»Últimamente se han escrito varias obras de teatro sobre la monstruosa injusticia que supone el actual código de moral social, por supuesto que es una vergüenza insultante que haya una ley para el hombre y otra para la mujer» (Oscar Wilde de origen irlandés 1854-1900 poeta y dramaturgo)
Y el hombre dijo…
Hoy ha sido un día de trabajo duro no me esperes para la cena llegaré tarde…
Y el poeta halló la respuesta a las falsas bendiciones de la Noche Vieja al consumismo del trino navideño sobre el portal del hambriento Manuel y dijo: »Mis ojos en el espejo son ojos ciegos que miran los ojos con los que veo» (Antonio Machado). Diálogo que se filtra al compás de otras vidas y el asombro las desnuda, cediendo paso los sus recuerdos, fijando su mirada en la nostalgia sobre el tintinear donde descubrir su trajinar de añoranzas sobre un mundo interno cálido, vivido estimulante en la infancia que se escapa, alejándose y ya perdido en el vacío del ocaso interminable que ronda las estrellas. La mujer quebró en silencio ante la voz del hombre y la mirada de los hijos cayendo sobre ella como esperando un ‘milagro’ una respuesta que convirtiera mágica la noche y la puerta se cerró tras ella. Los niños siguieron jugando, gritando, corren por la casa haciendo gorgoritos a ver quien da el tono más alto frente a ellos <<una mujer sola>> , una mujer abatida en silencio tortuoso valora su vida desquebrajada, siente que vive con alguien que no conoce que la ha aportado el rudo castigo de enfrentarse a si misma como lo único que conoce o cree reconocer al verse reflejada en el espejo de cristal azogado, percutiendo el entusiasmo del griterío de los tres pequeños en su interior jugando alrededor de la hermanita de apenas unos meses, saca y ordena como una autómata que siente el golpe más duro en su vida, la conciencia de una mujer sola sin ninguna voz que le hable, ni caricias frente a los alimentos para la cena que ha estado preparando como madre y mujer de quien llega a la Hostería (fonda o pensión). Las horas pasan la casa pesa y hasta la soledad aplasta las cañerías que representan sus venas vitales, y la impotencia del sentirse sola, la va consumiendo ante la algarabía de la calle devorando a la desesperada una juventud que se esfuma entre aromas de comida en trajín de cacas y biberones, y el tiempo pasa, pasa, y nadie llama a la puerta. Llegó la hora de acostar a los tres pequeños, la bebé ya dormida en sus brazos hacia la cuna, y ya la casa en silencio, en un silencio absoluto como un tornillo que se pasa de rosca. Se sienta en la mesa agotada, perdida en su mundo interno de añoranzas por alimento, se niega a seguir cenando sola, la devora retorciéndola por dentro la rutina sumisa de todos los días. Una mujer sola, no más una mujer, acaso un robot distribuyendo el tiempo se pregunta, sintiendo las horas a medida de un hogar con la cara más saludable donde quepan por igual el sentimiento de los hijos que antes de irse a la cama los observa durmiendo profundamente evocando recuerdos de infancia, su infancia e inocente pero feliz adolescencia, la nostalgia de una tarde de tantas que la sobrevienen desde que tuviera a la niña, y cada vez más sola y cada vez más triste sin poder vestirles como le gustaría y salir y correr y estallar juntos gritos de emoción, pasear parques, llenar la casa de globos de todos los colores, escenificar cuentos, leyendas, y cantar y reír hasta caer en brazos unas y otros sobre la tarima tal si fuera un escenario haciendo frente a la vida, sobre el césped de los jardines y sobre el colchón antes de acostarse prolongando ilusiones colectivas la expansión de una alegría de vivir que materialice sentimientos mutuos.
Acostó su cuerpo y sus penas con la casa sumida en el silencio y ya entre dormida se deleita en sueños, se ve a ella misma al cuidado de los abuelos cuando era niña, y sus sentimientos se disparan, recuerda al abuelo en que a veces al caer la tarde la llevaba paseando hacia el parque dónde se encontraba con otros niñxs. Un día la despertaron con una gran idea que la convirtió en el ser más feliz de la tierra marcando sus días hacia una adolescencia soñando aventuras, y es cuando el abuelo habló y dijo a su nieta, hoy iremos al mar a pescar, la noche está despejada llena de estrellas te va a gustar: así fue como de niña descubrió la magia del silencio. Ambos lo fueron todo para ella, supieron borrar penas sin desfigurar verdades, inseguridades, ni tristezas, devolviéndola la alegría, juntos los tres descubrieron sentimientos profundos haciéndole latir en su inolvidable recuerdo de cuando la abuela consciente de que siempre la haría feliz, la animó a ir en la barca y acompañar al abuelo provistos de aparejos, víveres y mucha ilusión, el amor y el misterio haría el resto. Ambos, abuela y abuelo, adornaban protagonistas de la noche los pasos hacia la primera aventura que mantendría su nieta en directo con la mar. Embarcaron en el pequeño y viejo bote cuando al sol le quedaba menos que el dedo meñique de tiempo para irse a dormir. Tras una hora de travesía mar a dentro Ariadna escucha atentamente las aventuras de cuando el abuelo era unos años más joven trabajando en un atunero, surcando las aguas lejanas para volver lunas después lleno de gozo al abrazo de la entonces joven compañera musa de sus sueños, la misma que les esperaría aquella misma noche con la misma impaciencia de siempre, ver la alegría saliendo de sus ojos con la misma inquietud y ardor, que había esperado la llegada del mar con una esperanza ciega en su vuelta observando el atracadero de barcos cada mañana al lado del faro, mirando fijamente las bravas aguas ansiosa de divisar sobre el horizonte las dos siluetas.
Recuerda con cariño el pequeño bote en el que se había quedado dormida tras los relatos del abuelo, se sintió feliz de poder participar de aquella travesía de aquella primera expedición a la aventura. El mar les mecía como una cuna en movimiento y el abuelo contemplaba a su nieta, emocionado de orgullo el poder ofrecerla aquél hermoso silencio bajo las estrellas, apagó el motor, y dejó un buen rato que el mar la meciera bajo aquél emotivo manto. Ariadna despertó, y el abuelo comenzó un nuevo relato a su nieta bajo aquella luna creciente que iluminaba magistralmente sobre el vaivén de las aguas marinas en que volvió a dormirse, soñando seguro en mil batallas contra los grandotes atunes que pescaba el abuelo de cuando era más joven en aquél mar tan bravo de otros tiempos. En su mundo interno sonreía inconsciente ante la atenta mirada del abuelo que gozoso la observaba tras el humo de su inseparable pipa de tabaco bien aferrada a sus dedos con ojos soñadores y palabras cálidas al viento. De pronto por no se que misterio y como si alguien llamara creyó oír… Ariadnaaa, que en ese momento, no era sino una niña, y de súbito despertó como mirando en frente al abuelo dirigiendo la travesía, luego al cielo deslumbrante y generoso, boca y ojos se le abrieron de expectación ante la nueva lluvia de estrellas desprendiéndose ante ella con la misma magia de los fuegos artificiales cayendo desde muy arriba e inconsciente del momento gritó ¡Abuelo, abuelo, mira tras de ti, allá, mira allá arriba, mira….!!! El abuelo viró rápido esperando encontrarse con alguna ballena o a los delfines juguetones, pero no, sacó su pipa de los labios y se quedó tan pasmado como la nieta ¡Abuelo, abuelo las estrellas caen, rema, rema, vamos a coger una para la abuela…!!! Aquella noche, Ariadna, no cogió una ni dos estrellas, cogió todas las estrellas con sus ojos y las guardó junto a los abuelos para siempre en su corazón. Aquel viaje al mar lo guardó en lo más profundo de su tierna sensibilidad aflorando en su adolescencia como un canto a la vida, lo mantuvo vivo y fresco a lo largo de sus días, lo sacaba airear siempre en cada una de sus noches a solas en busca del encuentro con los abuelos a la hora de acostarse para llenarse de ellos, contagiada del optimismo que brindaban las estrellas a su supervivencia alumbrada por la aventura aquél recuerdo de quién la quiso tanto en su vida. Ariadna siguió esperando en aquella noche fría al cuidado de los hijos, recordando las pocas sonrisas recibidas en aquella lucha por la supervivencia, pocos abrazos, paseos, diversiones o miradas de amor en su vida anclada esclava dentro del hogar en familia.
Pero aquella empezaba a ser una noche diferente por la que se filtraba conceptos de mecánica más allá de ella, remontada de fuerza y resistencia sobre el fluido del aire transportándola libre como el viento al reencuentro con su infancia en casa de los abuelos que volvió a apoderarse de ella invadiéndola de una luz extraña. Se encontraba inquieta un silencio misterioso comenzó a elevar anclas, creyó oír su nombre prolongándose, se acercó a la ventana a mirar el cielo como esperando una respuesta a sus pasiones y meditaciones internas acumuladas, aferrada a los cristales de la ventana cerrada al aliento de la brisa, abrió el gran ventanal para respirar más profunda la inspiración que la empujaba y sacó hacia fuera lo más que pudo su cabeza, con el cabello que había adornado con la diadema que conservaba desde niña con las flores cosidas por la abuela. Una fuerza misteriosa brotó inquieta en sus ojos quizá buscando alguna estrella en especial, las dos estrellas que marcaron su vida dentro de las millones de estrellitas que poblaban su menudo cuerpo la abuela y el abuelo, les sonrió, retuvo en ella la imagen de los tres viéndose en si misma de pequeña, los tres rompieron a reír y los columpios se brindaban a que subieran a ellos gozosos, electrizantes. Movió sus manos que recorrió sus pies y otra nueva sonrisa surgió de sus labios, otra, otra más y creyó sentir el fuego de la vida brindando una puesta de sol henchida y radiante despidiéndose desarrollando una fuerza interior que hacía mucho que no sentía desbordar sus labios ¡Abuelo mira las estrellas, se caen abuela, se caen, mira…!!! Una luz la iluminó, irradió su bella cara, era el guiño del ojo de luz en el cielo que siempre la acompañó, ayudándola a rescatar aquellos deliciosos años donde los abuelos le mostraron otro mundo posible vibrante y emotivo, que despidió pletórica de haberlo conocido con sus flores adornando su cabeza su millón de estrellas y el guiño de la puesta de sol deslizándose sobre su sonrisa y sus ojos vibrantes de haberse sentido la niña-mujer más querida.
Maité Campillo (actriz y directora d` Teatro Indoamericano Hatuey)