Hay quien se postula para la ultraderecha con la esperanza de que le den un uniforme, una porra y, sobre todo, un sueldo difícil de conseguir por méritos académicos inexistentes.
Vito Zopellari Quiles (o cualquiera de sus clones ideológicos) no representa una doctrina, sino una estrategia de supervivencia. No es un pensador, es un meritorio. Un cachorro del orden falangista que ladra consignas esperando que algún patrón lo adopte.
Su currículo no incluye estudios, sino obediencias. Su vocación no es política, sino funcional. Se trata de ser útil a cualquiera que le pueda resolver su triste y vacía vida, aunque sea como matón de discoteca, guardaespaldas de mafiosos o figurante en un mitin del Ku Klux Klan. Lo suyo no es el pensamiento, sino el postureo autoritario. Y como todo becario sin escrúpulos, sueña con ascender a mercenario con nómina.
Se distingue por su ambición y, sobre todo, por su falta de conflicto interno. No duda, no pregunta, no se contradice. Solo repite. Y en esa repetición, se convierte en símbolo de una generación que confunde autoridad con oficio, y servilismo con mérito. Estos jóvenes desorientados solo saben lanzar escupitajos al cielo y quedarse mirando como regresan para estamparse en sus propias caras.
 
                                