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11ONZE. Francia en la cuerda floja

Francia tiembla. No es un terremoto visible, pero sí profundo: sus finanzas públicas se agrietan y las paredes del viejo edificio europeo comienzan a mostrar grietas parecidas. El país que durante décadas simbolizó la fuerza del continente, el motor cultural y político de la Unión, ha entrado en una crisis que va más allá de los números. La deuda es solamente el termómetro; el mal, sin embargo, es mucho más profundo.

in Artículos
CNC. Para no confundirse en río revuelto

Con una deuda que ya supera el 112% del PIB y un déficit persistente de más del 5%, Francia se ha convertido en el alumno retomado por Bruselas. La Comisión Europea ha abierto expediente por incumplimiento fiscal, mientras los mercados, impacientes, han subido la prima de riesgo francesa a los niveles más altos desde la crisis del 2012. Las cifras están claras, pero detrás de ellas late un mensaje que Europa todavía no quiere escuchar: su modelo de bienestar ya no es sostenible.

Durante décadas, Francia creyó que su riqueza era eterna. El estado del bienestar, nacido después de la Segunda Guerra Mundial como escudo social y símbolo de progreso, se convirtió en una estructura tan pesada que hoy es casi inamovible. El sector público representa más del 57% del PIB —el mayor porcentaje de la OCDE— y, sin embargo, el país crece menos que la media europea.

La burocracia, subvenciones y ayudas se han convertido en los pilares de una economía que vive anestesiada por la deuda. Según el INSEE, la productividad industrial ha caído un 8% en la última década, mientras los salarios reales se mantienen estancados y la factura fiscal aumenta. Francia es hoy una potencia agotada que trabaja como un país medio, pero gasta como si fuera un imperio.

 

Cuando el crédito sustituye a la confianza

En 2025, el gasto público francés supera los 1,6 billones de euros. Solo los intereses de la deuda cuestan más que el presupuesto del Ministerio de Defensa y del de Salud juntos. Pero París sigue pidiendo préstamos para mantener su maquinaria estatal. Patrick Artus, economista de Natixis, lo resumió sin tapujos: “Francia ya no puede financiar su nivel de vida a crédito”.

Sin embargo, el drama no es exclusivamente francés. Es europeo. Durante años, la Unión Europea ha confundido estabilidad con prosperidad. Impuso reglas fiscales para contener el gasto, pero al mismo tiempo permitió que el Banco Central Europeo inundara los mercados de liquidez. El resultado es una paradoja: gobiernos endeudados y mercados adictos a los tipos bajos. Cuando el BCE cierra el grifo, el espejismo se desvanece y aparece la realidad, mostrando un continente que vive por encima de su productividad.

 

El gigante cansado de la eurozona

El caso francés es algo más que una crisis nacional; es un aviso de colapso sistémico. Francia es la segunda economía de la eurozona, pero su pérdida de competitividad ha puesto en cuestión el equilibrio del proyecto europeo. Su industria, que fue el corazón de la producción continental, se ha deslocalizado. Sus jóvenes talentos emigran hacia Alemania o el norte de Europa. Su estado social, que había sido ejemplo de igualdad, es ahora un laberinto de ineficiencias.

Mientras, la Banque de France de que el coste de la deuda se comerá parte creciente de los ingresos fiscales hasta el 2030. Y en Bruselas, el debate ya no es si Francia incumplirá las reglas fiscales, sino cuántas excepciones más habrá que inventar para evitar reconocer la evidencia: ni Francia ni Europa pueden cumplirlas.

 

Un sistema sin soberanía

Cuando Francia entró en el euro, renunció a su arma más poderosa: la capacidad de devaluar y crear moneda. Hoy, París no puede ajustar su economía sin pasar por la lupa de Fráncfort. El Banco Central Europeo dicta el ritmo y los gobiernos bailan a su compás.

Esta pérdida de soberanía es el gran tabú europeo. Los Estados han quedado reducidos a gestores de su propio endeudamiento. Si quieren crecer, deben gastar; si gastan, Bruselas les sanciona. Es un círculo vicioso. Cada recorte reduce el consumo y los ingresos fiscales y cada estímulo genera más déficit. Lo que antes era un instrumento de cooperación es ahora una camisa de fuerza.

Mario Draghi, que salvó al euro en el 2012, lo advirtió recientemente: “Europa ha creado una unión monetaria sin una verdadera unión económica.” Y Francia, el país que imaginó la moneda única como herramienta de poder continental, es hoy la víctima más visible.

 

El reflejo europeo

El mal francés tiene los mismos síntomas que el americano: deuda, polarización política y dependencia de la banca central. Al otro lado del Atlántico, Washington imprime dinero para pagar a sus soldados. En Europa, París se endeuda para mantener su estado social. Son dos estrategias distintas para sostener el mismo modelo: un sistema económico que promete más de lo que puede dar.

Francia no es, pues, un caso aislado. Es el sismógrafo del que vendrá. Si Francia se tambalea, la eurozona tiembla. Su prima de riesgo supera los 80 puntos básicos, Fitch y Moody’s amenazan con rebajas de calificación y los fondos de inversión reducen exposición a la deuda europea. El escenario recuerda los días previos a la crisis del 2010, cuando nadie quería admitir que la casa empezaba a quemar.

 

Un continente frente a su propio espejo

Europa se encuentra, de nuevo, ante su mayor contradicción: querer ser una potencia económica sin poder político real. Sus instituciones pueden multar a Francia, pero no pueden rescatarla sin poner en riesgo todo el sistema. Sus economías son interdependientes y sus gobiernos, prisioneros del voto a corto plazo.

El resultado es una sensación de agotamiento general. En París, las protestas por la reforma de las pensiones simbolizan ese profundo malestar que muestras una sociedad que quiere conservar derechos que ya no puede financiar. No es un problema moral, sino estructural. Francia, como el resto de Europa, vive entre la nostalgia de su pasado y el miedo a su futuro.

 

La agonía del modelo europeo

En última instancia, el problema no es la deuda, sino la falta de visión. El modelo europeo se ha construido sobre la idea de que la integración económica conllevaría prosperidad automática. Pero sin innovación, productividad ni soberanía, el proyecto se desgasta. Francia es su reflejo más dramático: demasiado grande para caer, demasiado endeudada para crecer.

Si no se replantean las bases del sistema —una política fiscal común, una reindustrialización real, una banca central al servicio de los ciudadanos—, Europa se condenará a una lenta decadencia.

Francia es hoy la voz que tiembla, pero detrás de ella se oye el murmullo de un continente entero. Los números pueden maquillarse; la realidad, no. El euro nació para unir, pero también ha encadenado. Y mientras los dirigentes europeos debaten sobre décimas de déficit, el reloj de la deuda sigue avanzando, como una bomba de precisión. Europa no se hunde de repente; se agota lentamente. Y Francia, en la cuerda floja, es su presagio más claro.

 

11onze.cat

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