La pobreza es el campo perfecto donde abonar la falta de ideología sustituyendo el pensamiento por
religión, por la seudohistoria de los nacionalismos, lugares mentales estos donde asentamos la
otredad del otro. Es el lugar perfecto donde creerse todo lo que da acomodo al miedo, a la rabia, a la
envidia, a la impotencia, alimentando supremacías y derechos que nada tienen que ver con los
derechos humanos, más bien con identidades tribales que se protegen del entorno atacando el
entorno mediante leyes exclusivas creadas, a su vez, para excluir a miembros de su especie como si
fueran de otra: la especie del enemigo. Todas las sociedades han hecho alarde de la creación de
identidades más o menos monstruosas del ser humano, cuyo potencial han utilizado en beneficio de
quienes ostentaban el poder, manipulando la realidad en la conciencia. La más duradera parece
haber sido el híbrido religión e historia. Tras siglos de imperios asentados en guerras de religiones,
la fórmula continúa viva, justificando derechos históricos en la Biblia. ¿Cómo se crea la identidad
exclusiva de un estado nación? Con imaginación.

En la escalada a la mediocridad, la clase media explota las necesidades de una pobreza mediocre,
nada épica, a menudo refugiada en religiones anticomunistas en lucha contra el infiel, ya sea el ateo,
ya sea el musulmán. Sopla un aire a rancio por las calles de una clase obrera sin sentimiento de
clase, porque una cosa es pertenecer a una clase social por estadística y otra por sentimiento. El
sentimiento de clase, sin dejar de ser subjetivo, se construye sobre una realidad, no sobre una
fantasía ni un pasado inasible que aíslan a la persona de la vida a través de un pensamiento
desarrollado sobre creencias. Lo posible pierde importancia a cambio de un imposible que tan solo
necesita que me lo crea para ser. La posibilidad de una humanidad en igualdad de recursos y
oportunidades pierde color ante la perspectiva de mostrar como verdadera la existencia de un dios
para mí y mi comunidad, el cual, a cambio de reprimirnos en pro de unos valores inamovibles e
indiscutibles, justificará nuestra percepción hacia el otro asentada en antepasados eternos como
sedimentos sin pasado ni futuro desde donde nos alzaremos para despreciar a quien decidamos.
La identidad humana, incluso a día de hoy, tiende a estar basada en paparruchas. Rituales que
inventan lo que no hay afianzando certezas ilusorias.
Hubo, sin embargo, un momento en el que la identidad estuvo a punto de construirse sobre la
realidad, el pensamiento sobre la razón. Sin especulaciones vanas, se hubiera podido vivir sin
aceptar matanzas ni crueldades para provecho de nadie. Hubo un momento durante la
descolonización en el que el socialismo y el comunismo fueron la forma de gobierno mayoritaria de
la humanidad, por número de individuos y por países. No sé calcular mientras escribo la brevedad
de ese momento. Puede que no fuera tan breve. Fue un momento de laicismo, de destrucción de
sobreidentidades al tiempo que se reconstruía la identidad simple del género humano, no mucho
más gloriosa que la de un mosquito, porque no hace falta gloria para vivir en paz.
Los señores del dinero no pudieron consentirlo. Se afanaron en intentar sepultar ideologías alzando
religiones. Hoy como ayer, los dueños de la codicia fabrican creencias con sus respectivos
creyentes, los cuales allanarán el acceso territorial a sus antiguas colonias, una vez eliminada la
amenaza de estados laicos portadores de la igualdad entre los seres humanos, sin estamentos ni
clases. Es más fácil dominar un mundo sin avance que no se deshace de viejas cadenas.
No debemos contestar desempolvando religiones ni tradiciones. No necesitamos contestar
inventándonos la Historia. La Historia son hechos, olvidos, heridas, consecuencias, mutaciones
sociales llamadas revoluciones, mentalidades cambiantes desde el agua hasta la atmósferahabitando
el tiempo. Es el paso del tiempo y no termina nunca, no importa si hemos acabado o hemos
empezado qué: la Historia no tiene fin. Y no es un ente metafísico. No puede entenderse si no
cambiamos creencia por conciencia.
Nuestro pensamiento se pasa la mayor parte del tiempo perdido en cosas inútiles. La pobreza
necesita centros de discusión de la realidad, no mundos virtuales en ninguna de sus formas.
Necesita Casas del Pueblo, nunca dejó de necesitarlas, donde reflexionar sobre la palabra Pueblo.
Nos sobran fantasías de todo tipo. Nos falta reconocernos en la, al parecer, dolorosa realidad: entre
ese ser tirando a feo alzado sobre sus extremidades incapaz de ocultar su escatología animal, mas
capaz de articular lenguaje, y yo, la diferencia es anecdótica, no divina
