Un simple beso destrozó décadas de propaganda, exponiendo la frágil arquitectura de la deshumanización —una verdad que Israel no puede contener: incluso en medio del genocidio, la humanidad se niega a ser borrada.
El beso fue una fractura en el espejo, una silenciosa insurrección contra la maquinaria del borramiento. No fue solo un acto, sino un desmantelamiento —del guión, de los roles asignados—, de la meticulosa ingeniería de la ilusión de que algunas vidas valen ser dueladas mientras otras merecen disolverse en estadísticas.
El régimen no estaba preparado para la ruptura, para la imagen que se filtró a través de su narrativa blindada y expuso, en un solo instante, la fragilidad de sus mentiras. No fue Omer Shem Tov quien quedó humillado—fue Israel mismo, su imagen cuidadosamente construida hecha añicos en tiempo real.
Pero esto no se trata de un beso. Se trata de control —de la percepción, del discurso, de la arquitectura de la propia realidad. La propaganda no solo manipula la verdad; crea una verdad nueva. Dicta quién sufre con dignidad y quién muere en silencio. Y por décadas, Israel ha manejado esta maquinaria con precisión despiadada. Pero llega un momento en que la narrativa ya no se sostiene, cuando un solo acto espontáneo revela las fisuras subyacentes. Este fue uno de esos momentos.
Fue un acto de guerra desarmado contra la maquinaria de la deshumanización, una falla en el algoritmo de la propaganda, una disrupción temblorosa en el frío cálculo de quién tiene permitido ser visto como humano y quién debe permanecer como muerto sin duelo.
La pregunta no es si Omer Shem Tov presionó sus labios contra la frente de un combatiente de HAMAS por gratitud o por coerción —preguntas como éstas son distracciones convenientes, diseñadas para mantenernos debatiendo la coreografía de la imagen en lugar de confrontar la ruptura que representa.
La Oficina del Primer Ministro de Israel acaba (medianoche del sábado 22 de febrero) de anunciar que Israel retrasará la liberación de prisioneros palestinos «hasta que se garantice la liberación de los próximos rehenes». En una breve declaración, la oficina afirmó que la decisión se tomó «a la luz de las repetidas violaciones por parte de HAMAS —incluidos rituales que humillan la dignidad de nuestros prisioneros y su cínico uso político para propaganda».
Porque esto es lo que hizo el beso: atravesó décadas de ingeniería narrativa, años de una cuidadosa elaboración discursiva por parte de quienes necesitan que creas que los palestinos son subhumanos, que su resistencia es bárbara, que la tierra de la que están siendo borrados nunca les perteneció realmente. El beso no encajaba en el guión. Se suponía que el rehén
debía estar temeroso, no abrazando. Debía estar en manos de monstruos, no de hombres. Y así, la máquina se atascó.
Para Israel, el beso fue insoportable no por lo que mostraba, sino por lo que revelaba—su propia doctrina de existencia, aquella que justifica la opresión de otros en nombre de su propia supervivencia. Una doctrina que exige la deshumanización como requisito para la seguridad. La propaganda que una vez enmascaró esta contradicción comienza a desmoronarse, e Israel se ve obligado a enfrentarse a su propio reflejo. La pregunta es si podrá sobrevivir a la verdad que ha pasado décadas intentando suprimir.
No hay crimen de guerra que la prensa occidental no pueda justificar si es Israel quien lo comete. No hay horror demasiado grande, ni violencia demasiado obscena. Y así, en sus páginas, los palestinos no sangran. No gritan. No lloran hacia el cielo ni excavan entre los escombros con las manos desnudas, buscando los cuerpos destrozados de sus hijos. No, ellos «mueren»—pasivamente, inevitablemente, como un árbol que deja caer sus hojas en otoño. Los israelíes, en cambio, son «destrozados» (butchered). «Sacrificados» (slaughtered). Un léxico de carnicería reservado solo para ellos, un truco lingüístico que hace que una vida sea preciosa y otra, prescindible.
En un período de cuatro semanas, los periodistas de la BBC en televisión usaron los términos «asesinato», «asesino», «asesinato en masa», «asesinato brutal» y «asesinato despiadado» 52 veces para referirse a las muertes de israelíes, pero ni una sola vez para las muertes de palestinos.
Hay leyes —nos dicen. Y sin embargo, Ursula von der Leyen, la clériga moral de la civilidad europea, pudo expresar indignación cuando Rusia cortó el agua y la electricidad en Ucrania, pero no encuentra la misma furia cuando Israel convierte Gaza en un cementerio sin luz. Y Alemania —Alemania, con su culpa performativa tan exquisitamente inapropiada— arresta a médicos que se atreven a testificar sobre lo que han visto en Gaza. Criminaliza la disidencia. Protege al opresor en nombre de la expiación de los pecados pasados, como si un genocidio excusara la complicidad en otro.
Dilo: Israel es un Estado de apartheid.
Dilo y observa cómo las puertas se cierran, cómo la prensa da vuelta las palabras hasta distorsionar la verdad. Dilo en Berlín, y te llamarán antisemita. Dilo siendo judío, y te llamarán un judío que se odia a sí mismo. Dilo siendo palestino, y te llamarán terrorista. Dilo de todas formas.
Porque la verdad no es una cuestión de opinión. Porque el derecho internacional no se doblega a la voluntad de quienes se creen por encima de él. Porque la nueva resolución sobre antisemitismo del Bundestag alemán no es sobre proteger a los judíos —es sobre silenciar a quienes se niegan a arrodillarse ante el Estado de Israel. Es sobre convertir las universidades en máquinas de vigilancia, desfinanciar a los académicos que se atreven a nombrar la opresión, institucionalizar una policía del pensamiento tan meticulosa que los meros hechos se vuelven ilegales.
Pero debes saber esto: las lenguas solo pueden ser amordazadas por un tiempo, pero tarde o temprano rasgarán el bozal. La justicia no desaparece, simplemente queda sepultada bajo los escombros o ahogada por el estruendo del periodismo servil. El pueblo de Gaza sigue aquí. Y el beso —ese simple acto de transgresión contra un sistema que necesita que creamos en monstruos— sigue aquí.
En Palestina, un beso en la frente nunca es solo un beso; es reverencia, disculpa, gratitud, un reconocimiento silencioso de amor o de pérdida, a veces ambas cosas a la vez. Es la forma en que los niños honran a sus mayores, la forma en que los padres protegen a sus hijos, la forma en que se transmite el dolor y se intercambia consuelo.
A la sombra de la guerra, es un lenguaje que no necesita traducción, una verdad que ninguna ocupación puede borrar. Israel, a pesar de todas sus narrativas inventadas, está empezando a chocar con su propio reflejo: una colonia de asentamientos construida sobre la eliminación de otros, ahora obligada a hacer frente a la contradicción que está en su esencia. El beso no solo fue un momento de ruptura; fue un espejo que reflejó la propia lógica del régimen, una verdad insoportable que no pudo contener.
- AHMED SHIHAB-ELDIN es periodista palestino estadounidense
- Traducción de Tania Melnick
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