Ciertamente no son de ahora los “progres” (como se los suele llamar), ni el desviacionista y desmovilizador papel que la historia les hace interpretar en el escenario de la política española. Veamos un par de casos antes de entrar de lleno en el ciclo que abrió Podemos en 2014.
Un precedente mucho más obrerista que el actual -la época obligaba- se dio con el felipismo. Este contaba con todo un ariete de Guerra, Alfonso, (“nosotros, los descamisados”) que recurrentemente era lanzado contra la derecha dóberman: fue entonces que empezó a utilizarse este calificativo contra la derecha que venía del franquismo. El propósito mayor para el poder real era acabar eficazmente con el ciclo de luchas de la Transición y sus veleidades rupturistas, así como blanquear a un capitalismo que también era impugnado por una gran parte del activismo político y social. “Nosotros no queremos acabar con los ricos. Queremos acabar con los pobres» (otra vez, Alfonso Guerra). Sin duda que para ese propósito mayor venía bien el miedo a los sables y a una derecha cavernícola que compartía con el golpismo la misma cuna, lo que hoy representarían Vox y quienes dentro del PP cuentan con él para gobernar.
Más concretamente, por aquellos años había que asegurar una suficiente paz social para implementar las salvajes reconversiones que dictaba la integración europea. En ese sentido, no era lo mismo gestionar las luchas -por ejemplo de los Astilleros de Cádiz, Euskalduna o Reinosa- estando en el gobierno el Fraga de “la calle es mía” que un Felipe que nos contaba que en la clandestinidad se llamaba Isidoro. Efectivamente, la derecha institucional de la época no podía ofrecer esos trofeos de “paz social” a la gran derecha económica, a esos consejos de administración en los que, por cierto, terminó por sentarse algún que otro ex-descamisado con el tal ex-Isidoro como destacado asesor remunerado a todo Gas durante años hasta que abandonó… “porque se aburría” (sic) en 2015, un año después de anunciarlo con el asunto de los casos de corrupción y de las puertas giratorias copando la actualidad.
Años más tarde se daría otro ciclo de progrerío, ya más parecido al actual pero aún dentro de la “vieja política”. Recordemos la movida Sabinista que el artisteo montó en 2004 a favor de Zapatero con el dedo índice doblado para emular la ceja de este. La calle hervía de indignación antiguerra-Irak frente a un Aznar que soberbiamente se olvidó de que en este país, en tiempos de crisis que implica picos de movilización social y activista, lo peor que te puede pasar es estar en la Moncloa y que te jactes de que no hay quien te gane paddeleando con la Derecha. De nuevo se utilizaba a la izquierda -eso sí, ya más de talante guay que obrerista- para calmar los ánimos de la calle y garantizar la estabilidad debida a los grandes de España y de Europa. Como se sabe, la ceja risueña desbancó al bigote-führercito.
Sin embargo, el gobierno de Zapatero iba a cerrar su ciclo progre obstaculizando el verdadero desBancamiento progresista que nos hacía falta tras la tremenda crisis de 2008. No solo no lo promovió sino que, a finales de aquel año, Zapatero se reunió con los grandes de las finanzas para negociar con ellos cómo salir de una crisis que ellos mismos habían provocado; y hacerlo, lo de salir del desastre financiero, sin morir en el intento (ellos, claro, los grandes banqueros). Tres años más tarde, tras haberse inflado la deuda para la salvación de los too big to fall (demasiado grandes para caer: a los grandes bancos del capitalismo hay que ahorrarles la dureza de este), la calle pedía no ser mercancía en manos de políticos y banqueros. Como respuesta, el “hombre del talante” cambiaría esta simpática condición por la nocturnidad parlamentaria y rendía un último servicio “progresista” al régimen del 78: sellar en la Constitución que en España la prioridad sea pagar la deuda por encima de cualquier gasto social; una deuda que, como decimos, se había disparado por el rescate bancario.
Ya refiriéndonos al ciclo “progresista” que hemos estado viviendo en los últimos años, hay bastante acuerdo en concluir que precisamente le dio el pistoletazo de salida el 15M del “no queremos ser mercancía en manos de políticos y banqueros” y del “PSOE y PP, la misma mierda es”. Podemos y sus círculos vinieron de facto a canalizar-rebajar electoralmente la “indignación” de las plazas de 2011 y las movilizaciones que le siguieron: entre estas, la más importante fue la del 22M. Dados los dos eslóganes citados, no podían dejar de empezar cuestionando el rescate bancario y la inmensa deuda financiero-parasitaria generada. Asimismo había que visualizar que venían a distanciarse de la vieja política parida por el régimen borbónico del 78, incluyendo en la vieja política al tándem de la “izquierda parlamentaria” (PSOE-IU). ¿Cómo no iban a posturear así? Nada mejor para rebajar los presupuestos de unas movilizaciones que parecer al principio que se asume lo que hay que rebajar.
Como en el Estado español existía un importante activismo político contra el régimen del 78, había igualmente que parecer que no se pretendía anidar en él. Pero en este caso se hizo muy temprana la explicitación de que la Transición se cuestionaba, no por su origen de enjuague con el franquismo, sino porque “estaba agotada”. Es decir, que si el 15M dio el pistoletazo de salida al podemismo, este tuvo muy en cuenta desde el principio el pistoletazo menos virtual del “Estado profundo”. Así que se disponían a mandar mensajes de tranquilidad a “los de arriba” mientras mareaban la perdiz con “los de abajo”.
Por lo demás, se aprovecharon del lado más débil de la indignación quincemista que, aunque hablara de Spanish Revolution, no se abanderaba en las revoluciones reales del siglo XX. Tiempo le faltó a Iglesias para jactarse de que venía a hacer tabla rasa de todo, incluyendo de forma despreciable en el “todo” a quienes aún se agarraban a las banderas rojas. Por cierto, que este desprecio a los comunistas por parte de un personaje ilusionante también contaba con un precedente de altura. Pablo Iglesias recordaba a aquel Felipe González, recién llegado a la Moncloa, que lanzó aquello de que prefería “morir de un navajazo en el metro de Nueva York que vivir tranquila y seguramente en la URSS”. Mismo estilo provocador y cínico para preparar la metamorfosis exigida por las “viejas” élites de siempre.
A pesar de la falta de principios que se veía desde el principio, hay que decir no obstante que, en tiempos de crisis que conllevan zarandeos de los status quo, los postureos en materia económica y política que realizan los nuevos actores no dejan de conllevar riesgos para el establishment partidista y empresarial. ¿Quién podía asegurar que eventuales complicaciones en la calle que se quería controlar y canalizar institucionalmente no terminaran por desbordar a los propios podemitas?
Aparte, la “nueva política” no podía dejar de revolver el reparto de puestos y prebendas en el tablero de la partitocracia. Así que prácticamente desde el minuto cero no faltaron los intereses por desestabilizar a la “nueva política” a fin de limitar tanto el alcance de sus postureos como sus ambiciones de colocación en la política profesional. Súmese a esas presiones externas el hecho de que, aunque en el ámbito del podemismo todos juraban ser los más horizontalistas, desde (antes de) el minuto cero se dispararon las luchas por ascender lo más alto que se pudiera en la verticalidad jerárquica. ¡Qué pronto envejeció la nueva forma organizativa de hacer política!
Durante un buen tiempo, la parte de los medios que había progresado más con el PSOE o con algunas de sus familias (pensemos en La Sexta y Público) les daba cancha a los podemitas en la medida en que estos criticaban al gobierno en curso del PP. No podían echar mano para ello de un PSOE muy desprestigiado. Pero es verdad que a los podemitas no todo les era mediáticamente favorable. Otros Mundos del viejo tablero político y mediático también expresaban muchas exageraciones acerca del peligro que representaban las “fuerzas del cambio”. Esta victimización del podemismo dificultaba la necesaria crítica que, dentro de los marcos de movilización, había que hacerle por su papelón paralizante y desviacionista.
El caso es que la carrera por recortar el “mandato de la calle” en materia de lucha contra los recortes comenzó muy pronto. Pero se hizo con mucho desorden y cacofonía al mezclarse con las ambiciones por hacer carrera dentro del flamante nuevo partido. Un nuevo partido que, por supuesto, ellos juraban no querer formar (moda horizontalista obligaba). Pero el Ministerio del Interior les obligó a sacrificarse y pasar por ventanilla de registro. El duelo por el sacrificio verticalista duraría poco, porque, sin necesidad de cambiar el emblemático metro de Sol por el de Nueva York, empezaron a sucederse los navajazos por colocarse en el indeseado partido en todas las direcciones (horizontal, vertical y hasta en diagonal) que presagiaban un final de harakiri.
Prácticamente, pues, desde el principio, aquello de ir sacando tesis y “cuentos” para desviarnos de la lucha contra los recortes se solapaba con las disputas por “vivir-del cuento” y por ser “yo-más-que-tú”. Ni que decir tiene que entre ellos no se reconocían credibilidad alguna. Ni los de IA (Izquierda Anticapitalista) ni Errejón daban “argumento de honestidad” a la pluma de Monedero, de la misma forma que lo que teorizaba Errejón, el primero que no se lo tragaba era Monedero.
Efectivamente, uno de los argumentos tempraneros para empezar las peleas fue el utilizado por Monedero contra la verticalidad que practicaban los de IA en los círculos. Era una crítica nada creíble y muy interesada. No era creíble porque Monedero no hacía un problema de que Pablo Iglesias apareciera como el líder supremo ni de que se pusiera su cara en las papeletas de las europeas de 2014. En cualquier caso, en términos de lo que la gente necesitaba, era muy paralizante ir elogiando (según conviniera) el aspecto horizontalista de la Spanish Revolution. Un aspecto, el horizontalista, que condenaba a esta a no cometer los errores de las revoluciones triunfantes, sencillamente porque no harían… la Revolution, a falta de una dirección verdaderamente revolucionaria sin la cual no habrá revolución que valga.
Aprovechando el nivel político bajo de muchos sectores intermedios que se identificaron con las plazas indignadas, aprovechando la crisis histórica del movimiento obrero y el desprestigio causado por la izquierda institucional, hubo bastante acuerdo dentro del podemismo en ponerse como estrategia de crecimiento la ocupación de la centralidad política. Como en tantas otras ocurrencias, las disputas no venían tanto por el contenido (a rebajar) que por (la personalidad) del continente que, desde algún cargo, llevara esto a cabo. Sea como fuere (o a través del que fuere) la teoría de la centralidad política en la práctica llevaba a despreciar la diferenciación izquierda/derecha lanzando no solo más arena de confusión sobre la memoria histórica de este país sino contra la memoria revolucionaria mundial.
A partir de ahí, en nombre de que no había que asustar a la población que ocupaba la centralidad política, se alejó del horizonte programático toda consigna de expropiación bancaria (hay que decir que realmente nunca la abrazaron) e incluso de la descafeinante auditoría de la deuda. Sin duda que aceleró todo el proceso de mutación del discurso programático lo sucedido durante los días (no llegaron a diez) que estremecieron de vergüenza a Grecia; aquellos en los que la Comisión Europea dictó a Syriza que acabase con su particular “nueva política” a raíz del referéndum en el que el pueblo se pronunció contra los dictados de la Troika. En realidad, aquí los de Iglesias ya con antelación pusieron en marcha la operación de sustitución de la lucha contra el sistema por la más Íbex-presentable lucha contra la corrupción de “la casta”. Como se sabe, si bien al principio la casta cogía al PP y al PSOE y ¡no al Banco de Santander! (secretario general de Podemos Madrid, enero 2015), al final la lucha contra la casta corrupta se circunscribiría solo a los casos del PP.
Pero aquel gesto simpático de cambiar de enemigo (casta en lugar de sistema) no fue correspondido como se esperaba. El Íbex 35 prefirió el color naranja al morado (por más que este se distanciaba cada vez más del rojo), haciendo de “Ciudadanos” su particular látigo contra la corrupción de la vieja política, pero mucho más tranquilizador para la gente más “conservadoramente centrada y de bien”. Podemos corría el riesgo de quedarse sin silla de tanto pasearse con ocurrencias errejonianas por el tablero. Tocaba cambiar de operación sustitutoria. Ahora había que ocupar la centralidad de la izquierda con respecto al mismísimo PSOE, que ya se prefiguraba como aliado y al que se blanqueaba a pasos agigantados.
Pero si para la centralidad política salió como competidor Ciudadanos, para la centralidad de la izquierda aparecería como competidor un tal Pedro Sánchez que, además de pasearse por la tele para hacer payasadas como nueva forma de entender la política, podía vender que dentro del PSOE no lo quería la vieja guardia felipista/guerrista. Daba igual que el nuevo secretario general del PSOE hubiera apoyado públicamente en 2011 el cambio constitucional que anteponía el pago de la ilegítima deuda a cualquier otro gasto social (eso ya todos lo querían olvidar). Su condición de víctima dentro de su propio partido también les venía bien a todos para justificar el blanqueamiento/rescate del PSOE. Pero Sánchez venía a por más.
Ya podía aprovecharse de que un Podemos cada vez más desintegrado, y casi veterano en la vieja forma de hacer política, se alejaba de sus máximas expectativas electorales (había llegado a superar al PSOE en las encuestas). Podía aprovecharse de que los de Iglesias ya habían bajado mucho de los cielos que decían que iban a asaltar; aprovecharse, para de nuevo hacer de su centenario partido socialista el manijero de la casa común de la izquierda. Se veía a sí mismo Sánchez con margen suficiente para, en definitiva, ofrecer sus servicios al régimen del 78 y a Bruselas para centrar al país, centrar la izquierda y centrar las derivas periféricas que tanto disgusto terminaron por dar el 27 de octubre de 2017.
Todo ese mundo de Podemos iba culminando su ciclo progre de la manera más disparatada y dispersa, sumando renuncia tras renuncia, en materia programática y en materia de alianzas. Cada vez estaba más cerca de perder hasta la centralidad dentro de las operaciones para fabricar coaliciones a la izquierda del PSOE; y, por tanto, cada vez más cerca de tener que echarse a un lado y esperar discretamente para ser invitado por otros actores (o actrices) mucho más relacionados con la “izquierda más institucional” de siempre.
Después de renunciar a las dos consignas más emblemáticas con las que aparecieron en escena en 2014, había que rehacerse un relato para explicar para qué habían venido en realidad; un relato que justificase su paso total a las instituciones desde la calle, alejando de esta toda veleidad verdaderamente transformadora en cuanto a las verdaderas causas que la incendiaron y movilizaron. Así se postularon como más defensores de los derechos cívicos que nadie (feminismo, LGTBI +, etc.), frunciendo el ceño y llorando de rabia si era preciso (nadie ganaría a Irene Montero en semejante representación). Todo, como venimos diciendo, con tal de autoblanquearse del delito histórico de haberse montado encima de las movilizaciones provocadas por la crisis del ámbito financiero y los dictados de la UE, y de terminar entrando en el gobierno sin ninguna intención real de molestar a semejantes poderes fácticos. Pero hasta en eso de ir de los más defensores de los derechos cívicos (que en nada comprometen al respecto de la verdadera causa de crisis que provocó tanta indignación y tantas movilizaciones) tenían que estallar las peleas, como se ha visto en lo referente al feminismo y su relación, no exenta de fuertes contradicciones, con el movimiento trans.
No solo pasaron a utilizar estas causas, con mucho de justo, para desviar la atención de la causa principal sobre la que incidir para la transformación revolucionaria, sino que en cada una de esas causas, y en función de cómo les afectara en su rédito electoral, iban también a jugar con la confusión y, en definitiva, a descafeinar “la cosa”. Así, por ejemplo, en lo referente a una cuestión política de primer orden en el Estado español, sustituyeron el derecho de autodeterminación por el derecho a decidir, lo que les permitía modular el discurso en función de dónde se les demandaran las explicaciones, llegándose a dar el caso de que se hablase del derecho a decidir “sobre todas las cosas”. Si en la transición se utilizó el café para todos (de las autonomías) para negar el derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, ahora se descafeinaba este derecho llegándose incluso a ofrecer, el café, en tazas individuales para que “las personas” pudieran ejercer su suprema soberanía… personal.
La desmovilización de la calle, los desviacionismos con respecto a las verdaderas causas que motivaron las movilizaciones masivas contras los recortes, no podían sino alimentar el “sálvese quien pueda” más individual. Hay que asumir que la calle movilizada es el mejor marco de educación y elevación de las miras políticas populares. Su desactivación alimenta la ignorancia y las posiciones más individualistas. En definitiva, eso da alas a la demagogia tipo Vox, que puede llegar incluso a atrapar a sectores muy afectados por la miseria que, a su vez, pueden ser lanzados contra otros sectores, como por ejemplo los inmigrantes, en una dinámica de deriva reaccionaria que aún se facilita más si hay un supuesto gobierno de izquierdas.
La operación electoral de Sumar es producto de ese ciclo que abrió el podemismo en 2014 pero, de alguna manera, lo cierra. Un ciclo marcado, insistimos, por un constante recorte programático y desviacionismo de lo que realmente se estaba jugando la calle; al tiempo que el propio Podemos es todo él víctima del constante recorte centrifugador hasta dejarlo en una insustancialidad organizativa. Pocas cosas pueden reflejar la insustancialidad de ese mundo progre como el propio cartel electoral con que Sumar inicia su andadura electoral: “Es por ti”, donde ya no hay ningún atisbo de la causa original con que Podemos hace aparición en la historia; cartel que podía haber sido firmado por cualquier otra marca electoral y confeccionado por cualquier empresa de imagen de otro viejo partido a la que se le hubiese pedido sus servicios.
Con Sumar (y dentro, ya muy jibarizado, un Podemos con mucho de ex-Podemos) se vuelve al casillero de salida pre-15M con todos los aún-podemitas, ex-podemitas y demás fuerzas del cambio tomando el hilo de la construcción de la casa común de la izquierda en torno al PSOE. Y tomándolo allí donde lo dejó IU, con un único argumento “programático”: parar a la derecha más cavernícola, representada por Vox. Vuelta a la vieja política de una Transición ya del todo blanqueada.
Sin duda que ese regreso al espantajo de la extrema derecha –extrema derecha que lógicamente es despreciada por mucha gente activista- ha servido como tapadera y traca final para cerrar el actual ciclo de progrerío que se inauguró con Podemos. No nos engañemos. En línea con los precedentes ciclos progres que se aludieron al principio, a quienes ahora se han sumado a vivir del régimen del 78 les viene bien la existencia calculadamente limitada de Vox. En realidad, a quien menos le conviene es a esos peperos que, de forma reiterativa, se ven limitados en su política de alianzas y que rezan por que vuelvan los tiempos en que el campo progresista se abstenía electoralmente, porque se estaban tomando medidas antipopulares con un gobierno de “izquierda”.
La lucha contra Vox podría servir para encubrir más rebajas y cuadrar las cuentas con Bruselas, sometiéndose al timing de ajuste del gasto público que esta exija. De momento, en Bruselas, prefieren que sean fuerzas nominalmente progresistas quienes piloten ese retroceso social que se vuelve a presagiar, pues saben que la derecha con fascistoides en el gobierno lo tendría muy mal para asegurar la estabilidad del país.
Como acabamos de indicar, ciertamente la toma de medidas impopulares crearía desafección en parte del activismo, del cual se aprovecharían las fuerzas de la reacción política para ampliar sus opciones. Pero aun así, lo tendrían difícil para generar la confianza necesaria en los que detentan el poder real, ya que, como mínimo, en dos grandes escenarios del marco estatal -Euskadi y Catalunya- esa desafección a un gobierno central progresista no se traduce en apoyo a españolistas fácilmente identificables con el “vivan las caenas”. Bien al contrario, a nadie se le escapa ya, y tampoco en las capitales europeas, que la derecha españolista es un potente catalizador para el independentismo en el Estado español. Por eso no es desdeñable el peso que toman las opiniones de los Juanma Moreno en el PP, que señalan a Vox como la primera losa a quitarse de encima.
Finalicemos diciendo que también el activismo tiene pendiente cerrar definitivamente el ciclo de las ilusiones. Una vez más se ha demostrado que no es rebajando presupuestos programáticos como se puede conseguir mejoras. Y que es manteniendo las reivindicaciones de calado contra el ámbito financiero y la dictadura de la Comisión europea como realmente se pueden desgajar conquistas en el camino. Cuando estalla una crisis que afecta tan profundamente a los sectores populares, la obligación primera es plantear lo que se debe para luego honestamente ir buscando cómo hacerlo posible. Nunca, pues, olvidando el debemos por un podemos que cada vez rebaja más y que, al final, no se sabe ni a qué se está refiriendo con que “sí se puede”.
No habrá nueva política que niegue esta vieja enseñanza de la historia: “siembra revolución y al menos obtendrá reformas; sé reformista y terminarás por perderlas”. Ya que hemos hablado de un ciclo que se cierra, hay que aprovechar esa vuelta al casillero de salida para retomar, allí donde nos lo desviaron, el hilo de la lucha contra la banca, las medidas de Bruselas y la ilegítima deuda.
Manifestación multitudinaria en Cádiz el 14D de 2010