía creada por los partidos para justificar sus rendiciones, y no hacer ni lo uno ni lo otro. Justamente porque han renunciado a la independencia, los partidos actuales no se atreven a ofrecer políticas contra el sometimiento de Catalunya. De modo que el país se va empequeñeciendo y la sociedad se va erosionando. Pero una política que trate de resolver las necesidades urgentes del país tarde temprano llevará necesariamente al conflicto nacional. Nada que fortalezca a Catalunya pasará desapercibido. Cualquier política que responda a la realidad hará frente a la ocupación. El país está dispuesto a este tipo de política, pero ese pacto le deja huérfano de representación, porque extender la retórica independentista para acabar haciendo el pasillo al PSOE es la peor opción. Quizás sus protagonistas sean lo suficientemente valientes para decir en voz alta que no ven alternativa alguna y podremos ponernos a trabajar, ahora sí, con las cosas más claras. La única virtud de este pacto es que, con suerte, no será necesario ni que lo admitan. Ya lo han firmado.
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