Karl Polanyi acuñó el término “dislocaciones sociales” para referirse a los males creados por el libre funcionamiento del mercado, los cuales debían de ser paliados por el Estado burgués. Si miramos a lo sucedido desde entonces, el término de Polanyi parece un feo eufemismo.
Por un lado, los males que sufre el proletariado (el paro, la desaparición de sus ahorros, los desahucios…) no son los daños colaterales del funcionamiento de un mercado desatado, sino el centro de la diana de la ofensiva burguesa en tiempos de crisis.
El proceso de proletarización, lejos de ser la consecuencia de una crisis de causas exógenas, es el remedio más viejo de la burguesía para salvar sus ganancias. Por otro lado, el Estado no solo cumple la función de amortiguar estas “dislocaciones” sino que las posibilita.
Genera el marco legal, político y cultural adecuado para que la ofensiva se asiente: posibilita la subida de precios, la concentración de propiedades, la privatización de sectores no rentables; reforma el marco represivo y normaliza culturalmente las nuevas condiciones de miseria.
Las diferentes medidas de contención social adoptadas por los Estados europeos dan buena cuenta de ello: hablan de ayudas a la vivienda, a la alimentación o a la energía que no son más que la financiación del consumo vía subsidio o endeudamiento para que los empresarios tengan asegurados sus ingresos; eso sí, todo con una nula intervención sobre los precios.
Hablan de supuestos aumentos en presupuestos públicos, pero vemos cómo los sectores más rentables no pueden seguir siendo gestionados por el Estado y acaban privatizándose (viviendas sociales y servicios de transporte comprados por grandes fondos).
Mientras tanto, maquillan los datos, o simplemente mienten descaradamente, para que no podamos ver la magnitud de la ofensiva, para que perdamos todo sentido del tiempo y nos traguemos su milonga del “mal menor”.
Cada euro que el Estado burgués promociona en calidad de ayudas a, por ejemplo, la vivienda, son tres euros de beneficio para los propietarios cuyos precios han permitido subir, son dos euros de deuda y futuros recortes; y sobre todo, ese euro se concede a costa de la reforma del código penal, del aumento del presupuesto policial y de la campaña mediática de criminalización contra el proletariado. Todo ello es parte del presupuesto de la burguesía cuyo fin es profundizar en la ofensiva antiproletaria y neutralizar toda posible oposición.
La urgencia del momento político es evidente: en parte, porque las caras más atroces de la barbarie no están tardando en saltar a escena (auge de los fascismos, aumento de las tensiones geopolíticas, aumento de la violencia entre el proletariado). Pero, sobre todo, porque independientemente de si conocemos de primera mano o no estas atrocidades, la mera existencia de la posibilidad efectiva de organizar esta sociedad de manera que unas condiciones de calidad sean garantizadas de forma universal, nos coloca ante un compromiso ético ineludible.
Los comunistas no solo razonamos la necesidad de destruir la sociedad burguesa y construir el Estado Socialista según la magnitud de la barbarie capitalista, sino a la luz de las capacidades que existen actualmente: cuanto mayor sea la distancia entre el bienestar que esta sociedad puede producir y el que efectivamente permite, mayor es la urgencia política de articular el programa comunista. Por lo tanto, aunque las medidas de contención puedan aliviar en mayor o menor medida el embate, deben entenderse
1) en relación a su función real (enmascarar la ofensiva y apaciguar el enfado social
2) en relación a las condiciones de existencia que podríamos tener, no en comparación a las condiciones de miseria que afrontaría el proletariado ante la crisis burguesa sin dicho “escudo social”.
Las movilizaciones convocadas por GKS son una aportación en este sentido.
Movilicémonos contra la ofensiva antiproletaria.
Movilicémonos contra los empresarios y los políticos a su servicio.
Movilicémonos para organizarnos y organicémonos con independencia.
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