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JUANLU GONZÁLEZ. Zelenski firma su sentencia de muerte

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JUANLU GONZÁLEZ. Zelenski firma su sentencia de muerte

La noche del 29 de diciembre de 2025 no fue, como esperaba buena parte del mundo, un preludio de acuerdo de paz navideño. Fue el instante en que el régimen de Kiev, con una precisión escalofriante y una desfachatez calculada, intentó convertir la víspera de Año Nuevo en un punto de no retorno. Noventa y un drones de largo alcance —algunos con carga explosiva, todos con GPS militarizado— se lanzaron contra una residencia oficial del presidente Vladímir Putin en la provincia de Nóvgorod. Ninguno llegó a su destino: los sistemas de defensa antiaérea rusa actuaron con eficacia quirúrgica. Pero el daño ya estaba hecho. No en piedra, carne o acero, sino en la arquitectura de la credibilidad diplomática. Lo que Moscú califica sin ambages como “un atentado terrorista” —y no, como insisten algunos, una mera “provocación”— no fue un ataque más en una guerra ya saturada de violencia. Fue una declaración de intenciones: la paz no se negocia; se impide.

Serguéi Lavrov lo dejó explícito: “Esta acción se llevó a cabo durante las intensas negociaciones entre Rusia y Estados Unidos para resolver el conflicto ucraniano. Acciones imprudentes como esta no quedarán sin respuesta”. Y añadió una frase que recorre hoy los pasillos del Kremlin como un eco metálico: “Los objetivos de los ataques de respuesta y el momento en que serán lanzados por las Fuerzas Armadas de Rusia ya han sido determinados”. No es una amenaza vaga. Es un protocolo activado. En Moscú, cuando se dice ya han sido determinados, no hay vuelta atrás. Sabemos por experiencia que no se desperdician palabras en el gobierno ruso.

La portavoz de la Cancillería, María Zajárova, fue aún más contundente: lo llamó “bofetada a Trump”. Y remató con una acusación que define la nueva etapa del conflicto: “Es en este preciso momento, cuando se están discutiendo puntos, cuando se están discutiendo planes, cuando se están buscando palabras, cuando esta chusma —perdón— sanguinaria, rabiosa y terrorista se dedica a socavar los esfuerzos de paz”. El término chusma no es casual. Pertenece al léxico de la deshumanización estratégica. Es la señal de que el adversario ha sido expulsado del campo de lo político y reubicado en el de lo sanitario: algo que debe ser erradicado, no convencido.

Y la reacción estadounidense confirma la fractura. Según el asesor presidencial Yuri Ushakov, Donald Trump se mostró “atónito e indignado” al ser informado por Putin —directamente, tras la ronda de conversaciones en Mar-a-Lago— del intento de ataque. El propio Trump lo calificó de “una pena”. Esas dos palabras —atónito, pena— no son meras fórmulas retóricas. Son el equivalente diplomático de un portazo. Cuando un presidente de EE.UU. se niega a defender a un aliado ante un intento de asesinato contra otro jefe de Estado —y lo hace en los términos de la desilusión moral—, lo que está en juego no es la estrategia, sino la supervivencia política del líder cuestionado. Ahora se entienden las miradas tensas en Mar-a-Lago, las sonrisas forzadas de Zelensky ante la prensa mundial… gestos que hoy parecen los últimos actos de un actor que ya sabe que el telón no se levantará de nuevo. Incluso voces cercanas a Trump, como el exconsejero de seguridad nacional Michael Flynn, han sido claras: “Trump quiere la paz, Putin quiere la paz, Zelenski hace lo que le ordenan los elementos de la UE”. Y lo define sin eufemismos: “Zelenski es como un dictador” —con ley marcial indefinida, periodistas encarcelados y oposición silenciada. Y aún así, hasta hace días, Washington seguía firmando cheques en su nombre.

En la Duma, el discurso es aún más severo. Guennadi Ziugánov, líder del Partido Comunista, no solo acusó a Londres de orquestar el ataque —“agentes occidentales en Londres, justo cuando se lograban avances reales en las negociaciones”—, sino que calificó a Zelensky como “un juguete en manos de sus amos occidentales, quienes han declarado la guerra al mundo ruso”. Y lanzó una advertencia que suena a sentencia: “No se necesitan solo palabras, sino la respuesta más rigurosa y rápida. Solo una respuesta decisiva obligará al agresor y a sus amos a detenerse”. Vladímir Vasíliev, líder de Rusia Unida, fue más allá: “El régimen [ucraniano] no merece ninguna confianza”. Y añadió un matiz crucial: las medidas necesarias “no están orientadas al proceso de negociación, sino a prevenir la agresión”. Es decir: ya no se negocia con quien ha cruzado la línea del terrorismo de Estado.

Y aquí entra el punto jurídico que, desde Moscú, se insiste en subrayar: el mandato presidencial de Zelensky expiró formalmente en mayo de 2024. Según la propia Constitución ucraniana —artículo 103—, en estado de guerra, las elecciones pueden posponerse, pero no indefinidamente, y el poder debe transferirse temporalmente al Parlamento —la Rada—, no consolidarse en una figura ejecutiva que, con el tiempo, se convierte en un autócrata sin base constitucional. Rusia no lo dice como una sugerencia técnica: lo plantea como un axioma. Si Zelensky no ha convocado elecciones —ni siquiera teatrales— y la Rada no ha asumido el relevo institucional según lo previsto, entonces su figura carece de legitimidad. No es solo un enemigo; es un usurpador. Y por tanto, cualquier acuerdo firmado bajo su nombre —ya sea sobre gas, fronteras o rendición— es nulo por principio. Su firma ya no abre puertas. Solo sella su aislamiento.

Lavrov ha sido claro: “Teniendo en cuenta la transformación definitiva del régimen criminal de Kiev, que ha pasado a aplicar una política de terrorismo de Estado, se revisará la posición negociadora de Rusia”. Y en esa revisión no hay improvisación. Se espera una respuesta dura —pero no contra civiles, no contra el pueblo ucraniano, que Moscú insiste en distinguir del régimen que lo secuestra—, sino contra los centros de poder: cuarteles generales de inteligencia, nodos de mando logístico, estructuras de coordinación con asesores extranjeros. La vara de avellano se está afilando para el castigo ejemplar.vRusia, en este punto, no debe —y no quiere— caer en la trampa tendida por los belicistas europeos y ucranianos, quienes anhelan precisamente una represalia indiscriminada y salvaje que justifique la ruptura total del proceso de paz y reactive el flujo ilimitado de armas, apoyo satelital, inteligencia y fondos occidentales. Pero que nadie se equivoque: la respuesta vendrá. No será visceral, ni apresurada, ni espectacular. Será metódica, asimétrica, y desactivadora. Estará diseñada no para castigar, sino para inhabilitar. Y cuando llegue, no habrá sorpresa: solo constatación.

Mientras, desde Nueva Delhi, Narendra Modi expresaba su “profunda preocupación”, insistiendo en que las negociaciones son “el camino más viable”. Incluso Pekín ha recordado los tres principios inamovibles para cualquier solución: no extender el campo de batalla, no escalar las hostilidades, y no avivar las llamas del conflicto. Kiev, al lanzar 91 drones contra una residencia presidencial en plena negociación, ha violado los tres al mismo tiempo. Cuando hasta Beijing marca líneas rojas, el aislamiento de Zelensky ya no es diplomático: es geográfico.

Dmitri Medvédev lo anticipó con su habitual crudeza: vivirá como una rata, escondido, cambiando de refugio cada noche. No es una metáfora. Es una profecía con protocolo que ya ha sobrepasado las primeras fases.

El precedente está fresco: el piloto que entregó un helicóptero ucraniano y fue hallado muerto meses después en España no fue un caso aislado. Fue un mensaje. Y los mensajes, en esta geografía del poder, se repiten hasta que el destinatario los entiende.

Hoy Zelensky sigue apareciendo en pantallas, negado todo como quien sabe que ha pisado una mina y teme levantar el pie. Sigue firmando decretos. Pero cada firma, ahora, lleva una doble lectura: no solo ordena y manda, también atestigua. Atestigua que eligió el camino del sabotaje cuando la historia le ofrecía, por segunda vez en estos casi cuatro años, una rendija de salida negociada. Que prefirió la guerra al diálogo, sacrificar hasta el último ucraniano al bienestar de su país y sus gentes, la provocación al compromiso.

Y en el Kremlin —donde la memoria no se archiva, se acumula— eso no se olvida.
Ni se perdona.

Estaremos atentos.

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