Este martes vuelve a doler. Vuelve a pesar, con la fuerza de lo injusto, el recuerdo de Carlos Javier Palomino. Hace 18 años, el 11 de noviembre de 2007, la vida de este chaval madrileño de 16 años —solidario, curioso, comprometido— fue arrancada por un puñal fascista en el metro de Legazpi. Recordar ese instante no es solo evocar una biografía truncada; es enfrentarse al odio que decidió que un joven como él no merecía volver a casa.
Carlos fue asasinado por Josué Estébanez, un militar que se dirigía a una concentración neonazi. No fue una pelea callejera, ni un accidente, ni un “exceso”. La justicia fue clara: la Audiencia Provincial de Madrid lo condenó a 26 años de prisión, aplicando la agravante de odio ideológico. Una sentencia confirmada en 2009. Fue, en todos los sentidos, un crimen fascista.
Para una generación entera que crecía en Madrid, su muerte fue un punto de inflexión. Muchos aún no manejábamos conceptos como “delito de odio” y no podíamos imaginar que la violencia ultraderechista acechase a la vuelta de la esquina. Carlos nos enseñó, a golpe de tragedia, que la indignación silenciosa no basta: ser antifascista no es una pose, es una necesidad vital.
En los años siguientes, mientras la justicia hacía su trabajo, las calles se llenaron de su nombre. Pintadas, murales, concentraciones. No fue obra de grandes maquinarias políticas, sino de la gente de a pie, de la juventud de barrio, de un entramado vecinal que se negó a olvidar. Esa memoria no tiene dueño; es de todos.
El monstruo no se fue, se recicló
Y, sin embargo, la bestia sigue viva. Hoy asistimos al blanqueamiento parlamentario de la extrema derecha, al racismo disfrazado de debate legítimo, a la criminalización de la juventud migrante y los movimientos sociales. Las redes amplifican el odio y algunos medios lo normalizan. Cada centímetro que gana este discurso es un derecho humano que retrocede.
Porque las agresiones no son cosa del pasado. En San Blas, menores migrantes han sido perseguidos y agredidos por grupos neonazis, forzando al vecindario a salir en su defensa. En Hortaleza, tres jóvenes migrantes fueron atacados por encapuchados ultras. En Getafe, un mural feminista fue vandalizado con consignas islamófobas y simbología nazi.
Estos hechos nos gritan que el asesinato de Carlos no fue una anomalía, sino la expresión más brutal de una lógica que persiste: una lógica que señala, humilla y agrede. Y que, si no se le planta cara, crece.
La memoria que se hace acción
Frente a esto, Madrid ha respondido. Centros sociales, colectivos antifascistas, redes vecinales y espacios feministas han brotado con la memoria de Carlos como semilla. Aprendimos que el antifascismo es organización, es cuidado mutuo, es acompañar al que sufre y sostener al que lucha.
Para muchos, Carlos fue la primera vez que entendimos que recordar no es un acto pasivo. La memoria es, ante todo, acción. Y por eso, este martes salimos a la calle.
Salimos porque su madre nunca dejó de caminar.
Salimos porque los discursos de odio no son opiniones: son armas cargadas.
Salimos porque cada 11 de noviembre nos recuerda que la indiferencia mata, que el silencio es complicidad y que la pasividad alimenta al monstruo.
Y, sobre todo, salimos porque Carlos Palomino no es solo una víctima. Es un recordatorio permanente. Un símbolo de lo que somos capaces de defender cuando decidimos no mirar hacia otro lado.
Madrid es diversa. Madrid es solidaria. Madrid es antifascista.
Este martes, nos vemos en la manifestación.
Porque su memoria vive donde hay lucha.
18 años sin ti.
18 años contigo.
¡Carlos Vive!
**Concentración Homenaje: Martes 11 de noviembre, 19:30 horas. Metro Legazpi.
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