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MARCELO COLUSSI. ¿Revoluciones en las urnas o en las calles?

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MARCELO COLUSSI. ¿Revoluciones en las urnas o en las calles?

“La violencia en manos del pueblo no es violencia. ¡Es justicia!”

Juan Domingo Perón

“Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo «posible»”

Sergio Zeta

Una revolución es un cambio profundo, una ruptura con viejos paradigmas y la instauración de algo nuevo. Esto aplica para diversos campos: en las ciencias, por ejemplo. Se habla así de “revolución copernicana”. Ello hace referencia al cambio radical propiciado por el astrónomo y matemático de origen polaco Nicolás Copérnico, quien en el siglo XVI demolió totalmente la teoría geocéntrica (la Tierra como centro del universo), reemplazándola por la visión heliocéntrico (el Sol como centro, y nuestro planeta girando alrededor de él). Esta ruptura, que de algún modo es el acta de nacimiento de la ciencia moderna, significó un cambio absoluto en la forma de concebir las cosas, a tal punto que hoy decir “revolución copernicana” es sinónimo de profundo y monumental cambio en cualquier ámbito.

En lo político-social, hablar de revolución es referirse a transformaciones radicales. Ellas, definitivamente, se dan siempre a partir de movimientos profundos que conllevan la violencia como ingrediente inseparable. Los verdaderos cambios en la historia de la humanidad no son graduales, sino que implican giros abruptos. En esa lógica Marx, con una frase de cuño hegeliano, pudo decir que “La violencia es la partera de la historia”. Ello, en el entendido que la historia de las sociedades, desde que existe un plusproducto a repartir superior a las necesidades primarias, ha generado clases enfrentadas (poseedores y desposeídos), cuyas luchas son el motor de la historia. Esos choques son violentos, y de esos enfrentamientos van surgiendo nuevas formas de sociedad.

En otros términos: la lucha de clases mueve las sociedades desde que hay agricultura, desde que hay un excedente económico, hace unos 10,000 años, cuando la humanidad fue pasando de nómada a sedentaria. Esas luchas no han desaparecido, la historia no ha llegado a su final, como cantó victoriosa la derecha cuando caía el Muro de Berlín. Hasta un multimillonario como Warren Buffet -gran inversionista de Wall Street- lo afirmó categórico: “¡Por supuesto que hay lucha de clases! Yo, felizmente, pertenezco a la clase que va ganando esa guerra”. Eso sigue presente, aunque las primeras experiencias socialistas no siguieron avanzando como se esperaba.

¿Por qué decir todo esto? Para mostrar que los cambios genuinos, profundos, las transformaciones revolucionaras en las sociedades, no se dan sin antagonismos donde la acción violenta juega un papel fundamental. Póngase por caso el actual modo de producción dominante, el capitalismo. Puede situarse su nacimiento político formal con la Revolución Francesa, en 1789; es ahí cuando, luego de varios siglos de acumulación, desde la Liga de Hansen en el siglo XIII, toma su mayoría de edad y se presenta como poder político dominante, destronando a la monarquía. Aunque hoy día la narrativa de la derecha pretende hacer ver como violento al socialismo, nunca debe olvidarse que el mundo moderno, capitalista, burgués, donde la democracia representativa y la división de poderes juegan un papel primordial, nació de un hecho político tremendamente violento, sanguinario como el que más. En Francia, durante ese momento histórico de explosión social, se lo cortó la cabeza a no menos de 15,000 personas, de ellos unos 2,000 parásitos aristócratas, nobles que no trabajaban y vivían de la renta de la tierra y la explotación de sus colonias de ultramar, incluido los parásitos mayores: el rey y la reina. La Marsellesa, himno por antonomasia del nuevo mundo que nacía en ese entonces, llama sin ninguna vergüenza a un festín de sangre: “Marchemos, marchemos: que una sangre impura riegue nuestros surcos.”

Los cambios profundos y sostenibles en el ámbito político-social, aunque no con esto seamos defensores de una violencia irracional y ciega, se dan siempre apelando a la fuerza. Ello es así porque quien detenta el poder no lo suelta, y hará todo lo posible -e imposible- por mantenerlo. Hoy, por ejemplo, en la cabeza caliente de más de algún estratega capitalista de Estados Unidos, se considera la posibilidad de una “guerra nuclear limitada” para seguir manteniendo su hegemonía, aún sabiendo que con eso se pondría en riesgo a toda la humanidad.

Quien detenta el poder, no lo suelta, nunca jamás; para que eso cambie, debe arrebatársele a la fuerza. Las sociedades de clases -las que existen desde hace 10,000 años: despótico-tributaria, esclavista, feudal, capitalista- no son pacíficas. Si no estamos ante una clara explosión social, una revuelta popular y la consecuente represión brutal del Estado a través de sus órganos específicos, si no hay sangre, heridos y muertos, pareciera que se vive en concordia, en paz. Pero allí anida una profunda, tremenda, monumental violencia oculta. Y lo peor de todo: normalizada: la explotación de la clase dominante sobre la dominada. El amo -en cualquiera de sus formas: faraón, rey, banquero, mandarín, sumo sacerdote, industrial, señor feudal, emperador, hacendado, zar, etc.- vive parasitariamente del trabajo de la gran masa subordinada -esclavos, siervos, trabajadores asalariados, etc.- Ahí radica la violencia de clase, esa “guerra” que mencionaba Warren Buffet.

Cuando esa constante y silenciosa lucha de clases -expresada, por ejemplo, en los sueldos insuficientes que se pagan al trabajador asalariado- alza la voz, ahí aparece la violencia explícita. Esa misma violencia estructural toma, al mismo tiempo, otras facetas, siempre injustas, asimétricas, agobiantes: el racismo, el patriarcado, que se anudan con la lucha de clases. Como la sociedad está organizada de tal modo que su estructura y dinámica pasan por las “normales”, subvertir ese orden puede hacerse pasar por violencia. Al menos, eso nos dice machaconamente el discurso de la derecha. Pero la violencia existe desde antes, en la estructura misma. De ahí que los intentos revolucionarios son vistos como “sublevaciones improcedentes” que el poder dominante se encargar de aplastar (represión de los levantamientos de esclavos, de los obreros en huelga, de las colonias que buscan liberarse, de cualquier manifestación que cuestione seriamente al sistema).

En esa lógica, normalizando la explotación de clase -al mismo tiempo que el patriarcado y el racismo-, desde la Revolución Francesa se ha impuesto casi globalmente la idea de la democracia representativa como el supuesto punto máximo de desarrollo político de las sociedades. ¡Tremenda y abominable falacia! Esa democracia es la presentación “simpática” de la sumisión de una clase por otra, disfrazada muy hipócritamente con la idea de “gobierno del pueblo”. El “pueblo” -concepto por demás de engañoso, porque lo que verdaderamente existe son clases sociales enfrentadas, y no “pueblo”- nunca elige nada. O, en todo caso, se le hace elegir a su administrador de turno, no más que eso, mientras sigue la explotación.

Los presidentes funcionan como los gerentes de una empresa, como los capataces de una finca: administran -con mayor o menor talento- una sociedad donde quien rige verdaderamente es el poder económico. Veámoslo con algunos ejemplos: en Guatemala -país empobrecido del Sur Global, donde 60% de su población históricamente ha estado y sigue estando bajo la línea de pobreza- regresó esto que llamamos democracia en el año 1986. Pasaron infinidad de gobernantes desde entonces, “elegidos democráticamente”: Vinicio Cerezo, Jorge Serrano Elías, Álvaro Arzú, Alfonso Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez Molina, Jimmy Morales, Alejandro Giammattei, el actual Bernardo Arévalo, más dos que llegaron por mecanismos administrativos: Ramiro de León Carpio y Alejandro Maldonado. ¿Algún cambio para la población? ¡Ninguno! Sigue la pobreza, la exclusión de los pueblos originarios, el patriarcado, la corrupción, la impunidad. El 60% de población en situación de pobreza, el 50% de niñez desnutrida o el 18% de analfabetismo no lo corrige “una” persona, más allá de la buena voluntad que pueda tener. Son los detentadores de otros poderes, que no necesitan sentarse en la silla presidencial, los que deciden las cosas.

Veamos otro ejemplo: Estados Unidos. Tomemos los últimos presidentes de estas décadas: John Kennedy, Lindon Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, James Carter, Ronald Reagan, George Bush padre, Bill Clinton, George Bush hijo, Barack Obama, Donald Trump. ¿Qué cambió, en lo sustancial, para el ciudadano estadounidense medio (Homero Simpson), o para quienes vivimos en Latinoamérica, su virtual patio trasero? Nada. Estados Unidos, no importa con qué gerente, siguió siendo una potencia rapaz, belicista, imperialista. Quien toma las decisiones finales -siempre en las sombras, sin que el gran público lo sepa, y mucho menos pudiendo incidir en ello- son las grandes corporaciones ligadas a los principales rubros económicos: el complejo militar-industrial (que inventa guerras a su conveniencia), las compañías petroleras, los megabancos, Silicon Valley, la industria farmacéutica, la narcoactividad (que no es cierto que sea un negocio solo de narcotraficantes latinoamericanos: ¿quién la distribuye y lava los activos en el Norte?). Más allá de la seriedad, el histrionismo, el talento o la estupidez del gerente de turno, las cosas reales no cambian con el cambio de personaje.

La derecha hegemónica, que es lo mismo que decir: la clase hoy día dominante (la burguesía: industriales, banqueros, terratenientes) puede aceptar ciertos cambios cosméticos, administradores con un talante más o menos social -Zohran Mamdani en la alcaldía de Nueva York, por ejemplo-, siempre y cuando “no se pasen de la raya”. Si lo hacen, si pretenden tocar resortes “intocables” del sistema, los saca a patadas (u, hoy día, con golpes de Estado suaves: guerra jurídica, bombardeo mediático, recursos legales). Ejemplos de ello sobran en Latinoamérica: Juan Domingo Perón en Argentina, João Goulart en Brasil, Juan Velasco Alvarado en Perú, Jacobo Arbenz en Guatemala, Omar Torrijos en Panamá, Salvador Allende en Chile, Jean-Bertrand Aristide en Haití, Maurice Bishop en Grenada, Manuel Zelaya en Honduras. Más recientemente, con acciones “suaves”: Lula y Dilma Rousseff en Brasil, Evo Morales en Bolivia, Cristina Fernández en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Pedro Castillo en Perú, Fernando Lugo en Paraguay. Por tanto, está más que probado que con los procesos electorales no hay ninguna posibilidad de cambio real, transformaciones sostenibles en el tiempo.

En América Latina, desde principios de siglo, de algún modo impulsados por el proceso bolivariano en Venezuela con la figura carismática de Hugo Chávez, asistimos a gobiernos progresistas, llegados todos por vía electoral. Luego hubo una segunda ola de progresismos, y muchos de ellos se mantienen en sus respectivos sillones presidenciales en la actualidad (Honduras, México, Colombia, Chile muy tímidamente). ¿Son de izquierda, son revolucionarios, se logran cambios sociales-económico-políticos profundos? La discusión está abierta, pero todo indica que no pueden pasar ciertos límites. Dichos procesos están siempre ante la posibilidad de ser quitados del medio, por la fuerza o con “delicadeza”, teniendo que dedicarle mucha energía a mantenerse en ese equilibrio inestable, lo cual impide profundizar los cambios.

Ahora bien: ante la derrota histórica de las propuestas de transformación revolucionaria de décadas atrás y ante el avance monstruoso del neoliberalismo que siguió a esas derrotas (“No hay alternativa”, dijo Margaret Thatcher), gobiernos tímidamente progresistas se vislumbran como avances. ¿Lo son realmente? Esto fuerza a un debate que el campo popular debe seguir profundizando. Lo que la historia nos muestra es que los cambios superficiales no aseguran transformaciones sostenibles. Todo indica que la única posibilidad de cambiar el curso de la historia está dada por las grandes movilizaciones populares, que van más allá de las urnas. Los gobiernos progresistas son importantes, pero no pueden pasar de momentos bastante circunstanciales, sin posibilidades reales de modificar de raíz las cosas. ¿Desecharlos entonces? No, por cierto; pero debe saberse de sus límites. En todo caso, aprovecharlos para hacer crecer las propuestas de cambios más profundos.

Hoy, como el campo popular ha sido tan golpeado, reivindicar las democracias representativas -las mismas que eras abominadas décadas atrás desde planteos revolucionarios de izquierda- puede tener incluso un sabor de avance. Pero analicemos bien esa situación: es un avance relativo, si se las compara con las dictaduras militares que asolaron Latinoamérica algunos años atrás, asesinando y desapareciendo cualquier atisbo de crítica antisistémica. Ahora bien: ¿hasta qué punto son avances? Recuérdense los ejemplos de Estados Unidos y Guatemala presentados más arriba. La discusión está abierta.

Cerremos con esta frase de Sergio Zeta, ya citada en el epígrafe: “Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo «posible»”.

Marcelo Colussi

CdF

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