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MARCELO COLUSSI. La “indiferencia del mal”, o de cómo los sanguinarios humanos nos matamos entre nosotros

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MARCELO COLUSSI. La “indiferencia del mal”, o de cómo los sanguinarios humanos nos matamos entre nosotros

Saturno devorando a su hijo (Francisco de Goya)

Humanos asesinos

¿Cuál es el animal que más seres humanos mata cada año? No es el mosquito, transmisor de variadas enfermedades letales como malaria, dengue, zika, fiebre amarilla, chikunguña (725,000 decesos anuales). No es la serpiente venenosa (100,000 muertes), ni el escorpión (3,500), ni el cocodrilo (1,000), ni el hipopótamo (500), y mucho menos el tiburón (apenas 10 muertes al año, satanizado por esas mediocres películas de Hollywood). ¡Es el mismo ser humano! (400,000 homicidios al año, más muchos, muchos, muchos miles de muertes en las numerosas e interminables guerras que pueblan nuestro paisaje social).

Partamos por decir que recientemente la fiscalía de la ciudad italiana de Milán inició una investigación a partir de la denuncia presentada por el periodista y novelista Ezio Gavazzeni, quien nos alerta sobre safaris humanos, una verdadera cacería humana, que habría sido llevada a cabo durante la guerra de los Balcanes en la ciudad de Sarajevo, hoy capital de Bosnia Herzegovina. Según lo denunciado, “personas adineradas” de varias nacionalidades (italianos, estadounidenses, rusos, ingleses, franceses, alemanes, etc.) habrían pagado hasta 100,000 euros en estos macabros “safaris de francotiradores”, con el objetivo de disparar, durante el prolongado sitio de Sarajevo y desde posiciones serbias, contra población civil indefensa en el medio del sangriento conflicto que destruyó la otrora Yugoslavia. En otros términos: matar por pura “diversión”. Terminados esos “safaris”, los “respetables” ciudadanos retornaban a sus hogares a seguir su vida normal, sin que nadie dijera una palabra del asunto, por lo que Gavazzeni, con mucho tino, habló de la “indiferencia del mal”.

Salvando las distancias, hace recordar lo que sucede con otros muy “respetables ciudadanos” varones que, en nombre de la hetero-normalidad, fustigan acremente a las mujeres trans que ofrecen sus servicios sexuales en las calles de numerosas ciudades del globo –a veces, incluso, llegando a exterminarlas–, luego de haberse acostado con ellas. ¿Indiferencia del mal? ¿Hipocresía a la enésima potencia?

No puede dejar de mencionarse que mientras esa infame cacería sucedía en los Balcanes, policías de Naciones Unidas fueron acusados de participar en trata de mujeres para redes de prostitución, denuncias que fueron rápidamente bloqueadas y archivadas por las autoridades del organismo internacional.

Las invasiones más crueles y sanguinarias, las violaciones de mujeres como botín de guerra, los reiterados abusos sexuales contra mujeres sin necesariamente cursar un conflicto armado, las 400,000 toneladas de napalm lanzadas sobre la selva vietnamita, las torturas más espeluznantes, la esclavitud y la venta de esclavos –50 millones actualmente en el mundo, según datos de Naciones Unidas–, los sacrificios humanos y las prácticas antropofágicas, los campos de concentración y exterminio de los nazis, los actuales campos de concentración a cielo abierto en Gaza, las cárceles clandestinas durante las sangrientas dictaduras latinoamericanas, el racismo que atraviesa nuestra historia en todos los pueblos, la obligada circuncisión femenina bajo la creencia que solo los varones tienen derecho a la satisfacción sexual, la obsolescencia programada en tanto factor del desastre medioambiental que se nos impone con un consumismo desaforado del “use y tire”, el empleo de armas nucleares contra población civil no combatiente (Hiroshima y Nagasaki), los matrimonios arreglados entre hombres a espaldas de las mujeres, la dark web con acceso a las prácticas más aberrantes (torturas, mutilaciones, violaciones, pornografía infantil, descuartizamientos, etc.), los rangers de Texas en la frontera sur de Estados Unidos (civiles armados que “cazan” inmigrantes indocumentados que intentan cruzar el desierto para llegar al “sueño americano”, matándolos con el silencio cómplice de las autoridades), las esterilizaciones masivas hechas en secreto sobre mujeres por ciertos centros de poder, el látigo del amo, el manejo del miedo para aterrorizar e inmovilizar al otro, el aplastamiento mortal del débil o del diferente, y un largo, kilométrico, interminable etcétera, solo para enumerar algunas de estas monstruosidades que pueblan nuestra vida, son todas acciones que ahí están, modelando nuestra historia como especie.

Golpearse el pecho en un acto de contrición al saber de todo esto no pasa de gesto vacío, o de payasada, pues el pedido de perdón sin justicia no remedia los hechos concretos. En nombre de la moral y del amor se pueden cometer los peores atropellos. Los sacerdotes católicos, por ejemplo, hablan de castidad, pero según el canonista seglar Jaime Torrubiano Ripoll, excomulgado de la Santa Madre Iglesia por sus escritos, en su publicación “Beatería y religión” (Madrid, 1930), “el 90% de los clérigos son fornicarios”, sabiéndose que no es nada infrecuente su práctica de pedofilia, actos que, en general, encubre la curia. Y en nombre del amor y del Sumo Hacedor, ese centro de poder como es la Iglesia participó en la masacre de los pueblos originarios de América (sin cifras precisas, pero según estimaciones, entre 13 y 100 millones de personas), evangelizando a la fuerza a los sobrevivientes.

¿Paz y amor? ¿Nos lo podemos creer? Las Naciones Unidas se fundaron luego de la mefistofélica matanza de 60 millones de personas en la Segunda Guerra Mundial, supuestamente para asegurar la paz en el mundo (suena a hueca y superflua expresión de Miss Universo, ¿no?). Pero al día de hoy no ha impedido ni una sola guerra, y los miembros permanentes de su Consejo de Seguridad, el verdadero órgano decisorio de poder duro, está conformado solo por las cinco potencias productoras de la mayor cantidad de armas del planeta (Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido), en cuenta las nucleares de destrucción masiva.

¿Civilización?

Los seres humanos nos decimos “civilizados”. Sí, sin dudas. En sentido estricto, lo somos. Somos una especie animal absolutamente civilizada, transida de cabo a rabo por el orden simbólico (ningún animal esconde sus órganos genitales, ni practica el incesto. Nosotros sí). Todo lo que hacemos está tocado por el proceso civilizatorio, todo, incluso aquellas cosas que parecieran más naturales. La alimentación, o la reproducción, por ejemplo, funciones básicas para mantener vivo a cada sujeto o para perpetuar la especie, como productos de la civilización ya dejaron de ser pura biología. Por eso hay quienes no tienen para comer y pasan hambre, o mueren de inanición (20,000 personas por día a nivel global, en tanto sobra comida en el mundo: 40% más de la necesaria para alimentar perfectamente a toda la humanidad), o son obesos o presentan bulimia o anorexia. Nada de eso es algo estrictamente biológico, explicable solo desde parámetros físico-químico. Es un tejido social el que lo determina, una historia, macro y micro.

Otro tanto pasa con la sexualidad: no hay estricta correspondencia entre la realidad anatómica y la identidad sexual. Hoy día hablamos de LGTBIQ+. Nada de eso que llamamos sexualidad queda enteramente determinado por la biología. Es nuestro ser social –historia subjetiva e historia colectiva– la que nos moldea. La procreación es también un asunto simbólico (¿cómo entender desde la carga genética la homo o la bisexualidad, el voto de castidad, la esterilización o todas las confusas y erráticas conductas a las que asistimos en este ámbito, inexistentes en el ámbito animal? –pedofilia, fetichismo, zoofilia, juguetes sexuales varios, necrofilia–). En sentido estricto, no hay sexualidad normal. La procreación es una de las tantas posibilidades que se derivan del acto sexual genital, del coito, pero no la única. El placer en este campo puede ligarse a una multitud casi interminable de acciones. Un zapato, por ejemplo, puede ser sumamente erótico, cosa que no le sucede a ningún animal.

Es decir: todo lo que hacemos tiene que ver con nuestra civilización, con nuestra socialización. O, dicho de otro modo, con ese universo que nos construye como humanos que es el lenguaje. Incluso el primitivo garrote del hombre de las cavernas, eso ya es un refinamiento civilizatorio comparado con cualquier animal. De allí, desde la primera piedra afilada por el primer Homo habilis hace dos millones y medio de años hasta la computación cuántica o los viajes espaciales, el único animal que pudo lograr transformar la naturaleza es este bicho civilizado que somos los humanos, este producto de la cultura. “El trabajo es la esencia probatoria del ser humano”, dirá Marx parafraseando a Hegel. En otros términos: si no entramos en un modo cultural determinado, que por fuerza es humano –y, en la abrumadora mayoría de los casos, entramos– no somos un ser humano más, en sentido estricto. Los llamados “niños salvajes” encontrados ocasionalmente lo permiten ver.

En esa línea podría decirse que la civilización es aquello que nos va alejando cada vez más de lo animalesco, de la pura sobrevivencia natural, del instinto (que es un esquema de comportamiento heredado que varía poco o nada de un individuo a otro, y que se desarrolla siempre según una secuencia temporal fija, teniendo un objeto y una finalidad invariable). Civilizarse es refinarse, es utilizar cada vez más las funciones intelectuales superiores en desmedro de la animalidad instintiva, de la pura fuerza bruta. El instinto, como se ha dicho en psicoanálisis, está “pervertido” por lo social, por el lenguaje, por ese universo de símbolos en el que entramos al nacer. No hay ser humano “normal” por nacimiento –lo puede haber en términos biológicos, claro–: todo lo demás es construcción histórica. La normalidad es una construcción simbólica. Seguramente respecto a quienes están leyendo esto, si son varones no tendrán las uñas pintadas; si son mujeres, probablemente sí. ¿Qué carga genética natural determina eso? Ninguna, por cierto. Es nuestro entretejido cultural, social, histórico.

De todos modos, la fuerza bruta persiste. La violencia es algo enteramente humano. Ningún animal ejerce violencia como nuestra especie: los depredadores cazan, y punto (el león, el cocodrilo, el tiburón, el águila). Nunca un depredador carnívoro ejerce el poder, la supremacía social, la arrogancia con el más débil. Se lo come simplemente; en el mundo animal no hay racismo, machismo, diferencias económicas, soberbia y arrogancia, tortura, discriminación de ningún tipo, pornografía, ropa de marca… o ni siquiera ropa (como decíamos: ningún animal esconde sus órganos genitales; los humanos sí, en todas las culturas). Los animales no son sanguinarios; nosotros sí. Podemos experimentar goce con el sufrimiento ajeno. Ahí están las cámaras de tortura y cuanta perversión sádica se nos ocurra. ¿Festín de sangre? No somos Drácula, pero pareciera… ¿Por qué, si no, la permanencia de prácticas como las corridas de toros, las peleas de box o de kickboxing, las riñas de gallos o de perros? E igualmente, lo que parece haber sucedido en Sarajevo. O, en la Antigüedad romana clásica, el Coliseo con leones devorando cristianos y peleas a muerte de gladiadores. Esto podría llevar a pensar también el porqué de las guerras y su nada cercana perspectiva de erradicación, pero eso nos conduciría por caminos que exceden este sencillo escrito. Aunque no está de más recordar eso, justamente en estos momentos en que caminamos sobre un campo minado con las provocaciones belicistas de Estados Unidos y la posibilidad cierta de una guerra termonuclear (que no dejaría un solo ser vivo en la faz del planeta; quizá solo microorganismos en las profundidades oceánicas, como para recomenzar el ciclo de la vida igual que hace 3,5 mil millones de años).

El placer de la sangre

¿Cuál puede ser el placer de ver una lucha a muerte entre dos adversarios?, porque no otra cosa son, en definitiva, estas prácticas sanguinarias arriba mencionadas: la búsqueda de la eliminación del otro, la sangre, el festín de la muerte. ¿Qué deseos alimentan todo eso? ¿Por qué ese placer en gozar, incluso excitarse, con la sangre que corre? En todas estas prácticas culturales la muerte es el convidado especial. En el box, justamente como producto del “avance” en la civilización, ya no se persigue la muerte del rival –se usan guantes y protectores bucales, hay reglamentos estrictos a seguir y un árbitro que media entre los contrincantes– pero sí el sacarlo fuera de combate. De todos modos, no deja de ser llamativo el enardecimiento del público en las graderías: “¡Mátalo!, ¡Sangre!, ¡Dale en la herida!”. O el festejo gozoso del ganador que noqueó al adversario, rebosante de alegría mientras el perdedor es retirado en camilla, con lo que, probablemente, podrán quedarle secuelas neurológicas de por vida.

Todo esto puede hacer pensar en palabras de Sigmund Freud con motivo de la llegada de los nazis y la anexión de su Austria natal al Tercer Reich, cuando marchaba al exilio en Londres: “Hoy día los nazis queman mis libros. En la Edad Media me hubieran quemado a mí. Eso es el progreso humano”. Es decir: somos terribles, pero cada vez somos menos terribles. Sigue habiendo machismo, pero ya no se obliga a las mujeres a usar el mítico cinturón de castidad, y si bien hay racismo, ya no se puede humillar públicamente a nadie por su color de piel o pertenencia étnica, porque eso es delito (¡hasta un presidente negro hubo en la primera potencia capitalista!). Aunque en estos momentos históricos estamos viviendo un retorno al supremacismo, un peligrosísimo proceso de derechización conservadora con la esquizofrénica idea de “superiores” e “inferiores”. “Europa es un jardín florido, y el resto del mundo, la jungla”, pudo decir sin vergüenza un alto funcionario de la Unión Europea, mientras el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, habla de “países de mierda”. ¿Razas superiores entonces?

No debe olvidarse que mientras las supuestas “razas superiores” mantienen muy organizadas sus sociedades con criterios siempre “políticamente correctos” (el Norte próspero, podría decirse), donde nadie arroja basura en la calle y todo el mundo paga sus impuestos, en las “salvajes” sociedades (el Sur Global) que sí se permiten explotar y someter vilmente con impagables deudas externas, allí matan, violan y saquean sin misericordia olvidándose de toda corrección. ¿Allí ni hay derechos humanos? La posible invasión de Estados Unidos a Venezuela, ¿es válida entonces, dado que nos va a salvar de malignos narcotraficantes? A una jovencita de clase media alta de una muy católica familia pudiente que se le preguntó qué haría si su padre o su hermano embarazara a la empleada doméstica que trabaja en la casa –cosa muy frecuente en ciertas sociedades–, se tuvo como respuesta: “La echamos. ¡Qué vergüenza para la familia que naciera aquí esa criatura!” ¿Y la solidaridad, y el amor por el prójimo? “Los ricos nacieron para gobernar y los pobres para obedecerlos”, dijo sin la más mínima vergüenza el cardenal Jorge Urosa Savino en la Universidad Católica Andrés Bello, en Caracas, Venezuela. ¿Amor al prójimo, o indiferencia del mal?

La civilización es ese largo, tortuoso, nunca terminado proceso en el que nos vamos alejando de nuestros orígenes animales. Pero lo curioso es que… ¡ningún animal mata por placer! En nuestro mundo civilizado cada dos minutos muere una persona por un disparo de arma de fuego, y cada diez minutos muere una mujer a manos masculinas (femicidio patriarcal), por el simple hecho de ser mujer. Por otro lado, la industria de los armamentos (desde una pistola personal hasta un portaviones atómico con aviones de combate o misiles hipersónicos indetectables e indetenibles portadores de letales cargas nucleares), es el ámbito humano que más dinero mueve (75,000 dólares por segundo), promoviendo los más osados e increíbles avances científico-técnicos, todo preparado para matar al otro. “Terminada la guerra regresó el soldado a casa, pero no tenía qué comer. Vio a alguien con un pan, y lo mató. ¡No debes matar!, dijo el juez. ¿Por qué no?, preguntó el soldado”. (Wolfang Borchert).

Aquello de poner la otra mejilla cuando nos abofetean la primera, no pasa de vacío e impracticable pedido moral. Recordemos que en nombre del amor se exterminó población, e igualmente, en nombre de un supuesto “amor”, desde Roma unos pocos ancianos misóginos que hicieron votos de castidad –y, por tanto, no saben nada sobre sexualidad–, deciden/imponen lo que debería ser la conducta sexual “normal” de las mujeres. La realidad humana no nos muestra paz y amor, ni tolerancia y armonía precisamente. Más bien: todo lo contrario. En nombre del amor y de algún dios (de los cuatro mil que los humanos fueron creando en la historia) se realizaron las peores guerras religiosas. Parece que la sangre nos llama (“La violencia es la partera de la historia”, dijo con exactitud un decimonónico pensador, supuestamente “superado” hoy día). Por lo que, si algún freno puede oponérsele a la violencia, la apelación a un sacrosanto amor no alcanza.

Digamos que “nadie está obligado a amar a otro, pero sí a respetarlo”. En definitiva, la civilización es eso: la instauración de una ley, de una norma que rige el funcionamiento social (la prohibición del incesto, o del asesinato, la instauración de la propiedad privada, el rojo del semáforo o la interdicción de orinar en la calle, más un largo etcétera). Sin dudas, las leyes no necesariamente son justas (¿lo es acaso la propiedad privada, por ejemplo?). Son un ordenamiento hecho desde el poder: “La ley es lo que conviene al más fuerte”, dijo Trasímaco de Calcedonia hace más de dos mil años en la “democrática” Atenas –donde solo los varones propietarios tenían el derecho de votar “democráticamente” en las asambleas, no así las mujeres ni los esclavos, quienes no tenían el derecho de suicidarse, por no ser dueños de su propia vida–. Por tanto, las leyes son un ordenamiento, injusto quizá, pero necesario para establecer un orden humano, para organizar lo que, si no, sería un caos invivible.

Freud, en lo que él llamó su “mitología conceptual”, elucubró una pulsión de muerte (Todestrieb, en alemán), energía destructiva que anida en cada uno de nosotros, y que se manifiesta en todo lo anteriormente descrito, volcándose a veces hacia la propia subjetividad –diversas conductas autoagresivas, el suicidio– o hacia el otro.

Pulsión de muerte: concepto problemático como el que más, muy discutido por todo el ámbito psicoanalítico. Lo que está claro es que, viendo cómo nos movemos los seres humanos, la intuición freudiana no parece descabellada. Corridas de toros, riñas de gallo, peleas de box, cacerías humanas … ¿guerra mundial con armamento atómico? Parece que la sangre llama. ¿Es nuestro destino ineluctable? Eso es lo que podemos apreciar de este sujeto criado en el seno de esta familia actual, que se repite aproximadamente igual en casi todas las culturas: patriarcal, monogámica, heteronormativa, defensora de los hijos como propiedad. Y si existiera otra forma de humanizarnos ¿podremos ser distintos? Para quienes pensamos en que el mundo puede –¡y debe!– ser distinto, y no este disparate que vemos actualmente, existe la esperanza de poder construir otra cosa: otra familia, otra sociedad, otro sujeto. Permítasenos cerrar diciendo, junto a Xabier Gorostiaga, que “quienes seguimos teniendo esperanza, no somos estúpidos”.

Marcelo Colussi

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