Hubiera podido parecer que la doctrina política liberal era parte esencial e inalterable del sistema capitalista. Las ideas sobre las que se fundamentó el liberalismo social –la libertad individual, la igualdad ante la ley, la tolerancia o la limitación de los poderes del Estado– fueron el instrumento perfecto para el período de las primeras revoluciones liberales burguesas que pretendían transformar el absolutismo monárquico y la sociedad estamental. Fueron, también, la base sobre la que se erigió el orden internacional desigual, afianzado tras las dos grandes guerras. El liberalismo aparecía como superador de los “totalitarismos” –de izquierdas y de derechas– y como garantía y promesa de un desarrollo global.
Muy al contrario, el modelo democrático burgués de Estado es contingente, y una vez desaparecen sus condiciones de posibilidad –un gran ciclo de acumulación capitalista y la amenaza de un modelo civilizatorio alternativo– desaparece su vigencia histórica. El sistema de dominación capitalista, en este contexto marcado por la crisis de escasez de ganancia y la ausencia de un proyecto emancipador, se desprende de aquello que no le es útil y mutatis mutandis, cambia aquello que sea necesario. Me refiero a la deriva autoritaria de los estados, entendida, no como una transformación total y repentina de paradigma, sino como la necesidad de aumentar el control directo sobre los procesos sociales y productivos. Cuando vienen curvas, lo mejor es agarrar bien el volante. Las consecuencias de esto son múltiples, y la coyuntura de las últimas semanas nos brinda ejemplos claros de lo que está por venir:
El orden internacional basado en reglas se resquebraja y las potencias imperialistas hacen lo propio para anexionarse territorios e imponer su área de influencia. Así, tenemos a un Donald Trump que habla directamente de utilizar medios militares contra Dinamarca para reclamar más control sobre Groenlandia, o habla de apropiarse del canal de Panamá, según dice, por razones de “seguridad nacional”. Tenemos, también, a un Estados Unidos que bajo el mandato de Biden atacó el gasoducto ruso-alemán Nord Stream, rompiendo todas las reglas de juego para interferir en la política alemana. Pero, no sólo el orden internacional se rige por las leyes del más fuerte, las democracias parlamentarias en el viejo continente, que hasta ahora mantenían el decoro, echan mano de la arbitrariedad ahora convertida en norma. En Rumanía, el Tribunal Constitucional anuló los resultados de la primera vuelta de las elecciones del pasado 24 de noviembre. En estos comicios, el candidato ultraderechista favorable a normalizar las relaciones con Rusia alcanzó la mayoría. Por primera vez se anulan unas elecciones en Europa, no bajo la acusación de fraude electoral, sino bajo la sospecha de la interferencia de una campaña política prorrusa; una práctica que aplican con total normalidad las fuerzas pro-otanistas. Si la anulación de los resultados no funciona, pues siempre se puede montar un intento de golpe de estado al estilo del Euromaidán ucraniano, como ha sucedido en Georgia. Y si esto tampoco resulta, pues, siempre quedará urdir un intento de asesinato contra el primer ministro, como en Eslovaquia o montar una segunda vuelta electoral “a la carta” como en Moldavia.
Esto sucede bajo el mandato de las élites europeas y otanistas, esas mismas que dicen exportar democracia a la periferia imperialista. Pero, lo más bochornoso es que todo sucede sin que a nadie se le salten los anillos. Precedentes tan peligrosos como estos se fijan sin que haya a penas sobresaltos políticos. Y yo me pregunto: ¿si esto se permite, qué más dejaremos pasar? La deriva autoritaria de los estados debe entenderse como una tendencia que ni mucho menos presupone la existencia previa de un modelo de estado liberal-burgués que garantizaba plenas libertades democráticas. Este arquetipo nunca ha existido ya que los estados burgueses siempre han echado mano de la arbitrariedad y la excepcionalidad –que nos lo digan a los vascos– cuando de mantener el orden se trataba. Sin embargo, el contexto actual está caracterizado por un aumento de estas tendencias y por la legitimidad social de estas prácticas. Los efectos culturales se están sucediendo a un ritmo vertiginoso: la burguesía no sólo se desprende del marco liberal para aumentar de forma efectiva el control sobre la sociedad, también se desprende de él como marco de consenso. La legitimidad de los estados y su hegemonía social pasan de estar apoyados fundamentalmente en el consenso y la integración económica de ciertas capas de la clase trabajadora –algo ahora cada vez menos viable económicamente y políticamente innecesario– a sustentarse sobre la fuerza y la coerción. Mutatis mutandis, saltan las caretas y queda lo que siempre ha sido: un sistema económico basado en la explotación y la dominación sobre las vidas y los territorios.