“Arbeit macht frei” –El trabajo hace libre– podía leerse en la entrada de los campos de trabajos forzados y exterminio erigidos por los nazis en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Que el trabajo libere, es posible, pero en las condiciones en que se ha venido desarrollando en las sociedades de clase desde hace 10,000 años, no parece. En esos campos de concentración, la frase suena a cruel y cínica burla. El trabajo, en los diversos modos de producción existentes en la historia desde que hay excedente social, y por tanto lucha de clases (modo despótico tributario, esclavista, feudal, capitalista), no libera de nada. Por el contrario, es un yugo, una pesada carga. Por eso se puede decir que es alienado: el trabajador no es dueño del producto de su trabajo.
Si es cierto que “El trabajo es la esencia probatoria del ser humano”, como dijera Marx retomando a Hegel, la forma en que el mismo se viene desarrollando en las sociedades de clase donde la gran masa trabajadora deja su vida para que una minúscula élite se lleve los beneficios, evidencia que estamos ante una injustificable injusticia. De ahí la necesidad de romper esos moldes: ¿hasta cuándo la masa trabajadora laborará solo para quien le roba el producto de su esfuerzo? Así llegamos a la idea de revolución socialista, como paso previo a una sociedad donde podremos ser “productores libres asociados”, no encadenados a un poder explotador, en la que regiría la máxima de “de cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad” (Marx, 1875).
Para ello, evidentemente, falta mucho, porque las condiciones actuales en que trabaja la amplísima mayoría de la humanidad nos confrontan con un trabajo esclavizante. El o la asalariada, en cualquiera de sus formas –incluyendo allí toda la precariedad a que hoy se asiste– es un esclavo moderno. El sindicalismo fue una vía para atemperar ese nivel de explotación. Y es ese sindicalismo, como núcleo organizado y organizador de la gran masa trabajadora, el posible fermento de ese fabuloso cambio social que podría abrir paso a una sociedad de equidad: el socialismo.
A mediados del siglo XIX en Inglaterra, durante el auge de la Revolución Industrial, surgen y se afianzan los primeros sindicatos, luego expandidos por todo el orbe, para defensa de la clase obrera contra la explotación y la desigualdad imperante, logrando –tras interminables luchas que costaron muertes, dolor, sacrificio– conquistas que hoy son patrimonio del avance civilizatorio mundial: jornadas de trabajo de ocho horas diarias, salario mínimo, vacaciones pagas, cajas jubilatorias, seguros de salud, regímenes de pensiones, seguros de desempleo, derecho de huelga, derechos específicos en el caso de las mujeres trabajadoras atendiendo a su condición de maternidad.
Hacia las últimas décadas del pasado siglo, esos derechos podían ser tomados como puntos de no retorno en el avance humano, tanto como cualquiera de los inventos del mundo moderno: el automóvil, el televisor, el teléfono o la computadora. Pero las cosas cambiaron drásticamente.
Con la caída del bloque soviético, el gran capital se sintió triunfador. En realidad no terminaron la historia ni las ideologías, como se pretendió afirmar grotescamente: ganaron las fuerzas del capital sobre las de los trabajadores, lo cual no es lo mismo. Ganaron, y a partir de ese triunfo –la caída del Muro de Berlín, vendido luego en fragmentos como souvenir es su patética expresión simbólica– comenzaron a establecer las nuevas reglas de juego. Reglas, por lo demás, que significan un enorme retroceso en avances sociales. Los ganadores –de momento– del histórico y estructural conflicto –las luchas de clases no han desaparecido, aunque no esté “de moda” hablar de ellas– imponen hoy las condiciones, las cuales se establecen en términos de mayor explotación, así de simple (y de trágico). La manifestación más evidente de ello es, seguramente, la precariedad laboral que vivimos. Los sindicatos, grandes fermentos de lucha social décadas atrás, han sido aplacados, y hoy por hoy, como fenómeno global, han perdido mucha fuerza. El sistema los supo ir erosionando y cooptando.
Todos los trabajadores del mundo, desde una obrera de maquila latinoamericana o un jornalero africano hasta un consultor de Naciones Unidas, graduados universitarios con maestrías y doctorados o personal doméstico semi analfabeto, todos y todas atravesamos hoy el calvario de la precariedad laboral.
Esta nueva cara del capitalismo que se viene abriendo desde los 80 del pasado siglo, que dejó atrás de una vez el keynesianismo con su Estado benefactor, ahora polariza de un modo patético las diferencias sociales. Pero no solo acumula de un modo criminal: la fortuna de los 500 millonarios más ricos equivale a la mitad de la riqueza mundial y lo facturado por cualquiera de las grandes corporaciones multinacionales equivale al producto bruto de 5 países pobres del Sur juntos. Sirve, además, para mantener el sistema de un modo más eficaz que con las peores armas, con la tortura o con la desaparición forzada de personas.
“La esencia del neoliberalismo: un proyecto exitoso que emergió para cambiar la relación de fuerzas entre las clases dominantes y las organizaciones obreras en los años 70 en Europa occidental y los Estados Unidos” (Jaén Urueña, 2024). Agreguemos: no solo en esos territorios, sino en todo el orbe capitalista. El neoliberalismo que se impuso décadas atrás, y que continúa vigente hoy, golpea en el corazón mismo de la relación capital-trabajo, haciendo del trabajador un ser absolutamente indemne, precario, mucho más que en los albores del capitalismo, cuando la lucha sindical aún era verdadera y honesta. Se precarizaron las condiciones de trabajo a tal nivel de humillación que eso sirve mucho más que cualquier arma para maniatar a la clase trabajadora.
“La clase trabajadora «clásica» (fabril) se descompone, se desestructura, se vuelca en las apps, las bicicletas Glovo y los coches Uber. La economía –y con ella la clase trabajadora– se plataformiza. El movimiento sindical está en crisis y tiene enormes dificultades para organizar a la gente. Las desafiliaciones son masivas. Los sindicatos se vuelven ajenos a la clase trabajadora y a su vida cotidiana. Pocos responden a sus convocatorias. La propaganda neoliberal enfrenta a unos trabajadores con otros. Los huelguistas son «vagos», sobre todo los empleados públicos, que son «privilegiados» y «no quieren trabajar»”, describe el panorama actual muy acertadamente Henrique Canary, 2024.
Hoy asistimos a un aumento imparable de contratos-basura (contrataciones por períodos limitados, sin beneficios sociales ni amparos legales, arbitrariedad sin límites de parte de las patronales), incremento de empresas de trabajo temporal, abaratamiento del despido, crecimiento de la siniestralidad laboral –en el primer año de la pandemia de Covid-19 murió más gente por accidentes laborales evitables que por el virus–, sobreexplotación de la mano de obra, reducción real de la inversión en fuerza de trabajo, son algunas de las consecuencias más visibles de la derrota sufrida en el campo popular. El fantasma de la desocupación campea continuamente; la consigna de hoy, distinto a las luchas obreras y campesinas de décadas pasadas, es “conservar el puesto de trabajo”. A tal grado de retroceso hemos llegado que tener un trabajo, aunque sea en estas infames condiciones precarias, es vivido ya como ganancia. Y por supuesto, ante la precariedad, hay interminables filas de desocupados a la espera de la migaja que sea, dispuestos a aceptar lo que sea, en las condiciones más desventajosas. ¿Dónde quedaron entonces los sindicatos combativos de otrora? Formulada así, quizá la pregunta no es correcta, o es injusta; habría que decir mejor: ¿qué hizo el sistema, el gran capital, la derecha –son todos sinónimos– para lograr adormecer así a los sindicatos?
En general, a nivel global, dadas las políticas neoliberales vigentes y el triunfo de los capitales sobre la clase trabajadora, la sindicalización no está en auge. Si bien hay grandes variaciones en las tasas de afiliación a sindicatos entre los diversos países, puede constatarse que hay una tendencia a 1) impedir la participación sindical en muchos lugares, donde incluso están legalmente prohibidos, o 2) expresar una cierta apatía a afiliarse, encontrando que los sindicatos no dan respuestas ciertas a las auténticas demandas de la clase trabajadora. Desde lugares donde hay 0% de afiliación, puede constatarse que la media no supera el 50%, incluso en países donde la lucha sindical tuvo grandes logros. Los países con mayor porcentaje de afiliación –nórdicos, donde se llega al 90% en algunos casos– presentan mejores salarios y mejores condiciones laborales, a lo que hay que agregar menos desigualdad y brechas salariales más pequeñas entre hombres y mujeres.
¿Por qué esa apatía, esa desconfianza de las y los trabajadores en participar en sus sindicatos? Porque los poderes han podido “domesticar” las luchas sindicales, creando una aristocracia obrera que, merced a prebendas que ha ido recibiendo, la distancia crecientemente de la masa trabajadora, de sus necesidades y de sus luchas, terminando siendo, en muchos casos, propietaria de empresas. “Todo hombre tiene su precio”, suele decirse; es evidente. Como ejemplo demostrativo de esta “domesticación”: en algún país latinoamericano, estos sindicatos tibios organizaron una misa en vez de una huelga como método de lucha para exigir sus reivindicaciones. De esa suerte, con ese “amansamiento” se consigue que muchos sindicatos terminen siendo más pro patronales que defensores del proletariado, a quien verdaderamente se deberían. A ello debe sumarse la aparición, en forma creciente, de nuevos tipos de empleos, que no fomentan la unidad sindical y el sentirse trabajadores explotados, aunados bajo un mismo techo, tales como las contrataciones a tiempo parcial, la tercerización y el teletrabajo (el “¡quédese en su casa!” que se propaló durante la pandemia), modalidades que se van imponiendo y logrando la desunión. El “divide y vencerás” y el individualismo del “¡sálvese quien pueda!” se imponen. La derecha, sin dudas, sabe lo que hace…, y lo hace muy bien.
Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) alrededor de un cuarto de la población planetaria vive con menos de un dólar diario, y un tercio de ella sobrevive bajo el umbral de la pobreza. Hay cerca de 200 millones de desempleados, jóvenes fundamentalmente –5% de la población económicamente activa (PEA) mundial– y ocho de cada diez trabajadores no gozan de protección adecuada y suficiente. Además, otros 400 millones viven de trabajos precarios (sub-ocupados). Lacras como la esclavitud (¡esclavitud!, en pleno siglo XXI: 40 millones según datos de la OIT) o la explotación infantil continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser rémora del pasado; en muchas empresas (maquilas y call centers, por ejemplo), las personas firman al momento de ser contratadas que no participarán en ningún sindicato.
La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún: además de todas las explotaciones mencionadas sufren más todavía por su condición de género, siempre expuestas al acoso sexual, con más carga laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eternamente desvalorizadas. Está claro que en estos momentos, la lucha de clases la viene ganando la patronal. El capital ha hecho un gran avance sobre las conquistas laborales históricas.
Qué hacer entonces: ¿quedarnos lamentando, o retomar las luchas? La historia no ha terminado, como pomposamente anunció Fukuyama en su grito triunfal cuando caía el Muro de Berlín; la clase dominante viene imponiendo leoninas condiciones, pero la lucha de ningún modo ha terminado. Aunque muchos sindicalistas fueron comprados por las mieles del poder, muchos otros siguen en pie de lucha, buscando nuevos caminos, revisando lo hecho y proponiendo alternativas. La historia, definitivamente, no terminó. ¡Hay que seguir escribiéndola!
Marcelo Colussi
CdF
https://drive.google.com/drive/folders/1UXZkY7LxulooyuYDBL_M5_PFFTvRfx0V?usp=sharing
https://www.facebook.com/marcelo.colussi.33
https://www.facebook.com/Marcelo-Colussi-720520518155774/
