El reciente anuncio en noviembre del Acuerdo sobre Comercio e Inversión entre la Casa Blanca y el gobierno de Javier Milei se ha vendido como una gran oportunidad: mayor acceso preferencial de exportadores estadounidenses al mercado argentino y un paquete de facilidades para inversiones. En los hechos, el texto divulgado hasta ahora contiene cláusulas concretas de acceso preferente para Estados Unidos en productos farmacéuticos, maquinaria, tecnologías de la información, vehículos y una ampliación probable de cuotas para carne vacuna estadounidense, mientras que los beneficios detallados para Argentina aparecen vagos o condicionados. El desequilibrio es palpable: se abre la puerta a más importaciones y a la entrada de capitales estadounidenses en sectores estratégicos, pero sin garantías claras de contrapartidas equivalentes para la industria local.
Detrás del barniz comercial hay un objetivo geoestratégico claro: limitar la presencia e influencia de China en América Latina mediante una red de acuerdos que reconfiguren mercados, cadenas de suministro y acceso a recursos. El anuncio del acuerdo con Argentina se inscribe en una oleada de marcos similares firmados con países de la región y forma parte de la estrategia estadounidense de presión para recuperar espacio frente al avance chino en sectores claves (infraestructura, telecomunicaciones, energías, equipos). En suma: no es solo comercio; es una jugada para reordenar alineamientos estratégicos en favor de Washington.
¿Pero cuánto tiene realmente que perder Argentina si reduce su relación con China? El país asiático es hoy uno de los principales socios comerciales de la Argentina: el comercio bilateral ronda cifras de varios miles de millones anuales (más de 16 billones de dólares en 2024 según estimaciones publicadas), y las exportaciones argentinas a China también se han movido en miles de millones de dólares (alrededor de 6 billones de dólares en 2024 según registros de comercio). Además, buena parte del superávit comercial argentino proviene de los envíos de granos y derivados cuyo mercado principal sigue siendo Asia, con China como comprador decisivo. La previsión para la campaña 2025/26 apuntaba incluso a volúmenes récord de soja con destino mayoritariamente a China. Quitar o restringir ese mercado equivaldría a reducir drásticamente los dólares que entran por exportaciones y a debilitar la base comercial del país.
Hay además riesgos estratégicos más allá de los números: China ha financiado y participado en proyectos de infraestructura, energía y ciencia en Argentina, y la presión política internacional por parte de Estados Unidos ha mostrado su capacidad para condicionar proyectos sensibles. Por ejemplo, retrasos y controversias alrededor de iniciativas chino-argentinas en astronomía e infraestructura han sido reportadas.
En este sentido, dejando a un lado la clara sintonía ideológica entre Trump y Milei, podríamos resumir su postura en todo esto en una frase: Peor es depender de China. Pero esa postura plantea una falsa dicotomía y un costo sobredimensionado para la soberanía argentina. Primero: China no está hoy ejerciendo una coacción como la que sí ejerce Washington; su relación con Argentina se ha basado en comercio, compras de materias primas e inversiones, no en un chantaje directo por soberanía. Segundo: Parece que el presidente argentino ni siquiera considere que Argentina puede y debería negociar relaciones económicas diversificadas que preserven capacidad de decisión: acuerdos comerciales equilibrados, reglas claras para inversión extranjera, protección de sectores estratégicos, y una clara política industrial y de comercio exterior. En otras palabras: Milei opta por liquidez y rescates a cambio de aperturas y alineamientos que puede calmar los números a corto plazo pero empobrece la autonomía económica a medio y largo plazo.
