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MARIO AGUIRIANO. 22-N: Sumar, Iglesias y la radicalidad

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MARIO AGUIRIANO. 22-N: Sumar, Iglesias y la radicalidad

Fotografía: CJS

El pasado 22 de noviembre Sumar celebró una conferencia política en Madrid, emitida en abierto por streaming y previamente anunciada con el nulo entusiasmo (poco bombo y ningún platillo) al que acostumbra un partido que parece incómodo con el mismo hecho de existir. El número de espectadores oscilaba en torno a los 30. Esa misma tarde miles de personas, en su mayoría jóvenes, recorrían el centro de Madrid en una convocatoria antifascista unitaria. Muchos de ellos acudirían después al acto de la Coordinadora Juvenil Socialista (CJS), celebrado bajo el lema “Romper lo atado y bien atado” en una céntrica plaza de la capital del Estado.

Estas dos estampas dicen mucho sobre el espíritu de la época, y también sobre algunas de las encrucijadas particulares de la política de nuestro tiempo. La izquierda reformista española agoniza vital y electoralmente, con la dupla Sumar-Podemos abismándose hacia la irrelevancia práctica en la que ya se encuentran Syriza o sus homólogos italianos. Tras seis años de gobiernos de coalición, los síntomas de agotamiento son abrumadores, y la identidad política de fondo viene acompañada por una división prácticamente insalvable en términos orgánicos y hasta personales. Como en los matrimonios en crisis, en ese campo todo argumento se convierte hoy en un reproche ventajista, cada tema de conversación esconde una herida abierta y cualquier excusa es buena para cegarse ante la realidad. A cada debate, cada intervención y cada propuesta le subyace un nítido sálvese quien pueda, una ausencia total de horizonte más allá de la autorreferencialidad corta de miras, el oportunismo más desabrido y la pura inercia.

Por debajo de esa tierra quemada –y ante el silencio generalizado de unos medios que solo ponen el ojo cuando quieren poner la bala–, algo se mueve. En la medida en que la dirección de este movimiento depende en buena parte de su crítica al trayecto que llevó desde el 15-M hasta las coaliciones con el PSOE, como versión particular de una crítica más general a la política socialdemócrata, conviene detenerse a confrontar el tipo de proyecto que pudimos ver defendido en el acto de CJS con el que viene exponiendo uno de los protagonistas del anterior ciclo político, el exvicepresidente Pablo Iglesias Turrión.

A diferencia de un Sumar que no tiene quien le escriba tras la caída en desagracia del desgraciado de Errejón, el Podemos de los últimos tiempos ha puesto un esfuerzo notable en diseñar un relato político en el que enmarcar su práctica presente. La idea básica, en un plano abstracto, es el rechazo del “chantaje del mal menor”, que conduciría inevitablemente a la subordinación y la derrota, en nombre de una “radicalidad” que sería la única vía para dar respuesta a los problemas de nuestro tiempo. En un plano concreto, esto significa rechazar la “moderación” de Sumar en favor de la “radicalidad” de Podemos, entendidas ambas como dos formas de comportarse ante un horizonte compartido: los gobiernos de coalición con el PSOE.

El problema básico de este relato es que el contenido de sus conclusiones (“más radicalidad”) está atado a sus premisas dogmáticas (“Podemos es el modelo”), haciendo que el conjunto se mueva dentro de los mismos límites socialdemócratas que nos han llevado hasta el presente. Este hecho priva al resultado de rigor analítico y programático, revelando su naturaleza esencialmente ventajista y ferozmente corporativa. La condena del gobierno actual se entrelaza con el blanqueamiento desmedido del gobierno inmediatamente anterior, en un cóctel que deforma completamente la realidad y coloca de paso una interesada lona de olvido sobre las muchas miserias de este último (espectacular subida del gasto militar incluida). Ante la ausencia de toda autocrítica real, lo que queda es un remedo de la pregunta de la Madrastra de Blancanieves ante el espejo, y la “radicalidad” enunciada se desvela como un falso radicalismo diseñado ad hoc con fines de autopreservación. En otras palabras, la receta se reduce a más de lo mismo.

Desde la convicción de que es cierto que el presente reclama radicalidad (pero una radicalidad real; esto es, una genuina capacidad de ir a la raíz de los problemas y desafíos, por definición del todo alejada del confusionismo que permea el relato anterior) conviene esbozar algunos puntos clave del antagonismo entre la propuesta comunista encarnada en el acto de CJS del sábado y aquello que, más allá de sus diferencias superficiales, tienen en común todos los componentes de la “izquierda a la izquierda del PSOE”. La lista no pretende ser exhaustiva ni sistemática, solo ilustrar algunas diferencias esenciales entre ambos proyectos.

La primera es la necesidad de recuperar un horizonte de ruptura con el capital frente a una izquierda reformista congénitamente atada a la integración en el sistema, de lo que su voluntad de gobernar en minoría el Estado capitalista español no es más que la conclusión lógica. Esta dinámica encierra a las fuerzas obreras y populares en una rueda de hámster, obligándolas a gestionar el mismo sistema cuyos efectos deploran. El descrédito y la desmoralización son el efecto inmediato, como prueban los propios resultados electorales. Hoy, tras seis años del “gobierno más progresista de la historia”, los trabajadores son más pobres de lo que lo eran en 2018 y el poder del aparato burocrático-militar del Estado –regado con decenas de miles de millones extra en gasto militar y policial y beneficiado de la perpetuación de la Ley Mordaza y similares– con respecto a la población ha aumentado. Frente a esta espiral de impotencia y subordinación, debe plantearse un proyecto de ruptura con el orden político y económico de la clase capitalista; esto es, construir una fuerza inequívocamente comprometida con el socialismo y el gobierno de la mayoría pobre. Una fuerza de esta índole solo accedería al poder cuando pudiera cumplir íntegramente su programa revolucionario, manteniéndose hasta entonces como un actor de oposición radical, capaz de acumular fuerzas en torno a un antagonismo completo con el orden capitalista. No hay en lo anterior nada del maximalismo impotente que quieren achacarle sus enemigos, puesto que la dicotomía entre conseguir mejoras en el presente y “esperar” al horizonte revolucionario es del todo falsa: la historia demuestra que incluso las reformas sustanciales son producto de la fuerza revolucionaria, y que las mejoras arrancadas desde la oposición y la lucha de clases no solo son más profundas y ambiciosas (basta pensar en la jornada de 8 horas o el sufragio universal) sino que pueden reforzar y profundizar la lucha de los oprimidos por su emancipación en lugar de domesticarla.

Un segundo eje de antagonismo, complemento necesario del anterior, contrasta el cretinismo mediático y parlamentario de la izquierda reformista (la pretensión de que la política real solo existe en los grandes medios y las instituciones del Estado) con un planteamiento basado en la lucha de clases y la militancia de base, arraigado en los barrios, los centros de trabajo y estudio, independiente del Estado y capaz de combatir a todos los niveles desde la claridad de objetivos y principios. Frente a un modelo burocrático y vertical donde la militancia queda reducida a aplaudir a los líderes mediáticos y refrendar sus plebiscitos, cabe oponer un modelo fundado en el viejo lema de la Primera Internacional: la emancipación de los trabajadores solo puede ser obra de los trabajadores mismos. Ante un capitalismo socavado por un declive que lo empuja hacia escenarios crecientemente catastróficos, toda esperanza presente se cifra en que la clase trabajadora recupere la confianza en sus propias fuerzas, reestablezca su independencia política y vuelva a plantear un horizonte de emancipación.

Por último, el nacionalismo implícito a toda propuesta reformista, condenado a moverse dentro de los límites del propio Estado-nación, contrasta con el internacionalismo consecuente, la única opción capaz de recoger los intereses de una clase internacional y confrontar realmente a un sistema global. Lo anterior tiene al menos cuatro ejes: la lucha por reconstituir una genuina internacional obrera, cuya urgencia el genocidio Palestino ha mostrado sobradamente, desde la plena independencia con respecto a cualquier potencia capitalista; la necesidad de que las fuerzas revolucionarias se articulen a escala europea, escenario mínimo para una revolución con visos de supervivencia y bloque en el que el Estado español se encuentra plenamente integrado; la unidad de clase con los trabajadores migrantes, a quien el fascismo señala y la socialdemocracia relega al papel de siervos agradecidos; y la defensa intransigente del derecho de autodeterminación frente al autonomismo implícito en todo aquel que acepta los márgenes impuestos por la constitución española y su “indisoluble unidad” de la patria.

Lo que he esbozado hasta aquí es solo un esbozo parcial, a nivel de estrategia y principios, del contraste entre el eterno retorno socialdemócrata, que recorre tozuda e interesadamente una vía muerta, y los fundamentos de un proyecto comunista que, como pudimos ver el sábado en Madrid, comienza a despegar.

(Diario Socialista)

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